Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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– En realidad soy un verdugo -contestó él creyendo que eso le haría ganar respeto, pero ella actuaba como si encontrar verdugos en el desierto fuera algo común-. ¿Quién es ese homicida de hombres?

Los ojos femeninos se ensombrecieron, él comprendió que había hecho la pregunta equivocada.

– Si fueras un verdugo, lo sabrías, ¿o no? Solo hay un hombre al que todo verdugo ha jurado matar.

– Sí, por supuesto, pero ¿conoces de veras los asuntos de un verdugo? -le preguntó él, buscando una salida en la mente-. Si estás tan ansiosa de darme hijos, quizás deberías saber con quién harías tu hogar. Así que dime, ¿a quién hemos jurado matar los verdugos?

Al instante se dio cuenta de que esa respuesta le gustó a ella.

– Thomas de Hunter -contestó ella-. Él es el asesino de hombres, mujeres y niños; él es el único a quien mi padre, el gran Qurong, ha ordenado que maten sus verdugos.

¡La hija de Qurong! ¡Él estaba hablando con la realeza del desierto! Inclinó la cabeza en una muestra de sumisión.

– No seas tonto -comentó ella riendo-. Como puedes ver, no llevo puesto el brazalete de mi posición.

La manera en que los ojos de ella se ensombrecieron cuando pronunció el nombre de él inquietó a Thomas. Supo que era tan despreciable a los ojos de los moradores del desierto como ellos lo eran para él. Pero discutir ese tema alrededor de la fogata después de derrotar al enemigo era una cosa; otra era oírlo salir de los labios de tan sensacional enemigo.

– Ven conmigo, Roland -pidió Chelise-. Te daré más por hacer que andar por ahí haciendo atentados inútiles. Todos saben que Hunter es demasiado rápido con la espada para ceder ante esta estrategia insensata de mi padre. Martyn, nuestro brillante nuevo general, tendrá un lugar para ti.

Esa fue la primera vez que oyó el nombre del nuevo general.

– Lamento discrepar, pero soy el único verdugo que puede encontrar al asesino de hombres y matarlo a voluntad.

– ¡No me digas! ¿Eres así de inteligente, no? ¿Y eres tan brillante para leer lo que ningún hombre puede interpretar?

¿Estaba ella burlándose al sugerir que él no podía leer?

– Por supuesto que puedo leer.

– ¿Los libros de las historias? -preguntó ella arqueando una ceja. Thomas parpadeó ante la referencia. ¿Se refería ella a los libros antiguos? ¿Cómo era posible?

– ¿Los tienes? -interrogó él.

– No -contestó Chelise alejándose-. Pero he visto algunos. Se necesitaría un sabio para leer ese caos.

– Dame un caballo -pidió él-. Déjame terminar mi misión y luego volveré.

– Te daré un caballo -respondió ella, volviéndose a poner la capucha-. Pero no te molestes en volver a mí. Si matar a otro hombre es más importante para ti que servir a una princesa, te juzgué mal.

Ella ordenó a un hombre cercano que le diera un caballo a él y entonces se alejó.

Sus propios guardianes casi lo matan al borde de la selva. Se bañó en el lago en la víspera del cuarto día. Normalmente la limpieza de la enfermedad era calmante, pero el dolor en esta etapa avanzada de la enfermedad era casi insoportable. Entrar al agua no había sido muy diferente a despellejarse. Con razón los encostrados temían a los lagos.

Pero el dolor solo fue momentáneo y al salir del agua tenía la piel restaurada. Rachelle finalmente lo besó de manera apasionada en la boca, ahora sin su horrible olor. La población había celebrado el regreso de su héroe con más que su acostumbrada celebración nocturna.

Pero nunca lo abandonó el recuerdo de esa terrible condición con la cual las hordas vivían a diario. Tampoco la imagen de la mujer del desierto. Lo único que ahora la separaba de Mikil era un balde del agua de Elyon.

A pesar de lo que él pudiera pensar de los moradores del desierto, una cosa era indiscutible: Habían rechazado los caminos de Elyon. Ellos eran el enemigo y lo que Thomas odiaba de ellos no eran tanto las carnes podridas sino los corazones traicioneros y tramposos. Él y los guardianes del bosque habían jurado por Elyon eliminar las hordas de la tierra o morir en el intento.

– ¿Funcionó? -inquirió Mikil.

– ¿Funcionó qué? -objetó, con la cabeza a punto de estallarle-. ¿El sueño? Sí, sí funcionó.

– Pero supongo no hay manera de echar abajo el barranco.

Retumbaron cascos a la vuelta de la esquina. William y Suzan venían en monturas sudadas. ¿El barranco?

¡El desfiladero! La pólvora.

– ¡Thomas! -gritó William parándose en seco y bajando del caballo-. ¡Se están rompiendo nuestras líneas! He traído dos mil de la retaguardia y otros dos mil llegarán en la noche, ¡pero los enemigos son demasiados! ¡Allá hay una matanza!

– ¡La tengo! -exclamó Thomas.

– ¿Tienes qué?

– Pólvora. Sé cómo hacer pólvora. Es más, conozco varias maneras de hacerla.

Suzan desmontó. Los tres lo miraron, sin saber qué hacer.;

– Thomas me ordenó que lo golpeara en la cabeza para que pudiera soñar -comunicó Mikil-. Es evidente que tiene la habilidad de enterarse de cosas en sus sueños.

– ¿Verdad? -exclamó William parpadeando-. ¿Qué podrías aprender que…?

– Me enteré de cómo hacer polvo negro que explota -interrumpió Thomas, pasándolos; luego se volvió-. Si logramos hacerlo, tendremos una posibilidad, pero debemos apurarnos.

– ¿Planeas derrotar a las rameras esas echándoles polvo encima? -exigió saber William-. ¿Te has vuelto loco?

Llamar rameras a las hordas se había vuelto algo común entre los guardianes del bosque.

– Él planea usar polvo negro para echar abajo el barranco -informó Mikil-. ¿No es así, Thomas?

– En esencia, sí. La pólvora es un explosivo, un fuego que arde y se expande con mucha rapidez -explicó Thomas demostrando con las manos-. Si pudiéramos introducir pólvora en la grieta de la parte superior del abismo y encenderla, se podría desprender todo el barranco.

William estaba estupefacto.

– ¿Sabes realmente cómo hacer ahora esa pólvora? -indagó Mikil.

– Sí.

– ¿Cómo?

Él recitó la información que tenía en la memoria.

– La pólvora se compone de tres ingredientes básicos aproximadamente en las siguientes proporciones: quince por ciento de carbón, diez por ciento de azufre y setenta y cinco por ciento de salitre. Eso es todo. Lo único que debemos hacer es hallar estos tres elementos, prepararlos en bolsas muy bien apretadas, bajarlas…

– ¿Qué es azufre? -preguntó Suzan.

– ¿Qué es salitre? -preguntó Mikil.

– ¡Esto es lo más absurdo que he oído nunca de alguien sin escamas en la carne! -objetó William.

– ¿Dije que sería fácil? -cuestionó Thomas empezando a perder la paciencia-. ¡Allá abajo nos están masacrando! No puedes construir un dispositivo tan devastador sin un poco de trabajo. Tenemos carbón, ¿no es así? Lo quemamos. Unos cuantos jinetes veloces pueden conseguir un amplio suministro y tenerlo aquí para la medianoche. El azufre es el decimosexto elemento más común en la corteza terrestre. Y creo que estamos en la misma corteza terrestre. No importa eso; solo saber que el azufre se encuentra en cuevas con pirita. Eso tampoco importa. Las cuevas en el extremo norte de la brecha. Tendremos que partir los conos, calentarlos en una enorme hoguera y orar por que el azufre fluya de las aberturas. Muy parecido al mineral metalífero.

Una emoción empezaba a aparecer en los ojos de Mikil, pero William fruncía el ceño.

– Incluso con los refuerzos, nos superan estrepitosamente en cantidad.

– ¿Y qué hay con la sal? -quiso saber Mikil.

– Salitre -contestó Thomas, haciéndole caso omiso a William y pasándose los dedos por el cabello-. Es un mineral blanco y traslúcido compuesto de nitrato potásico.

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