Los pies desnudos pisaban suavemente las baldosas. Ayer Giovanni le había arreglado en Nueva York las uñas de pies y manos, pintándoselas con un distinguido rojo rubí profundo que aún parecía húmedo. El corto vestido negro era ajustado, pero de la cintura hacia abajo era suelto para poder contonear los muslos.
Janae había obtenido un cinturón negro en jiujitsu a los diecisiete años y lo había mantenido como una forma de ejercicio en los ocho años siguientes. Monique solía decirle: «Con un rostro hermoso puedes seducir a muchos hombres. Con una cara linda y un cuerpo enérgico puedes hacerlos babear. Pero los puedes convertir en idiotas con un rostro precioso, un cuerpo vigoroso, y una cuenta bancaria que te dé suficientes intereses para pagar el combustible de tu avión».
Hasta aquí mamá había tenido razón, aunque pasó por alto un elemento: Una mente poderosa era un afrodisíaco más eficaz que todos los demás juntos.
Halló a Billy en la sala de espaldas a ella, mirando un estante lleno de libros empastados en cuero. Los dedos recorrían lentamente los lomos, como si el hombre esperara leerlos como le había leído la mente a ella. A la familia de Janae siempre le habían fascinado los libros, y parecía que a Billy también.
– ¿Hambriento?
Él se volvió, sorprendido.
Ella se dirigió hacia una otomana de cuero y depositó allí la bandeja.
– Espero que le guste la mantequilla de maní y la mermelada con caviar. Un sabor que descubrí el verano pasado en Polonia.
Billy se quedó mirándola con sus ojos verdes. Él ya había estado en esta clase de situaciones. Por algunos segundos Janae sintió como si ella fuera la inferior aquí, y que él había venido a seducirla para conseguir el acceso al premio que buscara.
¿Estaba de veras leyéndole la mente? Eso parecía absurdo. Ella no sentía nada que sugiriera que la mente de él indagara en la suya, despegando capas de sus pensamientos, sus más profundos secretos.
– No, aún no -comentó Billy-. Dejaré esos para más tarde.
– ¿De qué está usted hablando?
__De sus secretos.
Así que era verdad.
– Por supuesto que lo es.
Janae se volvió hacia la otomana y levantó uno de los vasos. ¿Y puede usted ahora? No hubo respuesta.
No, no cuando tengo los ojos desviados o cubiertos. Qué emocionante.
Ella lo escudriñó con una larga mirada y lentamente se llevó el vaso a los labios, permitiéndole que él se arrastrara cuanto quisiera en el interior de su mente.
– ¿Y qué ve ahora, eh? -indagó sorbiendo del líquido helado y sintiendo cómo se le deslizaba por la garganta-. ¿Algo agradable?
– Veo maldad -contestó él.
– ¿Ah, sí? -exclamó ella conteniendo una punzada de sobresalto-. ¿Es bueno o malo eso?
– Depende.
– ¿De quién, de usted o de mí?
– De nosotros -respondió él-. Depende de nosotros.
Ella supo entonces que le gustaba este pelirrojo llamado Billy. Le gustaba muchísimo.
– Siéntese conmigo, Billy. Coma conmigo. Dígame por qué ha entrado a mi mundo.
***
HABLARON DURANTE una hora, y con cada minuto trascurrido aumentaba la expectativa de Janae por el siguiente. Desde el momento en que Billy se le había introducido en la mente y había descubierto esta supuesta maldad en ella, supo que no podía esconderse de él.
Más descaradamente, no quería esconderse de él.
Hablaron de gran cantidad de temas, tomándose tiempo cada uno para desenredar poco a poco la vida del otro. Él había pasado la niñez en Colorado, aunque no descubrió muchos detalles, antes de convertirse en abogado defensor en Atlantic City. Luego fue a Washington con una ex novia llamada Darcy Lange.
Darcy Lange, ¿eh? ¿Habla en serio? ¿La conoce?
– Estuvo en todos los noticieros hace unos años -contestó Janae, llevando las piernas hacia atrás sobre una silla estilo Queen Anne; luego agarró una cucharadita de caviar y se la llevó a la boca-. Sorprendente criatura.
– Sí. No se puede negar eso. Éramos… usted tiene que comprender lo de Darcy y yo. Ambos empezamos jóvenes, en las… las… ¿sabe?, las bibliotecas debajo del monasterio.
– ¿Monasterio? ¿La conoció en un monasterio?
– Por así decirlo -dijo él, como si estuviera ocultando algo-. Éramos muchachos, y nos separamos hasta que salió todo este asunto de la Acción de Tolerancia, cuando emergieron estos dones nuestros. Tuvimos algo, pero ahora es distinto. Nuestros intereses tienen… no están exactamente alineados.
– Mire, mi apreciadito pelirrojo, si espera que yo le abra la mente, espero que deje de ocultar la suya.
– No estoy haciendo eso.
– Está mintiendo con cada palabra -objetó ella levantándose y alejándose de las sillas-. Tal vez esto no sea una idea tan buena. Sinceramente, tengo suficiente tela que cortar. Lo que menos necesito es que un baboso juegue conmigo.
– No, no es así.
– Como sea. ¿Ha terminado? Enviaré una criada a recoger la bandeja.
– ¿Qué? -exclamó él poniéndose de pie, se le derramaron en el regazo algunas migas de la servilleta-. No, eso no es lo que…
– ¿Por qué, Sr. Rediger, debería prestarle la más mínima atención?
Ella sabía por qué, pero debían encontrar una forma de nivelar el campo de juego.
– Vale la pena, confíe en mí.
– No estoy de humor para confiar en un hombre que puede mirar dentro de mis ojos y ver cosas que yo ni siquiera logro ver por mí misma. Usted tiene que hacerlo mejor.
– ¿Cómo?
– Para empezar, confiéselo todo. Dígame cómo llegó a leer la mente de las personas.
– Lo haré.
– Hábleme acerca de la sangre de Thomas -pidió ella caminando hacia él. Aun mientras las palabras le salían de la boca, Janae podía saborear sus ansias por cualquier cosa que Billy pudiera ofrecerle. No comprendía en sí las ansias.
Desde niña siempre le había fascinado la sangre, fuera en una película o de un corte en el laboratorio, frascos de sangre usados para interminables pruebas.
– ¿Sabe usted lo de la sangre? -preguntó, poniéndose rígido.
– La mencionó en la oficina de mi madre, ¿recuerda?
– Así que eso es todo lo que sabe -opinó él escudriñándole los ojos.
Él había esperado más, ya le había examinado la mente sin encontrar nada. Pero ella no había acabado.
– He tenido algunos secretos que ni siquiera usted puede extraer, al menos no sin habilidades mucho más seductoras que leer una mente. Hábleme de esta sangre.
Billy se sentó lentamente. Cruzó una pierna sobre la otra. Janae se paró delante de él, con los brazos cruzados, desafiante.
– ¿Ha oído hablar de los libros de historias? -inquirió él, luego se contestó después de mirarla a los ojos-. No, no ha oído. Se trata de un conjunto de obras que registraron la verdad de todos los acontecimientos, exactamente como sucedieron. Historia pura. Los libros de la vida, se les podría llamar. Pero no son obras comunes y corrientes. Cualquier cosa que se escriba en los libros en blanco de historias, sucederá de veras. Podrían doblegar voluntades humanas, pero no obligarlas. Por otra parte, se pueden manipular a voluntad objetos inanimados. En uno de esos libros usted podría escribir: «Esta sala es roja», y el salón enrojecería inmediatamente.
– Ahora usted está…
– Burlándose de mí -concluyó por ella-. Pero es cierto. ¿Cómo si no cree que le puedo leer la mente?
¿Qué estaba él diciendo? Una cosa era leer mentes, pero otra era volver roja una sala con unas cuantas palabras escritas en un libro.
– Otra cosa, sí, pero es verdad. Siéntese -ordenó, luego cambió de tono-. Por favor, solo siéntese y permítame explicárselo.
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