Regresó a la cama y pensó un rato.
—Oh, por cierto, Pauline… comprueba por favor los registros de Sax, y dame una lista de todas las expediciones de prospección del año pasado.
Siguiendo el ciego viaje a Hellas, se encontró con Nadia, que supervisaba la construcción de un nuevo tipo de cúpula sobre el Cráter Rabe. Era la más grande fabricada hasta entonces, y contaba con la ventaja del espesamiento de la atmósfera y del aligeramiento de los materiales de construcción; en esa situación era posible equilibrar la presión con la gravedad, lo que hacía de la cúpula presurizada algo en efecto ingrávido. La estructura se iba a construir con vigas reforzadas de areogel, la última novedad de los alquimistas; el areogel era tan ligero y fuerte que Nadia se embelesaba describiendo sus posibilidades. Decía que las cúpulas mismas de los cráteres eran algo del pasado; sería igual de fácil levantar columnas de arcogel alrededor de la circunferencia de una ciudad, olvidarnos de los habitats de roca y poner a toda la población dentro de lo que en efecto sería una tienda grande y transparente.
Se lo contó a John mientras recorrían el interior de Rabe, que ahora no era más que una gran obra. Todo el borde del cráter iba a ser agujereado como un panal para introducir cuartos con claraboyas, y el espacio interior abovedado contendría una granja que alimentaría a 30.000 colonos. Excavadoras robot del tamaño de edificios vibraban al salir de la oscuridad polvorienta, invisibles incluso a cincuenta metros. Esos monstruos trabajaban de manera autónoma o por teleoperación, y probablemente los teleoperadores no veían mucho alrededor, de modo que el tránsito de peatones no era por completo seguro. John siguió con nerviosismo a Nadia en el paseo, y recordó lo inquietos que se habían mostrado los mineros en Punto Bradbury… ¡y allí podían ver lo que sucedía! Tuvo que reírse ante la inconsciencia de Nadia. Cuando el suelo temblaba, simplemente se detenían y miraban alrededor, listos para apartarse de un salto de los vehículos amenazadores del tamaño de edificios. Fue toda una visita. Nadia despotricó contra el viento, que inutilizaba mucha maquinaria. La gran tormenta ya duraba cuatro meses, la más larga en años… y no parecía que fuera a remitir. Las temperaturas habían descendido, la gente se alimentaba de comida enlatada y deshidratada y de alguna esporádica verdura cultivada con luz artificial. Y el polvo estaba en todas las cosas. Incluso mientras hablaban John podía sentir la boca pastosa y los ojos resecos. Los dolores de cabeza se habían vuelto muy comunes, al igual que las gargantas irritadas, la bronquitis, el asma y las afecciones de los pulmones en general. Y a esto se sumaban frecuentes casos de congelación. Y también las computadoras se estaban volviendo poco seguras, había muchos casos de averías de hardware, neurosis o retrasos en las IA. Estar en pleno día en Rabe era como vivir en el interior de un ladrillo, comentó Nadia, y las puestas de sol parecían hogueras en minas de carbón. Lo detestaba.
John cambió de tema.
—¿Qué piensas de ese ascensor espacial?
—Es grande.
—Hablo del efecto, Nadia. Del efecto.
—¿Quién sabe? Nunca se sabe con una cosa así, ¿no?
—Se convertirá en un cuello de botella estratégico, como ese del que hablaba Phyllis cuando discutíamos quién construiría la estación de Fobos. Habrá conseguido crear su propio cuello de botella. Eso significa mucho poder.
—Es lo mismo que dice Arkadi, pero no entiendo por qué no podemos verlo como una fuente de recursos común, como un accidente geográfico natural.
—Eres una optimista.
—Es lo mismo que dice Arkadi. —John se encogió de hombros.— Sólo intento ser razonable.
—Yo también.
—Lo sé. A veces creo que somos los únicos.
—¿Y Arkadi? Ella se rió.
—¡Una auténtica pareja!
—Sí, sí. Como tú y Maya.
—Touché.
Nadia sonrió fugazmente.
—Intento que Arkadi reflexione. Es lo único que puedo hacer. Dentro de un mes nos reuniremos en Acheron para recibir el tratamiento. Maya dice que es bueno hacerlo juntos.
—Lo recomiendo —corroboró John con una sonrisa.
—¿Y el tratamiento?
—Es mejor que la alternativa, ¿no?
Ella rió entre dientes. Entonces el suelo retumbó debajo de ellos; se pusieron rígidos y volvieron rápidamente la cabeza de un lado a otro en busca de sombras en la oscuridad. A la derecha apareció una mole negra como una colina en movimiento. Corrieron hacia un lado, tropezando y saltando por encima de los cantos rodados y los escombros, y John se preguntó si se trataría de otro ataque, mientras Nadia soltaba órdenes por la frecuencia común y maldecía a los teleoperadores por no haberlos seguido en el infrarrojo.
—¡Vigilad las pantallas, perezosos bastardos!
El suelo dejó de retumbar. El leviatán negro ya no se movía. Se acercaron con cautela. Se trataba de un volquete de gigantescas proporciones, que maniobraba sobre bandas de rodamiento. Era de fabricación propia, construido en Marte por Utopia Planitia Machines: un robot concebido por robots y grande como un edificio de oficinas.
John se quedó mirándolo, sintiendo el sudor que le bajaba por la frente.
—El planeta está lleno de estos monstruos —le dijo a Nadia, asombrado—. Cortan, arañan, excavan, rellenan, construyen. Muy pronto algunos de ellos se unirán a uno de esos asteroides de dos kilómetros y construirán una central de energía con el mismo asteroide como combustible. Esto los impulsará a una órbita marciana, momento en que otras máquinas bajarán a la superficie y comenzarán a transformar la roca en un cable de unos treinta y siete mil kilómetros de largo. ¡El tamaño, Nadia! ¡El tamaño!
—Sí, de acuerdo, es grande.
—Es inimaginable, en serio. Algo que está por completo más allá de las facultades humanas tal como nos enseñaron a entenderlas. La teleoperación a gran escala. Una especie de waldo espiritual. ¡Todo lo que puede imaginarse puede hacerse! —Caminaron despacio alrededor del objeto negro y enorme que tenían delante: no era más que una especie de volquete, nada comparado con lo que sería el ascensor espacial; y no obstante, incluso este camión, pensó, era algo asombroso.— El músculo y el cerebro se han extendido a través de una armadura de robótica tan grande y poderosa que es difícil conceptualizarla. Tal vez imposible. Probablemente esto es parte de tu talento, y también del de Sax… ejercitar los músculos que nadie imagina aún que tenemos. Quiero decir, agujeros perforados a través de la litosfera, el terminador iluminado con luz solar reflejada en espejos, todas estas ciudades que cubren mesas y están empotradas en las paredes de los riscos… y ahora un cable extendido más allá de Deimos y Fobos, ¡tan largo que está en órbita y toca tierra al mismo tiempo! ¡Es imposible imaginarlo!
—No es imposible —apuntó Nadia.
—No. Y ahora, por supuesto, nos tropezamos en cualquier parte con la prueba de nuestro poder, ¡casi nos aplasta mientras estaba trabajando! Y ver es creer. No se necesita imaginación para ver el tipo de poder que tenemos. Quizá ésa es la razón por la que las cosas se están volviendo tan extrañas últimamente, todo el mundo hablando de títulos de propiedad y de soberanía, peleándose y arrogándose concesiones. La gente riñe como aquellos antiguos dioses en el Olimpo, porque en la actualidad somos tan poderosos como ellos.
—O más —dijo Nadia.
Continuó el viaje hasta los Montes Hellespontus, la cordillera curva que rodeaba la Cuenca Hellas. Una noche, mientras él dormía, el rover se salió del camino de radiofaros de respuesta. Se despertó, y cuando se abrieron algunos claros en el polvo, vio que se hallaba en un valle estrecho, entre pequeños acantilados atravesados por estrías de barrancas. Parecía probable que si seguía por el fondo del valle cruzaría de nuevo el camino, de modo que fue campo a través. Luego unas depresiones transversales poco profundas, como canales vacíos, interrumpieron el suelo del valle, y Pauline se vio obligada a parar constantemente para girar y probar otro ramal en el algoritmo de localización de ruta. Las quebradas asomaban una tras otra en la oscuridad. Cuando John se impacientó y probó a llevar él mismo los controles, la situación empeoró. En el país de los ciegos, el piloto automático es rey.
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