Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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John hizo el largo viaje en un estado hipnótico, a medida que los cráteres asomaban borrosamente entre nubes polvorientas. Una noche se detuvo en un asentamiento chino donde apenas sabían una palabra de inglés; la gente vivía en casetas como las del parque de remolques; él y los colonos tuvieron que recurrir a un programa de traducción de la y pasaron buena parte de la velada riendo. Dos días después llegó a un paso alto y paró por un día en una enorme instalación japonesa de extracción de aire. Allí todo el mundo hablaba un excelente inglés, pero se sentían frustrados: la tormenta había parado los extractores. Sonriendo pero afligidos, los técnicos lo escoltaron a través de unos enmarañados sistemas de filtración que ayudarían a que las bombas continuaran funcionando… y todo para nada.

Viajó hacia el este y tres días después se encontró con un caravasar sufí en la cima de una mesa circular de paredes escarpadas. Esa mesa en particular había sido una vez el suelo de un volcán, pero había quedado tan endurecida por el metamorfismo de contacto que en los eones siguientes resistió la erosión que había barrido la blanda tierra circundante; y ahora se erguía por encima de la planicie como un pedestal grueso y redondo, con flancos agrietados de un kilómetro de altura. John subió por una rampa zigzagueante hasta el caravasar de la cima.

Allí arriba descubrió que la mesa asomaba en medio de una ola vertical permanente de la tormenta de polvo, de modo que la luz solar se filtraba a través de las oscuras nubes más que en ningún otro lugar que hubiera visto, incluso más que en el borde de Pavonis. La visibilidad era escasa, como en los demás sitios, pero todo estaba más brillantemente coloreado, los amaneceres eran purpúreos y violáceos, los días un torrente nebuloso de amarillos y ocres, naranjas y rojizos, atravesados por esporádicos y broncíneos rayos de sol.

Era un paraje extraordinario y los sufíes resultaron ser más hospitalarios que cualquiera de los grupos árabes que había conocido hasta entonces. Le contaron que habían venido con uno de los últimos grupos árabes, como concesión a las facciones religiosas del mundo árabe allá en la Tierra; y como los sufíes eran numerosos entre los científicos islámicos, hubo pocas objeciones a que los enviaran como un grupo independiente. Uno de ellos, un hombre pequeño y negro llamado Dhu el-Nun, le dijo:

—Es maravilloso en esta época de los setenta mil velos que tú, el gran talib, hayas seguido tu tariqat hasta aquí para visitarnos.

—¿Talib? — preguntó John—. ¿Tariqat?

—Un talib es un buscador. Y el tariqat del buscador es un sendero, su propio sendero, ¿sabes?, en el camino a la realidad.

—¡Comprendo! —exclamó John, todavía sorprendido por la cordialidad del recibimiento.

Dhu lo condujo desde el garaje hasta un edificio bajo y negro, de aspecto compacto por la energía concentrada, que se levantaba en el centro de un círculo de rovers; era una cosa redonda y achaparrada, como un modelo de la misma mesa, con ventanas de toscos cristales transparentes. Dhu identificó la roca negra del edificio como estisovita, un silicato de alta densidad creado por el impacto del meteorito, cuando por un momento las presiones fueron de más de un millón de kilogramos por centímetro cuadrado. Las ventanas eran de lechatelierita, una especie de cristal comprimido creado también por el impacto.

Dentro de la construcción un grupo de unos veinte, compuesto de hombres y mujeres por igual, le dio la bienvenida. Las mujeres iban con la cabeza descubierta y se comportaban de la misma manera que los hombres, algo que de nuevo sorprendió a John: parecía que entre los sufíes las cosas no eran como entre los árabes en general. Se sentó y bebió café con ellos, y una vez más empezó a hacer preguntas. Le contaron que eran sufíes cadaritas, panteístas influidos por la antigua filosofía griega y el existencialismo moderno, y por medio de la ciencia y la ru’yat al-qalb, la visión del corazón, trataban de hacerse uno con esa realidad última que era Dios.

—Hay cuatro viajes místicos —le dijo Dhu—. El primero comienza con la gnosis y termina con el fana, que es dejar atrás todas las cosas fenoménicas. El segundo empieza cuando alfana sucede el baqa, lo duradero. En este punto tu viaje en lo real, por lo real, hacia lo real, y tú mismo son todos una misma realidad, un haqq. Y después pasas al centro del universo del espíritu y te conviertes en uno con todos los demás que han hecho algo parecido.

—Creo que todavía no he emprendido mi primer viaje —dijo John—. No sé nada.

Se dio cuenta de que esa respuesta los complacía. Puedes empezar, le dijeron, y le sirvieron más café. Siempre puedes empezar. Eran tan estimulantes y amistosos comparados con cualquiera de los otros árabes, que se confió a ellos y les habló del viaje a Pavonis y de los planes para el gran cable del ascensor.

—Ninguna quimera del mundo es totalmente errónea —indicó Dhu. Y cuando John mencionó su último encuentro con árabes, en Vastitas Borealis, y que Frank viajaba con ellos, Dhu dijo crípticamente—: Es el mismo amor al bien lo que induce a los hombres al mal.

Una de las mujeres rió y dijo:

—Chalmer es tu nafs.

—¿Qué es eso? —preguntó John.

Todos rieron. Dhu, sacudiendo la cabeza, dijo:

—No es tu nafs. El nafs es el yo maligno, que según dicen algunos habita en el pecho.

—¿Como un órgano o algo parecido?

—Como una criatura real. Mohammed ibn ’Ulyan, por ejemplo, dijo que algo como un cachorro de zorro le saltó de la garganta, y cuando le dio una patada, se hizo más grande. Ése era su nafs.

—Es otro nombre para la Sombra —explicó la mujer.

—Bueno —dijo John—. Quizá entonces él lo sea. O tal vez lo que sucede es que el nafs de Frank recibe muchas patadas. Se rieron con él de la ocurrencia.

Avanzada la tarde, la luz del sol atravesó el polvo e iluminó las nubes ondeantes; pareció que el caravasar descansaba en el ventrículo de un corazón enorme, con las ráfagas de viento que decían palpita, palpita, palpita. Los sufíes se llamaron unos a otros cuando miraron por las ventanas de lechateherita, y rápidamente se metieron en los trajes para salir a ese mundo carmesí, al viento, y le pidieron a Boone que los acompañara. Sonrió y se enfundó un traje, y mientras lo hacía se tragó a escondidas una pastilla de omeg.

Una vez fuera, recorrieron el mellado borde de la mesa, mirando las nubes y la planicie en sombras de abajo, y señalándole a John los accidentes geográficos que en ese momento eran visibles. Después se agruparon cerca del caravasar y John los escuchó mientras cantaban, con varias voces que traducían al inglés del árabe y el parsí. «Nada poseas y que nada te posea. Aparta lo que tienes en la mente, ofrece lo que tienes en el corazón. Aquí un mundo y allá un mundo, y nosotros sentados en el umbral.»

Otra voz: «El amor estremeció la cuerda del laúd de mi alma, y me cambió al amor de la cabeza a los pies».

Y comenzaron a bailar. Al observarlos, John de repente comprendió que eran derviches giróvagos: saltaban en el aire al ritmo retumbante de los tambores, transmitidos en la frecuencia común; saltaban y remolineaban en lentos y sobrenaturales giros, extendiendo los brazos, y cuando se posaban en el suelo saltaban y volvían a saltar, vuelta tras vuelta tras vuelta. Derviches giróvagos en la gran tormenta de polvo, sobre una alta mesa circular que en tiempos muy antiguos había sido el suelo de un volcán. Era un espectáculo tan maravilloso a la brillante y palpitante luz de color sangre, que John se levantó y empezó a girar con ellos. Destrozó sus simetrías, en ocasiones llegó a chocar con otros bailarines; pero a nadie pareció importarle. Descubrió que saltar levemente en el viento ayudaba a conservar el equilibrio.

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