Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Al final de la entrevista, uno de ellos, llamado Chang, le preguntó sí había algo más que quisiera decir. John, que entre otras muchas cosas había omitido la narración de la visita nocturna del Coyote, repuso:

—¡No se me ocurre nada!

Chang asintió, y entonces Sam Houston dijo:

—Apreciaríamos mucho que nos diera acceso a su la sobre estas cuestiones.

—Lo siento —dijo John como disculpándose—. No doy acceso a mi IA.

—¿Es que tiene una clave de destrucción? —preguntó Houston, sorprendido.

—No. Lo que pasa es que no la doy. Ésos son mis registros privados.

—John clavó la vista en los ojos del hombre: parecía embarazado y los otros lo miraban.

—Si lo prefiere, podemos, hum, obtener un mandato de la UNOMA.

—En realidad, dudo que pueda. Y aunque lo consiguiera, yo no le daría acceso. —John le sonrió, casi se rió. Otra ocasión en que ser el Primer Hombre en Marte le resultaba útil. No había nada que le pudieran hacer sin provocar demasiados problemas. Se puso de pie y examinó al pequeño grupo con toda la sosegada arrogancia que pudo mostrar, que fue mucha.— Háganme saber si hay algo más en que pueda ayudarlos.

Abandonó el cuarto. «Pauline, entra en el centro de comunicaciones y copia todo lo que puedas.» Llamó a Helmut y recordó que también sus propias llamadas estarían intervenidas. Hizo preguntas breves, como si sólo estuviera comprobando credenciales Sí, la UNOMA había enviado a un equipo. Era parte de una fuerza especial creada en los últimos seis meses para solucionar los problemas de Marte.

Así que ahora había policía en Marte, además de un detective. Bueno, no podía esperarse otra cosa. Sin embargo, era irritante. No podría ir de un lado a otro libremente mientras ellos rondaban por ahí vigilándolo, suspicaces, porque no les había dado acceso a Pauline. En cualquier caso, no había gran cosa que hacer en Hellas. No había habido allí ningún sabotaje, y parecía improbable que fuera a cometerse ahora. Maya no se mostró muy comprensiva, no quería que la molestara con sus problemas, ella ya tenía suficiente con los suyos, los aspectos técnicos del proyecto del acuífero.

—Lo más probable es que tú seas el principal sospechoso —le dijo irritada—. Estas cosas siempre te ocurren a ti: un camión en Thaumasia, un pozo en Bakhuisen, y ahora no los dejas entrar en tus archivos. ¿Por qué no?

—Porque no me gustan —repuso John, mirándola con ojos coléricos. La relación con Maya había vuelto a la normalidad. Bueno, en realidad no; seguían con sus hábitos manteniendo un cierto buen humor, como si interpretaran un papel en una obra de teatro, sabiendo que disponían de tiempo para todo, sabiendo ahora qué cosas eran reales, qué había en el fondo de esa relación. De modo que en ese sentido habían mejorado. Sin embargo, en la superficie era el mismo y viejo melodrama. Maya se negaba a entender, y al final John se rindió. Después de la llamada estuvo pensándolo durante un par de días. Bajó a los laboratorios de la estación e hizo que la muestra de piel que se había sacado de debajo de las uñas fuera puesta en cultivo, y luego clonada y analizada. No había nadie con ese genoma en los registros planetarios, así que envió la información a Acheron y solicitó un análisis y cualquier otra información posible. Úrsula le devolvió los resultados en clave y añadió al final una sola palabra: Felicitaciones.

Volvió a leerlo y soltó un juramento en voz alta. Salió a dar un paseo, alternando las carcajadas con las maldiciones.

—¡Maldita seas, Hiroko! ¡Maldita seas en el infierno! ¡Sal de tu agujero y ayúdanos! ¡Ja, ja, ja! ¡Zorra! ¡Estoy harto de toda esa mierda de Perséfone!

Hasta los túneles peatonales le parecían opresivos en ese momento. Fue hasta el garaje, se vistió y salió por la antecámara a dar un paseo, el primero en muchos días. Se encontraba en el brazo septentrional de la ciudad, sobre un liso suelo desértico. Dio vueltas, siempre dentro de la fluctuante columna de aire limpio que generaba la ciudad, observando y pensando. Hellas iba a ser mucho menos impresionante que Burroughs, Acheron o Echus, incluso menos que Senzeni Na. Situada en el punto bajo de la cuenca, no había allí cumbres sobre las que construir y ningún panorama interesante. Aunque continuaba el azote de los remolinos de polvo, y éste no era el momento más idóneo para opinar. La ciudad había sido levantada en un semicírculo, y con el tiempo sería la línea costera del nuevo lago. Quizá tuviera un hermoso aspecto cuando eso sucediera —una zona de puertos—, pero mientras tanto era tan monótono como la Colina Subterránea, con los últimos avances en plantas de energía y mecanismos de servicio, respiraderos, cables, túneles como gigantescas mudas de serpiente… el viejo aspecto de una estación científica, sin consideraciones estéticas. Bueno, no tenía mucha importancia. No podían poner todas las ciudades en una cima montañosa.

Dos personas pasaron junto a él, con los visores de los cascos polarizados. Qué raro, pensó, si ya tenían la oscuridad de la tormenta. De pronto las figuras se abalanzaron sobre él y lo tiraron al suelo. Se levantó de la arena con un salto salvaje al estilo John Cárter, adelantando los puños, pero vio con sorpresa que ellos ya corrían hacia las nubes de polvo batidas por el viento. Se tambaleó y los miró con atención. Desaparecieron detrás de los velos de polvo. La sangre le bullía, y sintió un fuego en los hombros. Alzó la mano y se los tocó; le habían rasgado el traje. Apretó la mano sobre la rotura y echó a correr a toda velocidad. Ya no sentía los hombros. Era incómodo correr con el brazo levantado y la mano detrás del cuello. El suministro de aire parecía estar intacto —no—, tenía un corte en el tubo, a la altura del cuello. Separó la mano del hombro el tiempo suficiente para teclear circulación máxima en el ordenador de muñeca. El frío le bajaba por la espalda como un fantasma de agua helada. Cien grados centígrados bajo cero. Contuvo el aliento y pudo sentir el polvo en los labios, resecándole la boca. Era imposible calcular cuánto CO 2entraba en el suministro de oxígeno, pero no hacía falta mucho para matarlo.

El garaje apareció entre la oscuridad; había corrido directamente hacía él, y se sintió muy satisfecho consigo mismo hasta que llegó a la puerta de la antecámara y apretó el botón de apertura y nada ocurrió. Era fácil bloquear una antecámara, bastaba con dejar abierta la puerta de dentro. Los pulmones le ardían, necesitaba respirar. Rodeó a la carrera el garaje hacia el tubo de peatones que conectaba con el habitat propiamente dicho; lo alcanzó y miró a través de las capas de plástico. Nadie a la vista. Quitó la mano de la rotura en el hombro, y abrió rápidamente la caja que tenía en el antebrazo izquierdo; sacó el pequeño taladro, lo encendió y lo empotró en el plástico, que cedió sin romperse y se arrolló en torno a la broca giratoria, hasta que el taladro casi le rompió el codo. Hurgó frenéticamente con la herramienta y al fin consiguió que el plástico se desgarrara; entonces tiró hacia abajo, ensanchó el agujero y al fin pudo entrar con la cabeza por delante. Cuando estuvo dentro hasta la cintura se quedó quieto, utilizando el cuerpo como un tosco tapón. Se desabrochó el casco y se lo arrancó de la cabeza y jadeó en busca de aire como si emergiera de una inmersión prolongada, fuera dentro fuera dentro fuera dentro. Elimina ese CO 2, de la sangre. Tenía entumecidos los hombros y el cuello. Allá en el garaje sonaba una alarma.

Después de veintidós segundos de pensamientos atropellados, pasó de un tirón las piernas por el agujero y corrió por el tubo en creciente despresurización hacia el habitat, alejándose del garaje. Por fortuna la puerta se abrió respondiendo a la orden. Una vez dentro, saltó al interior de un ascensor y bajó hasta la tercera planta subterránea, donde se alojaba en una de las suites de invitados. Dejó la puerta del ascensor abierta y se asomó. Nadie a la vista. Corrió a su habitación. Una vez dentro, se arrancó el traje y lo escondió junto con el casco en el armario. Hizo una mueca cuando se vio en el espejo, los hombros y omóplatos blanquecinos, un terrible caso de congelación. Tomó un analgésico oral y una dosis triple de omegendorfo, se puso una camisa con cuello, y pantalones y zapatos. Se peinó y se arregló. La cara en el espejo mostraba unos ojos vidriosos y distraídos, casi atontados. Contorsionó con violencia la cara, la abofeteó, la volvió a la expresión normal, y empezó a respirar profundamente. Las drogas estaban haciendo efecto y la imagen en el espejo pareció un poco mejor.

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