Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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—Todavía faltan años para la renovación —dijo John. Un millón de Arkadis pusieron los ojos en blanco.

—Está ocurriendo ahora mismo. No sólo de palabra, sino aquí abajo día a día. Cuando llegamos por primera vez, y durante los siguientes veinte años, Marte era como la Antártida, pero más puro. Estábamos fuera del mundo, ni siquiera teníamos bienes… algo de ropa, un ordenador, ¡y eso era todo! Tú sabes cómo pienso, John. Este orden se asemeja al modo de vida prehistórico, y por tanto a nosotros nos parece correcto, nuestros cerebros lo reconocen después de tres millones de años de práctica. En resumen, nuestros cerebros se desarrollaron en respuesta a las realidades de aquella vida. Y como resultado, la gente crece fuertemente ligada a ese tipo de vida. Eso permite que te concentres en el verdadero trabajo, que es todo lo que necesitas para seguir con vida, o hacer cosas, o satisfacer tu propia curiosidad, o jugar. Eso es la utopía, John, en especial para los primitivos y los científicos, lo que es decir todo el mundo. De modo que una estación científica de investigación en realidad es un modelo de utopía prehistórica, arrancada de la economía monetaria de las transnacionales por primates inteligentes que desean vivir bien.

—Uno pensaría que todo el mundo querría subir a bordo —dijo John.

—Sí, y quizá lo hagan, pero nadie los invita. Y eso quiere decir que no es una utopía auténtica. Nosotros, inteligentes primates científicos, deseábamos tener islas para nosotros solos, en vez de trabajar en beneficio de todo el mundo. Y por eso en realidad las islas son parte del orden transnacional. Las pagan, nunca son realmente gratis, jamás se da el caso de una investigación verdaderamente pura. Porque la gente que paga por las islas de los científicos, con el tiempo querrá rentabilizar la inversión. Y ahora estamos llegando a ese punto. Se nos exige que nuestra isla sea rentable. No llevamos a cabo investigación pura, sino investigación aplicada. Y con el descubrimiento de metales estratégicos, la aplicación se ha hecho evidente. Y así resurge todo lo de antes y volvemos a la propiedad, los precios y los salarios. El sistema de beneficios. La pequeña estación científica se convierte en una mina, con la habitual actitud minera ante la tierra que guarda tesoros. Y a los científicos se les pregunta: ¿Cuánto valor tiene lo que hacen? Se les pide que trabajen a cambio de una paga, y el beneficio del trabajo hay que entregárselo a los propietarios de los negocios para los que de pronto resulta que trabajan.

—Yo no trabajo para nadie —afirmó John.

—Bien, pero trabajas en el proyecto de terraformación, ¿y quién lo paga?

John probó con la respuesta de Sax:

—El sol.

Arkadi volvió a silbar entre dientes.

—¡Te equivocas! No se trata sólo del sol y de unos pocos robots, es tiempo humano, y mucho. Y esos humanos tienen que comer y vivir. Y por tanto, alguien les proporciona lo que necesitan, y también a nosotros; no nos hemos molestado en organizar una vida en la que podamos mantenernos a nosotros mismos.

John frunció el ceño.

—Bueno, al principio necesitábamos ayuda. Enviaron aquí millones de dólares en equipo. Un montón de tiempo útil, como dices tú.

—Sí, es verdad. Pero una vez aquí podríamos habernos esforzado en hacernos autónomos e independientes, para devolverles toda esa inversión y librarnos de ellos. Pero no lo hicimos, y ahora los tiburones prestamistas están aquí. Mira, allá en el principio, si alguien nos hubiera preguntado quién ganaba más dinero, tú o yo, habría sido imposible responder, ¿verdad?

—Correcto.

—Era una pregunta sin ningún sentido. Pero hazla ahora y tendríamos que discutirlo un rato largo. ¿Trabajas de consejero para alguien?

—Para nadie.

—Yo tampoco. Pero Phyllis es consejera de Amex, y de Subarashii y de Armscor. Y Frank es consejero de Honeywell-Messerschmidt, y de la GE y de Boeing y Subarashii. Y la lista continúa. Son más ricos que nosotros. Y en este sistema, más rico significa más poderoso.

Ya nos ocuparemos de eso, pensó John. Pero no lo dijo; no quería que Arkadi volviera a reírse.

—Y sucede en todo Marte — continuó Arkadi. Nubes de Arkadis agitaron los brazos alrededor, como un mándala tibetano de demonios pelirrojos—. Y, por supuesto, hay gente que se da cuenta. O yo se lo explico. Y esto es lo que debes comprender, John… hay gente que luchará para que nada cambie. Hay gente a la que le encantaba la sensación de vivir como un científico primitivo, tanto que se negará a abandonarla sin lucha.

—De ahí los sabotajes…

—¡Sí! Quizá algunos los cometen esas gentes. Yo creo que son un contrasentido, pero ellos no están de acuerdo. La mayoría de los sabotajes pretenden mantener Marte tal como era antes de que llegáramos. Yo no soy de ésos. Pero luchare para que Marte no se convierta en un puerto franco de la minería transnacional. Para que no nos convirtamos en esclavos felices de alguna clase ejecutiva encerrada en grandes mansiones fortificadas. —Miró a John y por el rabillo del ojo John vio alrededor una infinidad de confrontaciones.— ¿Tú no sientes lo mismo?

—En realidad, sí. —Sonrió.— Creo que si discrepamos, es principalmente por una cuestión de métodos.

—¿Tú qué propones?

—Bueno… ante todo que el tratado se renueve tal como está y luego que se cumpla.

—El tratado no se renovará —afirmó Arkadi con tono categórico—. Hará falta algo mucho más radical para detener a esa gente, John. Acciones directas… sí, ¡no seas tan incrédulo! Confiscación de bienes, o del sistema de comunicaciones… la implantación de nuestro propio cuerpo legal, respaldado por todo el mundo aquí, en las calles… ¡sí, John, sí! Se llegará a eso, porque hay armas bajo la mesa. Las manifestaciones y la insurrección son lo único que los derrotará, como lo demuestra la historia.

Un millón de Arkadis se arracimaron en torno a John, con una expresión mucho más seria que la de cualquier Arkadi que pudiera recordar… tan seria que las florecientes hileras de la propia cara de John exhibieron una expresión regresiva de preocupación boquiabierta. Cerró la boca.

—Primero me gustaría probarlo a mi manera —dijo.

Lo que hizo que todos los Arkadis se riesen. John le dio un empujón amistoso en el brazo y Arkadi cayó al suelo; en seguida se impulsó hacia él y lo agarró. Lucharon mientras pudieron mantener el contacto y luego salieron despedidos en direcciones opuestas; en los espejos, millones de Johns y Arkadis volaron hacia el infinito.

Más tarde regresaron al tren subterráneo y fueron a cenar a Semenov. Mientras comían contemplaron la superficie de Marte, que giraba lentamente como un gigante gaseoso. De pronto a John le pareció una gran célula anaranjada, un embrión o un huevo. Los cromosomas se movían rápidamente bajo el cascarón. Una nueva criatura que aguardaba nacer, genéticamente manufacturada. Todos intentaban unir ciertos genes (los propios) a unos plásmidos, insertarlos en las espirales del ADN de Marte, y obtener así lo que deseaban de esa nueva bestia quimérica. Sí, y a John le gustaba mucho lo que Arkadi quería introducir. Pero también tenía sus propios proyectos. Al final verían quién conseguía más del genoma.

Miró a Arkadi, que también tenía la vista alzada hacia el planeta con la misma expresión seria que había mostrado en la sala de los espejos combinados. John descubrió que era una expresión grabada con precisión y fuerza, aunque ahora parecía múltiple y extraña, como vista a través del ojo de una mosca.

John descendió de vuelta a la oscuridad de la Gran Tormenta y allí abajo, en los sombríos días azotados por las ráfagas de viento y barridos por la arena, vio cosas que no había visto antes. Ésa era la ventaja de hablar con Arkadi. Prestaba atención de un modo nuevo; por ejemplo, viajó al sur desde Burroughs hasta el Agujero de Transición Sabishii («Solitario»), y visitó a los japoneses que vivían allí. Eran residentes antiguos, el equivalente japonés de los primeros cien, que habían llegado a Marte sólo siete años más tarde; y a diferencia de los primeros, se habían convertido en una verdadera unidad, y se habían «vuelto nativos» en gran escala. Sabishii había continuado siendo pequeño, incluso después de que excavaran allí el agujero entre la corteza y el manto. Estaba enclavada en una región de piedras grandes e irregulares, cerca del cráter Jarry-Desloges, y mientras bajaba por la última parte del sendero de radiofaros de respuesta, hacía el asentamiento, tuvo visiones fugaces de piedras talladas en forma de caras o figuras de exagerado tamaño, o cubiertas con elaboradas pictografías, o ahuecadas para albergar pequeños altares sintoístas o zen. Clavaba la vista en las nubes de polvo en pos de esas imágenes, pero siempre desaparecían como alucinaciones, vislumbradas y luego perdidas. Al salir a la tortuosa zona de aire despejado, se dio cuenta de que los sabishiianos habían transportado hasta allí las rocas sacadas del gran pozo, y que las distribuían en montículos curvos: un dibujo… desde el espacio parecería… ¿qué, un dragón? Y entonces llegó al garaje y fue recibido por un grupo de ellos, descalzos y con el pelo largo, vestidos con desgastados monos de color tostado o con el suspensorio de los luchadores de sumo: marchitos y sabios japoneses marcianos, que hablaban sobre los centros de kami de la región, y de cómo su más profundo sentido del on hacía tiempo que había pasado del emperador al planeta. Le mostraron sus laboratorios, donde trabajaban en areobotánica y en materiales textiles a prueba de radiación. También habían llevado a cabo un trabajo exhaustivo sobre emplazamientos de acuíferos y climatología en el cinturón ecuatorial. Al escucharlos, le pareció que tenían que estar en contacto con Hiroko, no tenía sentido que no fuera así. Pero se encogieron de hombros cuando les preguntó por ella. John se puso a trabajar en la atmósfera de confianza que tan a menudo era capaz de generar en los viejos residentes, la sensación de que remontaban el largo camino que habían recorrido juntos, de que volvían a su propia época antediluviana. Un par de días de hacer preguntas, de conocer la ciudad, de mostrar que era «un hombre que conocía el giri », y lentamente empezaron a confiar en él, a contarle de una manera sosegada pero franca que no les gustaba el súbito crecimiento de Burroughs, ni el agujero que tenían al lado, ni el aumento de población en general, ni las nuevas presiones a que eran sometidos por el gobierno japonés para que reconocieran el Gran Acantilado y «encontraran oro».

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