Y así en el oscuro y púrpura amanecer de la Gran Tormenta vagaron por los pasillos que llevaban a la cocina y siguieron hablando, y miraron por las ventanas y bebieron café, y se animaron con la antigua excitación de un auténtico debate. Y cuando por último lo dejaron para dormir poco antes de que se iniciara el día, hasta Marian parecía vacilar, y todos estaban pensativos, medio convencidos de que John tenía razón.
Regresó a su cuarto de invitado sintiéndose cansado pero feliz. A propósito o no, Arkadi lo había convertido en uno de los líderes del movimiento. Quizá algún día llegara a lamentarlo, pero ya no podía volverse atrás. Y tenía la certeza de que así era mejor. Podría ser una especie de puente entre este movimiento subterráneo y el resto de la gente en Marte: operaría en ambos mundos, los reconciliaría, fundiéndolos en una única fuerza que sería así más eficaz. Tal vez en una fuerza con los recursos de la corriente principal y el entusiasmo del movimiento subterráneo. Arkadi consideraba que ésa era una síntesis imposible, pero él no tenía los poderes de John. De modo que él podría, bueno, no usurpar el liderazgo de Arkadi, sino sencillamente cambiarlos a todos.
La puerta de la habitación estaba abierta. Entró corriendo, alarmado, y allí en las dos sillas del cuarto esperaban sentados Sam Houston y Michael Chang.
—Bien —dijo Houston—. ¿Dónde ha estado?
—Oh vamos —dijo John, de pronto furioso—. ¿Es que me he equivocado de puerta? —Se asomó fuera a mirar.— No, no me he equivocado. Éste es mi alojamiento. —Alzó el brazo y activó la grabadora del ordenador de muñeca.— ¿Qué hacen aquí?
—Queremos saber dónde ha estado —repuso Houston, impasible—. Tenemos autoridad para entrar en todas las habitaciones de aquí y obligarlos a que respondan a nuestras preguntas. Así que haría bien en empezar.
—Vamos —se mofó John—. ¿No se cansa nunca de jugar al policía malo? ¿Es que nunca intercambian papeles?
—Sólo queremos respuestas a nuestras preguntas —dijo Chang con amabilidad.
—Oh, por favor, señor policía bueno —dijo John—. Todos queremos respuestas a nuestras preguntas, ¿no es así?
Houston se puso de pie… estaba a punto de perder los estribos. John se acercó y se plantó a diez centímetros del pecho de Houston.
—Lárguense de mi habitación —dijo—. Lárguense ahora o los echaré, y ya discutiremos luego quién tiene derecho a estar aquí.
Houston se limitó a mirarlo fijamente, y sin previo aviso, John le dio un fuerte empujón en el pecho. El hombre chocó contra la silla y cayó sentado; se incorporó de un salto con la intención de echarse sobre John, pero Chang se interpuso entre ellos y dijo: —Aguarda un segundo, Sam. aguarda un segundo—, mientras John gritaba desgañitándose: —¡Lárguense de mi habitación!— una y otra vez, chocando contra la espalda de Chang y mirando con ojos centelleantes por encima del hombro la cara roja de Houston. Al verlo casi estalló en una carcajada, había recuperado su buen humor; fue hacia la puerta y rugió: —¡Largo!
¡Largo! ¡Largo!— para que Houston no viera la sonrisa. Chang tiró de su iracundo colega hasta el pasillo y John fue detrás de ellos. Los tres se quedaron allí plantados, Chang interponiéndose cautelosamente entre su camarada y Boone. Era más grande que cualquiera de los dos; miró a John con una expresión preocupada e irritada.
—Y ahora, ¿qué deseaban? —preguntó John inocentemente.
—Queremos saber dónde ha estado —repitió con obstinación Chang—. Tenemos motivos para sospechar que la llamada investigación de los sabotajes ha sido una tapadera muy conveniente para usted.
—Yo sospecho lo mismo de ustedes —dijo John. Chang no le hizo caso.
—Los incidentes suceden justo después de las visitas de usted, así…
—Suceden justo durante las visitas de ustedes.
—…se volcaron tolvas de polvo en cada agujero que usted visitó durante la Gran Tormenta. Virus informáticos atacaron el software del despacho de Sax Russell en el Mirador de Echus, justo después de que usted se entrevistara con él en 2047. Virus biológicos atacaron a los líquenes resistentes en Acheron justo después de que usted se marchara.
Y así sucesivamente.
John se encogió de hombros.
—¿Y qué? Llevan aquí dos meses, ¿y no se les ocurre nada mejor?
—Si tenemos razón, nos basta. ¿Dónde estuvo anoche?
—Lo siento —repuso John—. No contesto a las preguntas de gente que irrumpe en mi cuarto sin permiso.
—Tiene que hacerlo —afirmó Chang—. Es la ley.
—¿Qué ley? ¿Qué me va a pasar?
Dio media vuelta y fue hacia la puerta de la habitación, y Chang se movió para bloquearle el paso; John se abalanzó entonces contra Chang, que vaciló pero permaneció en el umbral, inamovible. John giró y se alejó, de vuelta al refectorio.
Esa tarde abandonó Senzeni Na en un rover y tomó el camino de radiofaros de respuesta por el flanco oriental de Tharsis. Era un buen camino y tres días más tarde estaba a 1.300 kilómetros al norte, justo al noroeste de Noctis Labyrinthus, y cuando llegó a una gran intersección de radiofaros, con una nueva estación de combustible, dobló a la derecha y tomó el camino al este de la Colina Subterránea. Cada día, mientras el rover marchaba a ciegas a través del polvo, trabajaba con Pauline.
—Pauline, busca por favor todos los registros planetarios que incluyan el robo de equipo dental —era tan lenta como un humano para procesar una petición incongruente, pero al fin los datos aparecieron.
Luego hizo que repasara los registros de los movimientos de todos los sospechosos en que pudo pensar. Cuando supo dónde habían estado todos, llamó a Helmut Bronski para protestar por las acciones de Houston y Chang.
—Dicen que trabajan con tu autorización, Helmut, así que pensé que sabrías lo que están haciendo.
—Hacen lo que pueden —dijo Helmut—. Me gustaría que dejaras de hostigarlos y cooperaras un poco, John. Podría ser de utilidad. Sé que tú no tienes nada que ocultar; entonces, ¿por qué no cooperas?
—Vamos, Helmut, no piden ayuda. Es pura intimidación. Diles que paren.
—Sólo intentan hacer su trabajo —repuso Helmut con suavidad— No he oído de nada que fuera ilegítimo.
John cortó la conexión. Más tarde llamo a Frank, que estaba en Burroughs.
—¿Qué le pasa a Helmut? ¿Por qué le entrega el planeta a esos policías?
—Idiota —dijo Frank. Mientras hablaba tecleaba como un loco ante una pantalla de ordenador y apenas parecía consciente de lo que decía—.
¿Es que no prestas atención a lo que está ocurriendo?
—Creía que sí —repuso John.
—¡Estamos hundidos hasta las rodillas en gasolina! ¡Y estos malditos tratamientos contra la vejez son fuego encendido! Pero, para empezar, nunca comprendiste por qué nos mandaron aquí, ¿y por qué ibas a comprenderlo ahora? —Siguió tecleando, mirando con dureza el monitor. John estudió la pequeña imagen de Frank en su muñeca. Por último preguntó:
—Para empezar, ¿por qué nos mandaron aquí, Frank?
—Porque Rusia y nuestros Estados Unidos de América estaban desesperados, ahí tienes el porqué. Decrépitos y anticuados dinosaurios industriales, eso es lo que éramos, a punto de ser devorados por Japón y Europa y todos los pequeños tigres que proliferaban en Asia. Y teníamos toda esa experiencia espacial desperdiciada, y un par de enormes e innecesarias industrias aeroespaciales, de modo que las combinamos y vinimos aquí con la esperanza de que encontraríamos algo que valiera la pena, ¡y dio frutos! Encontramos oro, por decirlo de alguna manera. Lo que representa más gasolina vertida sobre las cosas, porque las fiebres del oro demuestran quién es poderoso y quién no lo es. Y ahora, aunque conseguimos una cabeza de ventaja, hay allá en casa un montón de tigres mejores que nosotros, y todos quieren una parte del pastel. Hay un montón de países sin espacio y sin recursos, diez mil millones de seres humanos que viven pisoteando su propia mierda.
Читать дальше