Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Pero si lo habían estado siguiendo…

Una vez dentro del vehículo llamó a los satélites. El radar y el infrarrojo no captaban otra cosa que el rover. Hasta los trajes habrían aparecido en el infrarrojo, de manera que quizá tenían un refugio cerca. Era fácil esconderse en aquellas montañas. Recuperó el mapa de Hiroko y trazó un círculo aproximado alrededor del valle, extendiéndolo al norte y al sur. Ya tenía varios círculos en el mapa, pero los equipos de tierra no habían peinado ninguno exhaustivamente, y era probable que nunca lo hicieran, ya que eran casi todos un terreno caótico, tierra devastada del tamaño de Wyoming o Texas.

—Es un mundo grande —musitó.

Vagó por el interior del vehículo, con la vista clavada en el suelo. Entonces recordó lo último de la noche anterior. Se examinó las uñas; sí, ahí tenía pegado un pequeño fragmento de piel. Sacó una bandeja de muestras del pequeño autoclave y con cuidado pasó el material a la bandeja. La identificación del genoma estaba muy por encima de las capacidades del rover; pero cualquier laboratorio grande sería capaz de identificar al joven desconocido, si su genoma estaba registrado. Y si no, también sería una información útil. Quizá Úrsula y Vlad pudieran identificarlo por el parentesco.

Esa tarde volvió a localizar el camino de radiofaros de respuesta y bajó a la Cuenca de Hellas a última hora del día siguiente. Allí encontró a Sax, que asistía a una conferencia sobre el nuevo lago, aunque daba la impresión de que se estaba convirtiendo en una conferencia sobre iluminación artificial en la agricultura. A la mañana siguiente John lo llevó a dar un paseo por los túneles transparentes que unían los edificios; caminaron por una cambiante oscuridad amarilla; el sol era un brillante color azafrán en las nubes del este.

—Creo que he conocido al Coyote —dijo John.

—¿De verdad? ¿Te dijo dónde está Hiroko?

—No.

Sax se encogió de hombros. Parecía concentrado en una conferencia que tenía que dar esa tarde. Así que John decidió esperar y esa noche asistió a la charla con el resto de los colonos de la estación del lago. Sax le aseguró a la multitud que las microbacterias atmosféricas, de la superficie y del permafrost, crecían a un ritmo que era una importante fracción de los limites teóricos —alrededor de un dos por ciento, para ser precisos—, y que en el plazo de unas pocas décadas tendrían que enfrentar el problema de los cultivos en el exterior. Nadie aplaudió. Lo más importante ahora era resolver los espantosos problemas generados por la Gran Tormenta, que según algunos había comenzado como resultado de un error de cálculo de Sax. La insolación en superficie era aún un veinticinco por ciento de la normal, como uno de los asistentes señaló mordazmente, y la tormenta no daba señales de ceder. Las temperaturas habían descendido y los nervios subían. Ninguno de los recién llegados había disfrutado últimamente más que de unos pocos metros de visibilidad, y los problemas psicológicos, desde el aburrimiento a la catatonia, eran pandémicos.

Sax lo descartó todo con un leve encogimiento de hombros.

—Es la última tormenta global —afirmó—. Entrará en la historia como un fenómeno de la edad heroica. Disfrútenla mientras dure.

El comentario fue poco apreciado. Sin embargo, él no pareció darse cuenta.

Unos días después, Ann y Simón llegaron al asentamiento con su hijo Peter, que ya tenía tres años. Hasta donde sabían, había sido el trigésimo tercer niño nacido en Marte; los colonos establecidos después de los primeros cien habían sido bastante prolíficos. John jugó con el niño en el suelo mientras Ann, Simón y él se enteraban de las últimas noticias e intercambiaban algunas de las mil y una historias de la Gran Tormenta. John imaginaba que Ann estaría disfrutando con la tormenta y el espantoso revés que había infligido al proceso de terraformación, como una especie de respuesta alérgica planetaria, las temperaturas descendiendo de continuo y los temerarios experimentadores luchando con sus insignificantes máquinas atascadas… Pero no la divertía. En realidad, estaba irritada, como de costumbre.

—Un equipo de prospección perforó una chimenea volcánica en Daedalia y dio con una muestra que contenía microorganismos unicelulares muy diferentes de las cianobacterias que tú soltaste en el norte. Y la chimenea estaba bastante encajada en el lecho de roca y muy alejada de cualquier punto de liberación biótico. Enviaron muestras del material a Acheron para que lo analizaran, y Vlad lo estudió y declaró que parecía la cepa mutante de una que ellos habían soltado, quizá inyectada en la roca por maquinaria de perforación contaminada. —Ann clavó el dedo en el pecho de John:— Probablemente terrana, dijo Vlad.

¡Probablemente terrana!

—¡Pobablemente tedana! — dijo el pequeño Peter. captando a la perfección la entonación de Ann.

—Bueno, probablemente lo sea —dijo John.

—¡Pero jamás lo sabremos! Terminarán discutiéndolo durante siglos, habrá una revista dedicada sólo a esa cuestión, pero jamás lo sabremos con certeza.

—Si es tan parecido como para reconocerlo, probablemente es terrano —dijo John, sonriéndole al niño—. Cualquier cosa que hubiera evolucionado al margen de la vida terrana sería detectada de inmediato.

—Probablemente —repitió Ann—. Pero ¿y si hubiera una fuente común, la teoría de las esporas del espacio, por ejemplo, o deyecciones expulsadas de un planeta a otro con microorganismos enterrados en la roca?

—Eso no es muy factible, ¿verdad?

—No lo sabemos. Y ahora, jamás lo sabremos. A John te costaba compartir esa preocupación.

—Quizá vinieron con las naves Viking —dijo—. Nunca se intentó esterilizar a fondo nuestras exploraciones, así son las cosas. Mientras tanto, tenemos problemas más acuciantes.

Como la tormenta de polvo global más prolongada que se hubiera registrado jamás, o la afluencia de inmigrantes cuyo compromiso con Marte era tan mínimo como sus hábitats, o la próxima revisión del tratado con el que nadie estaba de acuerdo, o un proyecto de terraformación que mucha gente odiaba. O un planeta natal que estaba alcanzando un punto crítico. O un intento (o dos) de hacer daño a un tal John Boone.

—Sí, sí —aceptó Ann—. Lo sé. Pero todo eso es política, de la que nunca nos libraremos. Esto era ciencia, y yo quería una respuesta a esa pregunta. Y ya no puedo tenerla. Nadie puede.

John se encogió de hombros.

—Nunca lo sabremos, Ann. No importa lo que pase. Nunca. Era una de esas preguntas destinadas a quedar sin respuesta. ¿No lo sabías?

—Pobablemente tedana.

Pocos días después de esa conversación, un cohete aterrizó en la pequeña plataforma de la estación del lago y un reducido grupo de terranos emergió del polvo, todavía dando saltos alrededor mientras caminaban. Se presentaron como agentes de investigación, enviados con autorización de la UNOMA a investigar el sabotaje y los distintos incidentes. En total eran diez, ocho hombres jóvenes bien formados, salidos directamente de los vídeos, y dos mujeres jóvenes y atractivas. Casi todos pertenecían al FBI norteamericano. El jefe, un hombre alto de cabello castaño llamado Sam Houston, pidió una entrevista con John Boone y John se la concedió cortésmente.

Cuando a la mañana se reunieron después del desayuno —estaban allí seis de los agentes, incluidas las dos mujeres—, respondió a todas las preguntas sin ninguna vacilación, aunque instintivamente les contó sólo lo que creía que ya sabían, añadiendo un poco más para parecer sincero y servicial. Ellos se mostraron educados y deferentes, minuciosos en el interrogatorio, en extremo reticentes sí él a su vez les preguntaba algo. Parecían desconocer los detalles de la situación en Marte y le hicieron preguntas de cosas que habían sucedido durante los primeros años en la Colina Subterránea, o durante la época de la desaparición de Hiroko. Era obvio que estaban al tanto de los acontecimientos de aquella época y de las diferentes relaciones entre las estrellas de los medios de comunicación que eran los primeros cien; le hicieron un montón de preguntas sobre Maya, Phyllis, Arkadi, Nadia, el grupo de Acheron, Sax… todos eran bien conocidos para estos jóvenes terranos, al menos como figuras de la televisión. Pero parecía que no sabían mucho más, aparte de lo que se había grabado y enviado a la Tierra. John, la mente dispersa, se preguntó si eso sería verdad para todos los terranos. Al fin y al cabo, ¿de qué otras fuentes de información disponían?

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