Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Era extraño estar entre ellos como una especie de patriarca, ser tratado con una mezcla de reverencia y condescendencia, como un abuelo. Les pidió que lo llevaran a dar un paseo y le mostraran la ciudad. Lo guiaron por calles estrechas lejos de la estación y de los edificios más altos, entre largas hileras de construcciones prefabricadas, que habían sido concebidas como refugios temporales, puestos de investigación, o estaciones de agua. La pendiente del volcán había sido nivelada de prisa, y muchas de las cabañas estaban inclinadas en dos o tres grados; había que tener cuidado en las cocinas, le dijeron, y asegurarse de que las camas estuvieran bien colocadas.

Frank les preguntó a qué se dedicaban. La mayoría dijo que eran estibadores en Sheffield; descargaban las cabinas del ascensor y cargaban el material en los trenes. Se suponía que eso lo hacían los robots, pero era sorprendente comprobar cuánto dependía aún del músculo humano. Operadores de equipo, programadores robot, reparadores de maquinaria, enanos waldo, trabajadores de la construcción. La mayoría había subido rara vez a la superficie; algunos nunca. En la Tierra habían tenido trabajos similares, o habían sido mano de obra desocupada, y ahora casi todos esperaban regresar algún dia, pero antes tenían que prepararse en los gimnasios, que estaban repletos, eran caros y consumían muchas horas. Tenían acentos del sur que Frank no había escuchado desde la infancia; era como oír voces de un siglo anterior, como escuchar a los isabelinos. ¿Hablaba todavía la gente de esa manera? No en la televisión.

Frank se volvió a mirar una cocina.

—¿Qué comen? —preguntó.

Pescado, verdura, arroz, tofu. Todo venía empaquetado en los cargamentos. No tenían queja, les gustaba. Norteamericanos, los paladares más estragados de la historia. ¡Que alguien me dé una hamburguesa con queso! No, lo que les molestaba era el confinamiento, la falta de intimidad, la teleoperacion, vivir apiñado… Y los problemas resultantes: «Me lo robaron todo el día después de mi llegada». «A mí también.» «A mí también.» Hurto, asalto, extorsión. Los delincuentes venían de otras ciudades-tienda, le dijeron. Rusos, dijeron. Gente blanca que hablaba de un modo raro. Algunos negros también, pero no tantos como en casa. La semana anterior habían violado a una mujer.

—¡Están bromeando! —exclamó Frank.

—¿Qué quiere decir con eso de que estamos bromeando? — dijo una mujer, disgustada.

Finalmente lo llevaron de vuelta a la estación. Se detuvo en la puerta y no supo qué decirles. Se había reunido toda una multitud, ya fuera porque la gente lo había reconocido o porque había sido llamada o arrastrada al grupo.

—Veré lo que puedo hacer —musitó, y se escabulló por el corredor de la antecámara.

Con la mente distraída miró las tiendas mientras regresaba en tren. Había una equipada con hoteles-nicho, al estilo de Tokio, mucho más atestada que la de El Paso, pero ¿le importaba a alguien? Algunas gentes estaban acostumbradas a que las tratasen como bolas de rodamientos. Muchas en verdad. ¡Pero se suponía que en Marte era distinto!

Al fin de vuelta en Sheffield camino por el bulevar del borde: miró la línea vertical del ascensor, no haciendo caso al gentío, y obligando a algunos a apartarse de un salto para dejarlo pasar. Se paro y observó a la multitud; en aquel momento había a la vista unas quinientas personas, todas concentradas en sus propias vidas. ¿Cuándo habían llegado a esto? Habían sido un puesto científico, un puñado de investigadores diseminados por un mundo con mucha superficie sólida como en la Tierra: toda Eurasia, África, América, Australia y la Antártida para ellos. Pero ahora bajo las tiendas y cúpulas que ocupaban, no más que un uno por ciento de la superficie de Marte, ya había un millón de personas y todavía más en camino. Y no había policía, pero sí crímenes… Crímenes sin policía. Un millón de habitantes y ninguna ley, salvo la ley de las corporaciones. El mínimo aceptable. Minimiza los gastos, maximiza los beneficios. Que todo se deslice con suavidad sobre los rodamientos.

La semana siguiente la gente de unas tiendas de la pendiente sur se declaró en huelga. Chalmers se enteró de camino a la oficina. Las tiendas en huelga, le dijo Slusinski, eran casi todas norteamericanas, y la gente tenía miedo.

—Han cerrado las estaciones y no dejan bajar de los trenes. No hay modo de controlarlos a menos que asaltemos las antecámaras de emergencia…

—Cállese.

Pasó por alto las objeciones de Slusinski, bajó por la pista sur a las tiendas en huelga, y ordenó a unos empleados de la oficina que se reunieran con él.

En la estación había un equipo de seguridad de Sheffield, pero les dijo que subieran al tren y se marcharan, y tras una consulta con los administradores de Sheffield, todos le obedecieron. En el corredor de la antecámara se identificó y dijo que quería entrar solo. Lo dejaron pasar.

Salió a la plaza principal y se encontró en un círculo de rostros hostiles.

—Apaguen los monitores —sugirió—. Hablemos en privado.

Apagaron los monitores. Era lo mismo que en El Paso, diferentes acentos pero las mismas quejas. Sabía de antemano lo que iban a decirle y observó con gesto sombrío cómo esto los impresionaba. Eran terriblemente jóvenes.

—Miren, las cosas andan mal —dijo después de que ellos hablaran durante una hora—. Pero si mantienen la huelga, será peor. Enviarán fuerzas de seguridad, y no será como vivir con bandas y policías entre ustedes, sino como estar en la cárcel. Ya me han dicho lo que piensan y ahora tienen que saber cuándo ceder y negociar. Formen un comité y redacten una lista de quejas y exigencias. Recojan documentos y testimonios sobre los crímenes y hagan que las víctimas los firmen. Eso me ayudará. Hace falta que la UNOMA se ocupe aquí y en la Tierra, porque se esta violando el tratado. —Se detuvo para dominarse, para relajar la mandíbula.— Mientras tanto, ¡vuelvan a trabajar! Hará que el tiempo pase mejor que si se quedan aquí sentados y fortalecerá la posición de ustedes. Si no, es posible que les corten los suministros. Será mejor que se comporten como negociadores racionales.

Así terminó la huelga. Cuando regresó a la estación incluso le dedicaron una desigual salva de aplausos.

Subió al tren cegado de furia, se negó a atender a las preguntas de su equipo, y atacó brutalmente al jefe de seguridad, un cretino arrogante.

—¡Si todos ustedes, bastardos corruptos, tuvieran algo de honestidad esto no habría sucedido! ¡No son más que un fraude! ¿Por qué atacan a estas gentes? ¡Por qué tienen que pagar la protección que necesitan, dónde están ustedes entonces!

—No es de nuestra jurisdicción —dijo el hombre, con los labios lívidos.

—Oh, vamos, ¿qué es de su jurisdicción? ¡No tienen otra jurisdicción que sus propios bolsillos! —Continuó vapuleándolos hasta que los de seguridad se levantaron y dejaron el vagón, tan enfurecidos como él, pero demasiado disciplinados o asustados para replicarle.

En las oficinas de Sheffield fue de cuarto en cuarto, gritando a todo el mundo y haciendo llamadas. A Sax, Vlad, Janet. Les contó lo que sucedía y al final todos le sugirieron lo mismo. Tuvo que reconocer que era una buena idea. Tomaría el ascensor e iría a hablar con Phyllis.

—Encárguense de reservarme un lugar —dijo.

La cabina del ascensor era como las antiguas casas de Amsterdam, estrecha y alta, con una habitación iluminada en la parte superior, en este caso una cámara abovedada de paredes transparentes que a Frank le recordaba la cúpula burbuja del Ares. El segundo día de viaje se unió a los otros pasajeros (sólo veinte en esta ocasión, no había mucha gente que hiciera este recorrido) y montaron en el pequeño ascensor de la cabina y subieron las treinta plantas que los separaban de ese ático transparente para ver el paso de Fobos. El perímetro exterior de la cámara sobresalía y permitía ver allá abajo la línea curva del horizonte. A Frank le pareció más blanca y espesa que nunca. La atmósfera era ahora de unos 150 milibares. Impresionante por cierto, aunque estuviera compuesta de gases tóxicos.

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