Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Ya estaba bien de mostrar la zanahoria. Respecto al palo, siempre era fácil con gente sin recursos.

—Miren, si los gobiernos nacionales no encuentran una solución rápida, si hay más desórdenes y todo empieza a salirse de cauce, dirán: al infierno… que las transnacs resuelvan ellas mismas sus problemas, serán más eficientes. Y ya saben lo que eso significa.

—¡Estamos hartos! —gritó un hombre.

—Claro que sí, —Frank levantó un dedo índice.— Pero ¿tienen un plan para acabar con todo esto, o no?

Tardaron un rato en llegar a un acuerdo: desarme, cooperación, organización, solicitud de ayuda y de justicia al gobierno norteamericano. En realidad, ceder en todo. Claro que llevó un rato. Y de paso tuvo que prometer que atendería todas las quejas, repararía rodos los agravios, solucionaría todas las injusticias. Era ridículo, obsceno; pero apretó los labios y lo hizo. Les aconsejó sobre las relaciones con los medios de comunicación y sobre las técnicas de arbitraje, les explicó cómo organizar células y comités, como elegir un líder. ¡Eran tan ignorantes! Hombres y mujeres minuciosamente educados para ser apolíticos, para detestar la política, lo que los convertía en muñecos en manos de los gobiernos, como siempre, se marchó entre vítores.

Maya lo esperaba fuera, en la estación. Extenuado, sólo pudo mirarla fijamente con incredulidad. Había estado viéndolo todo por los monitores, le dijo. Frank sacudió la cabeza, los idiotas de dentro ni siquiera se habían molestado en desconectar las cámaras; quizá ni sabían que había cámaras. Así que el mundo lo había visto todo. Y Maya exhibía una clara mirada de admiración, como si apaciguar a los trabajadores con mentiras y sofismas fuera el colmo del heroísmo. Al menos así era para ella. De hecho, iba a emplear las mismas técnicas en la tienda rusa, pues allí no había habido ningún progreso y habían pedido que los visitara. ¡La presidenta de MartePrimero! Por lo visto, los rusos eran aún más estúpidos que los norteamericanos.

Le pidió que la acompañase, y él estaba demasiado agotado como para meterse en un análisis costes/beneficios de lo que había hecho. Con una mueca aceptó. Era más fácil seguirla.

Tomaron el tren hasta la siguiente estación, se abrieron paso entre los policías y entraron. La tienda rusa estaba tan atestada como un panel de circuitos.

—Va a resultarte más difícil que a mí —dijo Frank mirando alrededor.

—Los rusos están acostumbrados —dijo ella—. Estas tiendas no son muy distintas de los apartamentos de Moscú.

—Sí, sí. —Rusia se había convertido en una especie de gigantesca Corea que practicaba un idéntico y modernizado capitalismo brutal, perfectamente Taylorizado y con un barniz de democracia y bienes de consumo que disfrazaba las actividades del gobierno.— Es sorprendente qué poco se necesita para engañar a la gente que se muere de hambre.

—Frank, por favor.

—Sólo recuérdalo y verás como sale bien.

—¿Vas a ayudar o no? —preguntó ella.

—Sí, sí.

La plaza central olía a queso de soja, a sopa de remolacha y a fuegos eléctricos, y la multitud parecía mucho más indisciplinada y vocinglera que en la tienda norteamericana; todos eran líderes desafiantes, dispuestos a soltar un discurso. Había muchas más mujeres que en la tienda norteamericana. Después de sacar un tren de la pista estaban galvanizados, listos para la acción. Maya se subió a una silla y tuvo que emplear un megáfono de mano, la multitud se arremolinó alrededor, mientras la gente metida en múltiples y chillonas discusiones la ignoro, como si fuera una pianista en un bar.

El ruso de Frank estaba herrumbroso y no pudo entender casi nada de lo que gritaba la muchedumbre; prestó atención a las replicas de Maya. Les explicaba la moratoria de inmigración, el cuello de botella en la producción de robots y el suministro de agua de la ciudad, la necesidad de disciplina, la promesa de una vida mejor si acataban un cierto orden. A Frank le pareció una clásica arenga de babushka, y curiosamente tuvo el efecto de apaciguarlos, muchos rusos tenían una fuerte veta reaccionaria últimamente; recordaban lo que de verdad eran los disturbios sociales, y los temían con razón. Había mucho que prometer y todo parecía verosímil: un mundo grande, poca gente, montones de recursos materiales, algunos buenos robots, programas de ordenador, plantillas genéticas…

En un momento realmente difícil de la discusión, él le dijo en inglés:

—Recuerda el palo.

—¿Qué? —dijo ella.

—El palo. Amenázalos. Zanahoria y palo.

Ella asintió. De nuevo a través del megáfono: el aire venenoso, el frío mortal. Estaban vivos sólo gracias a las tiendas, el suministro de electricidad y agua. Eran vulnerables en cosas en las que jamás se habían parado a pensar, en cosas inexistentes allá en la Tierra.

Era rápida, siempre lo había sido. De vuelta a las promesas. Una y otra vez, palo y zanahoria, un tirón de las riendas, unos mordiscos a la zanahoria.

Después, en el tren que subía hasta Sheffield, Maya parloteó con nervioso alivio, el rostro acalorado, los ojos brillantes, la mano aferrada al brazo de Frank. Echó atrás la cabeza, bruscamente, y rió. Esa inteligencia nerviosa, esa cautivadora presencia física… Frank sintió que empezaba a entrar en calor gracias a Maya, era como meterse en una sauna después de un helado día en el exterior.

—No se que habría hecho sin ti —decía ella hablando con rapidez—, de verdad, eres tan bueno en estas situaciones, tan claro, firme e incisivo… Te creen porque no intentas halagarlos o disfrazar la verdad.

—Es lo que mejor funciona —dijo él, mirando por la ventana las tiendas que quedaban atrás—. Sobre todo cuando lo que intentas es halagarlos y mentirles.

—Oh, Frank.

—Es verdad. Tú también lo haces muy bien.

Fue un ejemplo práctico del tropo en discusión, pero ella no lo entendió. Había un nombre para eso en retórica: no podía recordarlo.

¿Metonimia? ¿Sinécdoque? Pero Maya se rió y le apretó el hombro y se apoyó en él. Como si la pelea en Burroughs, por no mencionar todo lo anterior, nunca hubiera ocurrido. Y cuando él bajó del tren, ella lo siguió. Llegaron a las habitaciones de Frank y ella se desnudó y se duchó y volvió a vestirse sin dejar de hablar sobre las últimas incidencias y sobre la situación en general, como si lo hicieran todos los días: ¡salir a cenar, sopa, trucha, ensalada, una botella de vino, todas las noches! Reclinarse en las sillas bebiendo café y brandy. Políticos al final de un día de política. Los líderes.

Al fin se tranquilizó y se acurrucó en la silla, satisfecha sólo con mirarlo. Y por una vez no lo puso nervioso, como si un campo de fuerza lo protegiera. Quizá por la expresión de los ojos de Maya. A veces parecía como si de verdad pudieras saber si le gustabas a alguien.

Pasó allí la noche. Y después dividió su tiempo entre la oficina de MartePrimero y las habitaciones de él, sin que nunca discutieran lo que ella hacía. Y cuando llegaba el momento de irse a la cama, se desnudaba y se acostaba junto a él, y luego sobre él, cálida y serena. Era como entrar en una sauna. Estaba muy sosegada esos días. Como si fuera una mujer diferente, era asombroso. Como si no fuera Maya; pero ahí estaba, susurrando Frank, Frank.

Pero nunca hablaban de otra cosa que de la situación, las noticias del día; y de eso había mucho que hablar. Los desórdenes en Pavonis se habían apaciguado, pero ahora se extendían por todo el resto del planeta y la situación empeoraba: sabotajes, huelgas, insurrecciones, peleas, escaramuzas, asesinatos. Y las noticias de la Tierra habían perturbado aun a aquellos aficionados al humor más negro y se habían convertido en puro horror. En comparación, Marte era la imagen del orden, un pequeño remolino local apartado del vórtice de un enorme torbellino que a Frank le parecía una espiral de muerte. Por doquier, como cabezas de cerillas, estallaban pequeñas guerras. La India y Pakistán habían empleado armas nucleares en Cachemira. África se moría de hambre y el Norte discutía sobre quién ayudaba primero.

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