Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Mientras aguardaban a que apareciera la pequeña luna, Frank observó el planeta. La flecha del cable apuntaba directamente al suelo; era como si estuvieran subiendo en un cohete esbelto y alto, un cohete extraño y estilizado que se extendía varios kilómetros por encima y por debajo de ellos. Y abajo, la superficie redonda y anaranjada de Marte parecía tan vacía como cuando llegaron por primera vez hacía muchos años, intacta a pesar de tantas intromisiones humanas. Sólo había que alejarse un poco.

Entonces uno de los pilotos del ascensor señaló Fobos, una mancha opaca y blanca al oeste. En diez minutos fue una patata grande y gris que pasó sobre ellos antes de que tuvieran tiempo de volver la cabeza. Fobos ya no estaba. Los observadores en el ático gritaron y aullaron. Frank apenas había podido captar una fugaz visión de la cúpula de Stickney, que centelleaba como una gema en la piedra. Había una pista que recorría el centro como unas protuberancias brillantes y plateadas; eso fue todo lo que pudo recordar de la borrosa imagen. Estaba a unos 50 kilometros cuando pasó, informó el piloto, a 7.000 kilómetros por hora, en realidad no era una velocidad sorprendente; otros meteoros impactaban contra el planeta a 50.000 kilómetros por hora.

Frank bajó al comedor mientras trataba de no olvidar la fugaz imagen de Fobos: la gente de la mesa de al lado hablaba de empujarlo a una órbita entrelazada con la de Deimos. Ahora estaba fuera del circuito, una nueva Azores, una inconveniencia para el cable. Y Phyllis siempre había dicho que el ascensor había evitado que Marte tuviera un destino parecido. Los mineros habrían preferido los asteroides ricos en metales, que no tenían problemas gravitatorios, y además estaban las lunas de Júpiter, Saturno, los planetas exteriores…

Pero ahora ya no corríamos ese peligro.

En el quinto dia se aproximaron a Clarke y redujeron la velocidad. Había sido un asteroide de unos dos kilómetros de ancho, un pedazo de piedra carbónica al que habían dado forma cúbica. La superficie que miraba a Marte había sido nivelada y cubierta de hormigón, acero o vidrio. El cable penetraba justo en el centro de esa estructura; había agujeros a ambos lados que permitían el paso de las cabinas.

Se deslizaron por uno de esos agujeros hasta un espacio que parecía la estación de un tren subterráneo vertical, y se internaron en los túneles de Clarke. Uno de los ayudantes de Phyllis vino a recibirlo y lo condujo en un pequeño coche por un laberinto de túneles rocosos. Llegaron a las oficinas de Phyllis, que estaban en el lado que daba al planeta, con paredes cubiertas de espejos y bambú verde. Aunque la gravedad era mínima, la gente se mantenía erguida y todos calzaban zapatos de velero. Una práctica bastante conservadora, pero previsible en un lugar tan mentalmente orientado hacia la Tierra. Frank imitó a los demás y se cambio los zapatos por unas zapatillas de velero.

Phyllis estaba hablando con un par hombres.

—No es solo un dispositivo barato y limpio para librarnos del pozo gravitatorio, sino también un sistema de propulsión para viajar por todo el sistema solar. Es una elegante obra de ingeniería, ¿no lo creen así?

—¡Sí! —replicaron.

Aparentaban unos cincuenta años. Después de las presentaciones de rigor —los hombres eran de la Amex—, Phyllis y Frank se quedaron solos en la habitación.

—Esta brillante obra de ingeniería está inundando Marte de emigrantes —dijo Frank—. Párala o te estallará en la cara y te quedarás sin trabajo.

—Oh, Frank —dijo ella, riéndose.

Ciertamente había envejecido bien: pelo plateado, rostro terso, algunas atractivas arrugas, y figura elegante. Llevaba un mono rojizo y montones de joyas de oro que le daban un brillo metálico. Miró a Frank a través de unas gafas con montura de oro, una afectación que la distanciaba, como si mirase unas imágenes planas de vídeo en la cara interna de los cristales.

—No puedes traer a tantos en tan poco tiempo —insistió él—. No tenemos la infraestructura necesaria, ni física ni culturalmente. Lo que está proliferando es el peor tipo de asentamientos ilegales; son como campos de refugiados o de trabajos forzosos. Y eso mismo dirán los informes. Ya sabes que allá en la Tierra siempre buscan analogías terranas. Eso te perjudicará.

Ella clavó la vista en un punto situado más o menos a un metro delante de él.

—La mayoría de la gente no lo ve de esa manera —proclamó, como si la habitación estuviera llena de oyentes—. Es sólo un paso adelante en el pleno aprovechamiento de Marte por el hombre. Está aquí para nosotros y vamos a usarlo. La Tierra está atestada y la tasa de mortalidad sigue descendiendo. La ciencia y la fe continuarán creando nuevas oportunidades, como siempre. Estos primeros pioneros quizá padezcan algunas privaciones, pero no será por mucho tiempo. Nosotros al principio vivíamos peor.

Perplejo, Frank la miró con ojos furiosos. Pero ella no se amilanó.

—¡No me estás escuchando! —dijo Frank en un tono de menosprecio. Se dominó y observó el planeta a través del techo transparente. Rotaban con él y tenían en todo momento a Tharsis ante ellos, y desde aquella distancia se parecía a una de las viejas fotografías, la bola anaranjada con todas las marcas familiares en el hemisferio más famoso: los grandes volcanes, Noctis, los cañones, el caos, todo inmaculado—. ¿Cuándo fue la última vez que bajaste? —le preguntó.

—En ele ese sesenta. Bajo con regularidad. —Ella sonrió.

—¿Dónde te alojas?

—En los dormitorios de la UNOMA. —donde trabajaba incansablemente para romper el tratado.

Pero ese era el trabajo que la UNOMA le había asignado. Directora del ascensor y a cargo de los intereses mineros. Cuando abandono la UN, podía hacer cualquier cosa. Era la reina del embarcadero del que dependía una buena parte de la economía marciana. Tendría a su disposición todo el capital de las transnacionales.

Y eso se notaba, desde luego, en el modo en que se movían las zapatillas de velero por el brillante cuarto de cristal satinado, en como respondía con una sonrisa a todos sus comentarios mordaces. Bueno, siempre había sido un poco estúpida. Frank apretó los dientes. Al parecer, había llegado la hora de recurrir a los buenos y viejos EUA a modo de almádena, sí todavía tenían algo de peso.

—La mayoría de las transnacionales controlan gigantescos holdings en Estados Unidos —dijo—. Si el gobierno norteamericano congelara esos bienes porque violan el tratado, eso frenaría a muchas transnacs, y quizá arruinaría a algunas.

—No podrías conseguirlo —dijo Phyllis—. Dejaría al gobierno en bancarrota.

—Eso es como amenazar a un muerto con el patíbulo. Un par de ceros más en la cifra acrecentaría el grado de irrealidad hasta extremos inimaginables. Tus ejecutivos de las transnacs llevan bien las cuentas, pero a nadie le interesa ese dinero. Yo podría convencer a Washington en diez minutos, y luego verías cómo te estalla en la cara. Salga como salga, este juego se acabará. —Agitó furiosamente una mano.— Y luego algún otro ocupará estas habitaciones, y… —una intuición súbita-…estarás de vuelta en la Colina Subterránea.

Eso llamó la atención de Phyllis, sin duda. El desenvuelto desprecio se convirtió en un repentino nerviosismo.

—No hay individuo que pueda convencer a Washington de nada. Ahí abajo se mueven en arenas movedizas. Tú dirás tu última palabra, y yo la mía, y veremos quién puede más.

Cruzo la habitación, abrió la puerta, y recibió con un sonoro saludo a un grupo de funcionarios de la UN.

Una pérdida de tiempo. No le sorprendía; a diferencia de los que le habían aconsejado que la viese, él no creía que pudiera mostrarse racional. Como sucedía con muchos fundamentalistas, los negocios eran para ella parte de la religión, los dos dogmas se reforzaban mutuamente, pues pertenecían al mismo sistema. El raciocinio no tenía nada que ver. Y si bien era posible que ella creyera aún en el poder de Norteamérica, era obvio también que no creía en la capacidad de Frank. Bien. Le demostraría que se equivocaba.

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