A medida que pasaban las horas, el extremo de la columna negra fue descendiendo, moviéndose cada vez más despacio. Ahí colgaba, no mucho más grande que el cabo guía que lo hacía bajar, en verdad más pequeño que el extremo de un cohete Energía . Se erguía perfectamente vertical, como un rascacielos. Un rascacielos alto y muy delgado, que flotaba en el aire. El tronco negro de un árbol, más alto que el cielo.
—Tendríamos que estar justo debajo, en el suelo del enchufe —dijo alguien—. Habrá espacio para estar de pie, ¿no?
—El campo magnético podría perturbarte un poco —repuso Slusinski, sin quitar la vista del cielo.
Mientras el cable se acercaba, vieron unas protuberancias y unos hilos plateados que lo cubrían como filigranas. El espacio de debajo se hizo más pequeño. Luego el extremo desapareció en el complejo de la base y el rugido de la multitud del bulevar se elevó. La gente miró con atención los televisores; las cámaras dentro del enchufe mostraron cómo el cable se detenía diez metros por encima del suelo de hormigón. Entonces las grúas lo sujetaron y el cable quedó anclado en un anillo unos metros más arriba. Todo sucedió lentamente, como sí estuviesen soñando, y pareció como si a la redonda sala del enchufe le hubieran puesto de pronto un tejado que le quedaba pequeño.
Por el sistema de altavoces la voz de una mujer dijo: «Ascensos asegurado». Sonaron unos breves vítores. La gente se apartó de los televisores y volvió a mirar por las paredes de la tienda. Ahora el objeto parecía mucho menos extraño que cuando pendía del cielo, ahora no era más que la reductio ad ahurdum de la arquitectura marciana, una aguja negra muy esbelta y muy alta. Un tallo de habichuelas. Curioso, pero no tan perturbador. La multitud se fragmentó en miles de conversaciones y se dispersó poco a poco.
Y no mucho tiempo después, los ascensores entraron en funcionamiento. Durante todos esos años, los robots se habían movido por el cable como arañas, construyendo líneas eléctricas, cabos de seguridad, generadores, pistas de superconducción, estaciones de mantenimiento, estaciones defensivas, cohetes de ajuste de posición, depósitos de combustible y refugios de emergencia que marcaban el cable cada pocos kilómetros. Ese trabajo había avanzado al mismo ritmo que la construcción del cable, de modo que poco después las cabinas subían y bajaban, subían y bajaban, cuatrocientas en cada dirección, como parásitos en una trenza de pelo. Y unos meses más tarde, uno podía tomar un ascensor para subir a una órbita. Y podía tomar otro ascensor para bajar de la órbita a la superficie.
Y ellos bajaron, transportados desde la Tierra por la flota de transbordadores continuos, esas grandes naves espaciales que retumbaban alrededor del sistema Tierra-Venus-Marte. Los tres planetas y la Luna actuaban como trampolines que frenaban y aceleraban los transbordadores de Marte y de la Tierra. Cada una de las trece naves operativas tenía capacidad para mil pasajeros, e iban llenas en cada viaje. De modo que había un flujo constante de gente que atracaba en Clarke y descendía en las cabinas del ascensor y desembarcaba en el enchufe. Y luego entraban a borbotones en los bulevares de Sheffield, frenéticos, vacilantes y con ojos desorbitados mientras los empujaban hacia la estación y los embarcaban en trenes de cercanías. Muchos de esos trenes descargaban en las ciudades de Pavonis; equipos robot construían las tiendas a medida que la gente iba llegando. Dos nuevas tuberías garantizaban el suministro de agua; la bombeaban desde el Acuífero Compton, bajo Noctis Labyrinthus. Así se instalaron los emigrantes.
Abajo, en el enchufe, las cabinas subían cargadas con metales refinados, platino, oro, uranio y plata, y aceleraban lentamente hasta alcanzar una velocidad máxima de 300 kilómetros por hora. Cinco días después llegaban al extremo del cable, desaceleraban, y entraban en las antecámaras de Clarke. El asteroide lastre era ahora un bloque de condrito carbónico, con tantos edificios exteriores y cámaras y túneles que más se parecía a una nave espacial o a una ciudad que a la tercera luna de Marte. Era un sitio ajetreado, había una constante procesión de naves que entraban y salían, y tripulaciones en tránsito perpetuo. Los controladores organizaban todo este trafico con ayuda de las más poderosas computadoras y robots.
Y desde luego, la cobertura de los medios de información de toda la nueva imaginería fue total e inmediata, y en conjunto, a pesar de que habían estado esperando diez años, parecía que al llegar al suelo el ascensor había cobrado vida de pronto, como Atenea.
Pero había problemas. Frank descubrió que su equipo pasaba cada vez más tiempo ocupado con hombres y mujeres recién llegados a Sheffield. Nerviosos, exaltados y furiosos, protestaban contra las condiciones de vida, el hacinamiento, la ineficacia de la policía o la mala comida. Un hombre corpulento de cara rubicunda que llevaba una gorra de béisbol apuntó con un dedo y dijo:
—¡Las empresas privadas de seguridad vienen de las tiendas de más arriba a ofrecernos protección, pero son sólo mafias! ¡Ni siquiera puedo decirles mi nombre o podrían averiguar que vine a verlos! ¡Quiero decir, creo en el mercado negro como el que más, pero esto es una locura!
Frank dio vueltas por la oficina muy agitado. Esas alegaciones eran obviamente ciertas, pero difíciles de verificar sin un equipo propio de seguridad; en suma, sin una gran fuerza de policía. Cuando el hombre se fue, interrogó a todos los miembros del equipo, pero no le contaron nada nuevo, lo que hizo que se enfureciera todavía más.
—¡Se les paga para que averigüen estas cosas! ¡Y se pasan el día aquí sentados viendo las noticias terranas! —Canceló las citas del día, treinta y siete en total.— ¡Cretinos perezosos e incompetentes! —dijo en voz alta cuando salió por la puerta. Se encaminó a la estación y tomó un tren suburbano que recorría las ciudades-tienda. Quería verlo todo con sus propios ojos.
El tren local se detenía a cada kilómetro del descenso, en pequeñas antecámaras de acero inoxidable: las estaciones de las ciudades-tienda. Bajo en una; los letreros de la antecámara la identificaron como El Paso. Entró en el corredor de la antecámara.
Al menos las vistas eran extraordinarias, eso no se podía negar. Por la vertiente oriental del cráter bajaban las tuberías y la pista del tren, y a los lados se alzaban las tiendas, una tras otra, como ampollas. El material transparente de las más viejas, cerca de la cumbre, ya empezaba a teñirse de púrpura. Los zumbidos de los ventiladores de la planta de física se confundían con los de un generador de hidrazina. La gente conversaba en español e inglés. Frank llamó a la oficina e hizo que lo conectaran con el apartamento de un hombre de El Paso que había ido a quejarse. Quedaron en verse en un café al lado de la estación; fue a pie y se sentó en una mesa de fuera. Las mesas estaban ocupadas por hombres y mujeres que comían y charlaban como en todas partes. Pequeños coches eléctricos zumbaban por las calles estrechas, la mayoría atestadas de cajas. Los edificios cercanos a la estación eran de tres pisos y parecían prefabricados, hormigón armado pintado de blanco y azul. Había una fila de tinajas con árboles pequeños que bajaba desde la estación por la avenida principal. La gente estaba sentada en el astrocésped o se paseaba sin rumbo fijo de comercio en comercio, o corría presurosa a la estación con mochilas a la espalda. Todos parecían un poco desorientados o inseguros; algunos aún no habían aprendido a caminar correctamente.
El hombre apareció acompañado por una multitud de vecinos, todos rondando los veinte, demasiado jóvenes para estar en Marte, o eso solía decirse. Quizá el tratamiento pudiera arreglar los daños de la radiación, permitirles que se reprodujeran bien, ¿quién podía saberlo? Animales de laboratorio, eso eran. Lo que siempre habían sido.
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