Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Janet apagó el televisor.

—Cambiemos de tema.

Se quedaron sentados alrededor de la mesa mirando los platos. Vlad y Úrsula habían venido de Acheron porque en Elysium había un brote de tuberculosis.

—El cordón sanitaire se ha venido abajo —dijo Úrsula—, Algunos de los virus emigrantes sin duda mutarán, o se combinarán con los que hemos diseñado.

De nuevo la Tierra. Era imposible evitarla.

—¡Y allí también todo se desmorona! —exclamó Janet.

—Se veía venir desde hace años —dijo Frank con aspereza, la lengua suelta por la presencia de viejos amigos—. Incluso antes del tratamiento, la esperanza de vida en los países ricos era casi el doble que en los países pobres. Pero en los viejos tiempos los pobres eran tan pobres que la esperanza de vida no significaba nada para ellos, sólo preocupados por el día a día. Ahora todas las casuchas tienen un televisor y pueden ver lo que ocurre… que sólo ellos tienen sida. Ya no se trata de una diferencia de categoría, quiero decir, ¡ellos mueren jóvenes y los ricos viven para siempre! Entonces, ¿por qué no rebelarse? No tienen nada que perder.

—Y todo por ganar —dijo Vlad—. Podrían vivir como nosotros.

Se reunieron en torno a unas tazas de café. El mobiliario de pino mostraba una pátina oscura; manchas, arañazos, polvo incrustado… Podría haber sido una de aquellas noches lejanas, cuando eran los únicos en el planeta, unos cuantos que se quedaban despiertos, hablando. Pero Frank parpadeó y miró alrededor, y vio en sus amigos el cansancio, las canas, los rostros de tortuga de los viejos. Él tiempo había pasado, estaban diseminados por todo el planeta, corriendo como él o escondiéndose como Hiroko, o muertos como John. De repente la ausencia de John le pareció enorme y abismal, un cráter en cuyo borde ellos se acurrucaban, tratando de calentarse las manos. Frank se estremeció con aire sombrío.

Después Úrsula y Vlad se fueron a la cama. Frank miró a Janet, con esa sensación de parálisis que lo invadía a veces al cabo de un largo día, como si nunca más pudiera volver a moverse.

—¿Por dónde anda Maya? —preguntó, para retener a Janet. Ella y Maya habían sido buenas amigas en los años de Hellas.

—Oh, está aquí en Burroughs —dijo Janet—. ¿No lo sabías?

—No.

—Ocupa las antiguas habitaciones de Samantha. Quizá te evite.

—¿Qué?

—Está bastante enfadada contigo.

—¿Enfadada conmigo?

—Sí. —Lo miró a través de la oscuridad, que zumbaba levemente.— Tendrías que saberlo.

Mientras aún consideraba hasta qué punto podía ser franco con ella, exclamó:

—¡No! ¿Por qué habría de estar enfadada?

—Oh, Frank —dijo Janet. Se inclinó hacía adelante en la silla—. ¡Deja de actuar como si tuvieras un palo en el culo! ¡Estábamos allí, sabemos lo que ocurrió! —Y como vio que él retrocedía, se reclinó de nuevo y dijo con calma:— Debes saber que Maya te ama. Siempre te ha amado.

—¿A mí? —preguntó con voz débil—. Era a John a quien amaba.

—Sí, claro. Pero John era fácil. Él la correspondía y todo era maravilloso. Demasiado fácil para Maya. Le gustan las cosas difíciles. Y tú eres difícil.

Él sacudió la cabeza.

—No lo creo. Janet se rió.

—Sé que tengo razón, ella me lo contó todo. Ha estado enfadada contigo desde la conferencia, y siempre habla cuando está enfadada.

—Pero ¿por qué?

—¡Porque la rechazaste! La rechazaste, después de perseguirla durante años, y ella se había acostumbrado a eso, le encantaba. El modo en que tú insistías… era romántico. Y le gustaba lo poderoso que eras. Y ahora que Jonh está muerto y ella podía decirte que sí; tú prácticamente le pones las maletas en la mano. Esta furiosa. Y a ella la furia le dura mucho tiempo.

—Pero esto… —Frank se esforzó por recuperar la compostura.— no encaja con lo que yo creo que sucedió.

Janet se levantó para marcharse, y al pasar junto a él le palmeó la cabeza.

—Entonces quizá deberías hablar con Maya. —y se marchó.

Frank se quedó allí sentado largo roto, aturdido, examinando el brillante brazo de la silla. No podía pensar. Al fin se fue a la cama.

Durmió mal, y al cabo de una larga noche tuvo otro sueño con John. Estaban en las largas y ventosas cámaras curvas de la estación espacial, girando en la gravedad marciana, durante su larga estancia en 2010, seis semanas juntos allí arriba, jóvenes y fuertes, John diciendo: ¡Me siento como Superman, esta gravedad es fantástica, me siento como Superman! Daba rápidas vueltas, en el gran anillo del corredor de la estación. Todo va a cambiar en Marte, Frank. ¡Todo!

No. Cada paso era como el último salto de un triple. Bum, bum.

¡Sí! La cosa consistía en aprender a correr deprisa.

Unos puntos nubosos se extendían sobre la costa occidental de Madagascar como un perfecto patrón de interferencia. Abajo, el sol bronceaba el océano.

Todo parece tan hermoso desde aquí arriba…

Acércate más y empiezas a ver demasiado, murmuró Frank. O no lo bastante.

Hacía frío, discutieron por la temperatura. John era de Minnesota y de niño dormía con la ventana abierta. De modo que Frank se pasó horas temblando, con un cubrecama sobre los hombros, los pies como bloques de hielo. Jugaron al ajedrez y ganó Frank. John rió. Qué estúpido, dijo.

¿A qué te refieres?

Los juegos no significan nada.

¿Estás seguro? A veces la vida me parece un juego.

John sacudió la cabeza. En los juegos hay reglas, pero en la vida las reglas cambian de continuo. Podrías mover tu alfil para dar jaque mate, y tu rival podría agacharse y susurrar algo al oído de tu alfil, que de repente empieza a jugar contra ti y se mueve como una torre. Y tú estás jodido.

Frank asintió. Él le había enseñado esas cosas a John.

Una confusión de comidas, ajedrez, charla, la Tierra rotando. Parecía que no habían tenido otra vida. Las voces de Houston eran como IA, con preocupaciones absurdas. El planeta mismo era muy hermoso, con intrincados dibujos de tierra y nubes.

No quiero bajar nunca. Quiero decir, esto es casi mejor que Marte, ¿no crees? No.

Acurrucado, tembloroso, escuchando a John que le hablaba de fantasmas. Chicas, deportes, sueños del espacio. Frank respondía con historias de Washington, lecciones de Maquiavelo, hasta que ocurrió que John era ya bastante extraordinario. La amistad no era mas que otra forma de la diplomacia. Después, tras una vaga mancha borrosa… hablaba, se paraba, temblaba, hablaba de su padre, se emborrachaba en los bares de Jacksonville y volvía a casa, a Priscilla de pelo blanco, de cara de revista de modas. Ya no significaba nada para él, un matrimonio para el curriculum. Y no fue culpa de él. Después de todo, ella lo abandonó. Lo traicionó.

Eso suena mal. No es de extrañar que pienses que la gente está tan jodida.

Frank saludó al lucero grande y azul. Saludando por casualidad el Cuerno de África. Piensa en lo que ha sucedido ahí abajo.

Eso es historia, Frank. Nosotros podemos hacerlo mejor.

¿Podemos? ¿De verdad? Espera y verás.

Despertó, el estómago encogido, la piel sudorosa. Se levantó y tomó una ducha… ya no podía recordar más que un único fragmento del sueño: John, que decía «Espera y verás». Pero tenía una piedra en el estómago.

Después de desayunar golpeteó el tenedor contra la mesa, pensando. Todo ese día anduvo distraído, vagando como en un sueño y preguntándose a veces qué diferencia había entre la vigilia y el sueño.

¿No era esta vida como un sueño, todo en exceso iluminado, extraño, símbolo de otra cosa?

Esa noche salió en busca de Maya, sintiéndose impaciente y vulnerable. Lo había decidido la noche anterior, cuando Janet le dijo que ella le amaba. Doblo una esquina hacia los comedores y ahí estaba ella, la cabeza echada hacia atrás en medio de una sonora risotada, vívidamente Maya, el cabello tan blanco como antes, sus ojos fijos en su acompañante; en un nombre de pelo oscuro, quizá en los cincuenta, que le sonreía. Maya le apoyó la mano en el antebrazo, un gesto característico. No significaba que fuera su amante sino alguien a quien estaba seduciendo; podían haberse conocido hacía unos minutos, aunque la expresión de la cara de él indicaba que la conocía mejor.

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