John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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Cuando abandonó la sala de cuidados intensivos, Kate se había marchado. Dejó la vestimenta médica en un cesto de ropa sucia, pulsó el botón del ascensor hasta la planta baja, atravesó el vestíbulo y salió a la calle.

Una vez fuera, le sorprendió descubrir que ya era noche cerrada.

Scott volvió a casa andando, bajando por el East Side y luego atravesando la ciudad hasta llegar a su loft en la calle Veintiocho oeste. Era domingo por la noche. Las calles se estaban llenando de coches con gente que regresaba del fin de semana, y en los restaurantes no había una sola mesa libre; pero él no reparó en nada de eso, ni siquiera podría haber dicho qué día de la semana era. Pasó junto a la tienda que había al lado de su edificio y que vendía muebles usados, antaño una próspera peletería -el nombre «Hermanos Lieberman» aún podía leerse en la luna del escaparate- y entró en el espacioso vestíbulo. Al final del corredor se encontraba el gran ascensor, originariamente utilizado como montacargas. Sintió un destello de memoria; hacía algunos años le había enseñado a Tyler cómo utilizarlo, y tuvo una visión del niño de pie en la enorme caja, estirándose sobre las puntas de los pies para tratar de alcanzar el botón del cuarto piso.

Era extraño estar en casa. Cometa se abalanzó sobre él, las patas rascándole los muslos, la cola agitándose con violencia. Scott le acarició la cabeza, luego se sentó en el suelo y lo abrazó. De pronto, el perro era importante para él de un modo que nunca lo había sido antes. Se levantó, buscó el recipiente de Cometa y lo llenó de comida. Miró a su alrededor; todo estaba en su sitio: los platos del desayuno en el fregadero, el periódico donde lo había dejado, en el suelo junto al sofá, las estanterías atestadas contra la pared de ladrillo. En la parte trasera se encontraba su laboratorio; la puerta estaba abierta y encima de la mesa de ampliaciones había un montón de copias; detrás de ella se veía una estantería con productos químicos con los nombres escritos claramente de su puño y letra. ¿Cuántas veces le había advertido a Tyler que no debía acercarse a ellos?

Sintió un retortijón en el estómago, hambre probablemente, pero no quería comer nada. En cambio, se dirigió al armario de madera que había debajo del equipo de música, sacó una botella de J &B y se sirvió medio vaso de whisky. Bebió un largo trago. En ese momento recordó algo: una amiga ocasional había dejado un paquete de cigarrillos en la mesilla de noche. Fue al dormitorio y encontró un paquete arrugado de True Blue. Regresó a la sala de estar y encendió uno, reteniendo el humo en los pulmones como solía hacerlo en la época en que fumaba. Tuvo un acceso de tos, se sintió mareado y tuvo que sentarse. Habían pasado más de cinco años desde el último cigarrillo.

Bebió otro trago de whisky. Miró a su alrededor. Qué extraño resultaba que todo pareciera en orden, todos los artefactos y los vestigios de una vida normal: las sillas, los libros, las lámparas, como si no fuese cierto que todo el universo había sido absorbido por*un agujero negro y hecho pedazos.

En un rincón brillaba una pequeña luz, la del aparato de vídeo. La miró, se olvidó de ella, bebió otro trago de whisky y le dio otra calada al cigarrillo. Ahora pudo retener el humo en el pecho y sintió que le quemaba los pulmones. La sangre corría velozmente por sus venas. Estaba solo, completamente solo, el último hombre en el agonizante rescoldo de un mundo.

Entonces hizo lo que sabía que iba a hacer. Se levantó y fue hasta la puerta de la habitación de Tyler, la abrió y entró. El cuarto estaba en penumbra, pero no quería iluminarlo; no quería ver los objetos, sino quedarse simplemente en su presencia, sentirlos. Percibió el olor de su hijo. Vio el póster de Trainspotting, una pila de deberes, informes, cartas y un ejemplar de Las aventuras de Huckleberry Finn en el suelo, junto a la cama sin hacer. Cómo le había gustado a Tyler ese libro, lo cual había llenado de orgullo a su padre. También había un montón de ropa sucia. Recogió una camisa, se la llevó a la cara y respiró profundamente.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Luego llevó a Cometa a dar un paseo alrededor de la manzana. El perro tiraba con fuerza de la correa, dispuesto a retozar.

Regresó a su habitación, se desvistió y se sentó en el borde de la cama. Pensar en Tyler como en otra persona, eso había dicho ella; pensar en él teniendo que convertirse en el cien por cien de una nueva persona. Lo intentó. No pudo. Era imposible. Tyler era Tyler. Él quería que regresara… entero.

Se durmió al cabo de unos minutos, pero se despertó una hora más tarde. Los números rojos del reloj brillaban a escasos centímetros de su cara. Se levantó, acabó el whisky que quedaba en la botella y caminó por el espacioso loft. Mientras caminaba comenzó a tocar cosas, el borde de una estantería, el respaldo del sillón, el pomo de la puerta de la cocina. Recorrió ese círculo una y otra vez, tocando los mismos objetos en los mismos lugares. Repitió la ceremonia durante varias horas.

Luego regresó a su habitación e intentó volver a dormir, pero no pudo. Las sábanas se enredaban entre sus piernas, la manta parecía demasiado pesada. Los números rojos seguían brillando en la oscuridad. Sintió un peso, como si el techo lo estuviese aplastando. Finalmente, cuando los números indicaban las cinco de la mañana, volvió a conciliar el sueño. Tuvo pesadillas, una tras otra: asesinos que lo perseguían, perros rabiosos que saltaban sobre él desde detrás de los árboles, su propia madre tratando de matarlo, una mansión de fantasmas que vivían en mil habitaciones vacías. Se despertó bañado en sudor.

Y en cuanto abrió los ojos volvió a sentir ese peso terrible sobre todo el cuerpo y la presencia que se había instalado en su mente: la conciencia del accidente. Ese conocimiento lo invadió como el agua que entra en un barco que se hunde.

Pero, al menos, en algún momento de esa noche interminable había tomado una decisión: permitiría que Saramaggio llevara a cabo la operación. A la luz tenue del amanecer, lo vio claro. No había otra alternativa.

A la mañana siguiente, Cleaver condujo a través del puente George Washington y se adentró en los brumosos suburbios de Nueva Jersey. El tráfico era denso, de modo que, para matar el tiempo, mantuvo ocupada su mente con una de sus fantasías sexuales favoritas. Estaba desnudando a una mujer en una habitación blanca con mesas de acero inoxidable, pero ella no era exactamente una mujer; era una cyborg. Y era bellísima. La piel, o lo que pasaba por ser su piel, brillaba y resultaba plástica al tacto, si bien contenía una fina trama de alambre que la volvía agradablemente cálida a las caricias. Tenía implantados receptores sensoriales que le permitían responder con una respiración agitada cuando él le quitaba la blusa y apoyaba las manos sobre sus pechos perfectos, duros y turgentes. Su respiración se convertía en suaves gemidos cuando él deslizaba las manos debajo de la falda.

Cleaver estaba excitado. Levantó la vista, su coche se deslizaba hacia el parachoques del vehículo que tenía delante. Clavó los frenos. Mierda. Sería, mejor que se concentrase en conducir. Apartó a la cyborg de su mente, lamentando verla partir. No importaba cuántas veces se permitía entregarse a esa fantasía, nunca dejaba de excitarle. Al principio se había sentido un tanto avergonzado, incluso ante sí mismo. Pero nunca había sido un hombre afortunado con las mujeres, de modo que había decidido fabricar una en su mente. A lo largo de los años la había perfeccionado, puliendo cada uno de los detalles: la proyección de la barbilla, el brillo de la mesa de metal, la forma en que su pelo negro rozaba sus hombros. Lo que resultaba tan excitante, reconocía, era el hecho de que ella era una máquina diseñada para servirlo sumisamente.

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