John Darnton - Ánima
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– Tengo que ir a la ciudad -dijo-. Puedes llevar el coche a J y R. Pero no vuelvas a destrozarlo, joder.
Ella se limitó a gruñir.
Cuando atravesaron la puerta principal, Quincy se desabrochó su camisa de trabajo azul bajo la luz del sol, miró a ambos lados de la calle y se volvió hacia Cleaver. Llevaba un casco de motorista en la mano derecha.
– Divertido, ¿no? Me refiero a esa mierda de discusión. Si ellos supieran…
Era más rápido cruzar el puente desde el lado de jersey. Quincy iba delante en su motocicleta, la camisa ondeando al viento, mechones de pelo agitándose diabólicamente debajo del casco. Cleaver conducía su coche y lo seguía, irritado. Para empezar, le molestaba tener que seguir a alguien. Y seguir a una motocicleta hacía que se sintiera estúpido. Quincy podía deslizarse fácilmente entre los coches y adelantarse hasta casi perderse de vista, lo que hacía de vez en cuando. Luego reducía la velocidad y miraba por encima del hombro hasta que Cleaver lo alcanzaba. La única razón por la que Cleaver había ido a Nueva Jersey era para asegurarse de que Quincy se presentaría. Cabrón inestable. Todos lo eran en esa comuna, piratas informáticos pirados que se reunían para colocarse con su misticismo milenario y sus chorradas tecnófilas. Odiaba tener tratos con esos chalados. El único problema era que todos ellos eran jodidamente inteligentes. No había ningún cortafuego que no pudiese superar, ningún programa que no pudiesen inventar. Y Quincy era el más inteligente de todos.
Cogieron la Henry Hudson en dirección a la autopista del West Side y giraron a la izquierda en Canal, atravesando la ciudad junto a todos los mercadillos al aire libre. Quincy pasó a toda velocidad por Chinatown, se detuvo en el Bowery y apagó el motor. Cleaver aparcó detrás de él. Cerró el coche con el mando a distancia y oyó los pitidos de respuesta. El bordillo estaba cubierto de cristales. Siempre lo ponía nervioso dejar su Lexus en la calle, especialmente en el centro.
Recorrieron media manzana, pasaron junto a dos tiendas vacías, hasta llegar a un edificio de seis pisos. Dentro, en el vestíbulo, había un panel con botones negros. En uno de ellos se leía «Braintrust».
Quincy sacó una llave para abrir la puerta interior, que era de acero reforzado.
– Acompáñame. Verás lo que estás consiguiendo con tu dinero.
Mantuvo la puerta abierta sólo unos pocos centímetros, de modo que Cleaver tuvo que empujarla. Era sorprendentemente pesada.
Subieron tres tramos de escalera; Quincy, salvando rápidamente los escalones sin usar la barandilla. Cleaver comenzó a sentir una de las oleadas de intenso disgusto que experimentaba cada vez que estaba con Quincy.
'-No tan deprisa -dijo.
Pero Quincy superó el descanso que había delante de él y comenzó a subir el siguiente tramo sin detenerse.
En el cuarto piso, para cuando llegó allí, respirando agitadamente, Cleaver encontró una puerta abierta y entró. Quincy ya había abierto las ventanas. De uno de los lados de la habitación llegaban unos ruidos extraños: una puerta que se estremecía en sus goznes, y detrás de ella, algo rascando furioso. Cleaver se asustó. Un animal grande. Quincy lo había encerrado en la habitación contigua. -Un mastín -dijo Quincy-. Un seguro barato.
– Pero ¿quién lo cuida?
– Yo -respondió, encogiéndose de hombros-. Cuando estoy aquí. Es mejor si la gente sabe que tienes uno.
Le dijo a Cleaver que evitase los movimientos bruscos y abrió la puerta. Un enorme perro, gris y flaco, salió disparado hacia Quincy y luego olfateó los pantalones de Cleaver. Dio varias vueltas alrededor de la habitación y se detuvo ante la mano extendida de Quincy, la lamió y acabó por instalarse junto a la puerta.
Cleaver sacudió la cabeza. Quincy estaba irritado.
– Mira, no es el Waldorf, de acuerdo. Pero es barato, no deberías quejarte.
– No lo hago. Es sólo que ese perro huele a mierda de mono.
– ¡Mierda de mono! ¿De dónde sacas esas cosas? Cleaver se contuvo y no dijo nada. No tenía sentido empezar una discusión en ese momento.
Quincy se dirigió a la parte trasera de la habitación. -Bueno, qué importa… ¿quieres verlo o no?
– Por supuesto. Por eso estoy aquí.
Con un gesto ligeramente teatral, Quincy abrió la puerta de par en par. Cleaver vio que tenía un revestimiento metálico.
– Tachán -canturreó Quincy, con ironía.
Cleaver contuvo el aliento y entró en la otra habitación. En el instante en que cruzó el umbral sintió una oleada de excitación ante lo que veía. Todo este tiempo… Quincy realmente lo había estado construyendo. Sintió una punzada de culpa: y pensar que dudaba de él.
El laboratorio era grande y estaba bien ventilado, dos pisos unidos de modo que las paredes de ladrillo tenían ocho metros de alto y la luz natural se filtraba a través de dos hileras de ventanas. Debajo de ellas había cuatro largas mesas de trabajo cubiertas de cables, alambres, placas de memoria, amplificadores y recipientes llenos de chips. A lo largo de una de las paredes se veían dos enormes bóvedas cilíndricas que parecían máquinas de resonancia magnética cortadas, completadas con camillas rodantes de plástico. En su interior había grandes cascos con visores, metidos en capullos de alambres.
Quincy palmeó una de las máquinas.
– El primer estimulador-receptor craneal totalmente operativo. Es jodidamente genial.
Cleaver estaba impresionado, aun a su pesar. Le había entregado a Quincy montones de dinero -no le había resultado difícil desviar de Pinegrove fondos destinados a subvenciones- y le había proporcionado ayudantes y tiempo, mucho tiempo. Pero, de alguna manera, él jamás le había correspondido generando la confianza necesaria. – ¿Funciona?
Casi no se atrevió a hacer la pregunta.
Quincy no le contestó de inmediato. En cambio, se ocupó de manipular unos botones y comprobar las conexiones. Actuaba como si Cleaver no estuviese allí.
Cleaver repitió la pregunta. Quincy frunció el ceño. -Bueno, no lo sabremos hasta que no lo hayamos probado, ¿verdad? Pero una cosa es segura. Es mucho mejor que esas jodidas gafas espaciales que usan en Pinegrove. ¿Siguen haciendo experimentos con esos pacientes? ¿No es ilegal o algo por el estilo?
Cleaver lo ignoró.
– ¿Cuándo estará terminado? Quincy se encogió de hombros.
«Está representando el papel de inventor temperamental -pensó Cleaver-. Intenta que lo adule.»
– Tengo que reconocer… nunca pensé que… – ¿Sí?
– Bueno, que llegarías tan lejos. Quiero decir, no hay duda de que parece impresionante.
– ¿Parece impresionante? Es impresionante.
Quincy se acercó al tubo, le dio unas palmadas y miró en su interior.
– Mira esto -dijo.
Introdujo la mano y desabrochó uno de los cascos, lo sacó y lo depositó sobre una mesa. El objeto se apoyó con un ruido sordo. El casco presentaba lo que parecía ser una careta protectora en la parte delantera, sujetando dos discos cóncavos similares a unas hueveras.
– Aquí dentro -dijo Quincy, tocando el costado del casco- hay quinientos mil electrodos de grabación, extremadamente sensibles. Están dispuestos en un diseño plano, hexagonal. Son como los que utilizaste antes en tu receptor magnético transcraneal, sólo que mucho mejores. Su capacidad para registrar las transmisiones sinápticas eléctricas es cinco veces mayor. Las señales que capta también son más profundas, a lo largo de todo el tronco cerebral. Cubre el noventa por ciento del cerebro.
– El noventa por ciento -repitió Cleaver-. ¿Qué es lo que falta?, ¿la parte posterior del cerebelo?
– Así es.
– Y esa parte se encarga de la coordinación motora fina. De modo que no la necesitamos.
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