John Darnton - Ánima
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Después de superar con lentitud los últimos metros del puente, enfiló hacia Palisades, luego cogió la primera salida, giró a la derecha en el semáforo y recorrió los deprimentes bulevares de Englewood Cliffs. La tarde era cálida y, de vez en cuando, el sol conseguía abrirse paso entre la niebla para salpicar de luz las aceras. Conocía el camino, y pronto se encontró en una zona de casas idénticas y caminos particulares sinuosos y elegantes. El paisaje le resultaba estimulante: ligeros desniveles en la carretera, bosquecillos frondosos, grupos de pinos abrazando los arcenes, todo ello creado para encajar en la visión que tenía un arquitecto de la vida rústica. Le gustaba la artificialidad de todo el conjunto.
Detuvo el coche delante de la única casa que destacaba del resto por los evidentes signos de abandono. Nada grave; la casa, grande y de una sola planta, era de ladrillo indestructible, sólo una acumulación de pequeños insultos: hojas fétidas atascando los canalones, manchas de agua en las persianas blancas de plástico, un prado con la hierba sin cortar y salpicada con fantasmales coronas de amargones. «Cómo debe de fastidiar todo esto a los vecinos», se dijo Cleaver mientras recorría un sendero de lajas agrietadas.
Tuvo que golpear varias veces antes de que le abriesen la puerta. Un joven, vestido con una camiseta estampada y unos pantalones sucios, lo miró ligeramente confundido y luego se retiró sin decir nada. Cleaver entró en la sala de estar. La alfombra de pared a pared estaba cubierta de muebles vacíos, papeles y libros. Había un televisor encendido -un anuncio de un coche que giraba velozmente en una esquina haciendo chirriar los neumáticos- y, desde un rincón, llegaba el sonido de un CD con música tecno. Pudo sentir el ritmo repetitivo en sus pies y subiendo por sus piernas. Le molestó. Cruzó la habitación y recorrió un largo pasillo. A la derecha había un dormitorio lleno de jóvenes. Una nube de humo flotaba encima de sus cabezas. Echó un vistazo al interior: seis o siete hombres y mujeres sentados en dos camas y en sillas. Sólo uno de ellos alzó la vista con expresión vacía. Cleaver no reconoció a ninguno de ellos. Continuó por el pasillo hasta que llegó a una puerta y la abrió. Era el dormitorio principal. Las cortinas estaban corridas pero la habitación no estaba oscura. Una lámpara halógena proyectaba una luz intensa sobre una de las paredes y parte del techo, y había tres pantallas de ordenador encendidas que brillaban con un resplandor tenue. Vio dos colchones desnudos en el suelo, grises con rayas azules y grandes manchas marrones. Las esquinas de la habitación se perdían en las sombras.
Encontró a Quincy sentado delante de uno de los ordenadores, el rostro reflejando el brillo fantasmal de la pantalla. Éste alzó la vista, murmuró algo ininteligible y volvió a concentrarse en la pantalla. Resultaba difícil leer su expresión en la penumbra, pero parecía irritado por la interrupción.
– Te dije que vendría. -Sí, de acuerdo.
Cleaver esperó un momento. Quincy continuó concentrado en el teclado.
– No he hecho este largo viaje para ver cómo prácticas la piratería informática -dijo.
Quincy volvió a mirarlo, pulsó unas cuantas teclas y cerró el programa.
Mierda.
Cleaver se preguntó si estaba destruyendo un virus o bien creando uno.
– ¿Qué ocurre?
Quincy hizo un gesto con la mano.
– Tengo muchas cosas que hacer -respondió, en tono irritado-. No eres tú el único que trabaja, ¿sabes?
El joven tenía el rostro afilado y el pecho hundido, lo cual le confería un aspecto de extrema fragilidad. Largos mechones colgaban del centro de la cabeza y rebotaban en sus pómulos cuando la giraba, lo que hacía con frecuencia, con movimientos bruscos, como si fuese un pájaro. Un persistente caso de acné enrojecía sus mejillas y hacía que pareciera dispéptico.
– Pero quiero ver cómo va el proceso.
– Y yo te dije que prefería esperar. Aún no está terminado.
– Será mejor que lo acabes pronto. De todos modos, quiero verlo.
Quincy suspiró, se levantó y sujetó una larga cadena con llaves a su cinturón. Dejó los terminales en funcionamiento, salió por la puerta sin decir palabra y apagó las luces, haciendo que Cleaver lo siguiera con pasos vacilantes por la habitación apenas iluminada.
Quincy se dirigió a la habitación que había en el pasillo y Cleaver entró tras él. Ahora pudo verlo bien: había cuatro chicos y dos chicas, acostados en dos camas situadas la una frente a la otra. Dos de ellos yacían de espaldas con las cabezas apoyadas contra la pared. Los otros bebían cerveza en lata y se pasaban un porro. Cleaver notó el olor acre de la marihuana. Ellos apenas repararon en él, demasiado enfrascados en la conversación como para preocuparse por su presencia. O demasiado colocados.
– Moravec es el pensador del siglo -comentó uno que parecía un cabeza rapada-. Será reconocido dentro de muchos años cuando la gente vuelva la vista atrás. Darwin y Einstein, fundidos en uno.
El chico que antes había alzado fugazmente la vista estaba sentado a su derecha, trabajando en un ordenador colocado sobre una tabla apoyada en dos caballetes. Se había quitado la camisa y en la espalda lucía un tatuaje de un cuerpo desgarrado; mostraba la carne abierta hacia fuera, exponiendo alambres y varillas, estilo cyborg. Era extrañamente realista, pensó Cleaver, como si la piel hubiese sido arrancada para mostrar las entrañas de una máquina. Cleaver miró la pantalla por encima del hombro del muchacho. Alguien, en alguna parte, acababa de escribir una oración:
Mi pelo se extiende como los rayos del sol mientras tú te arrodillas a mi lado junto a la cascada.
El muchacho le respondió:
Sí, sí. Y entonces…acaricias suavemente mi mejilla y luego, con dulzura, colocas tu mano sobre mi sexo.
Cleaver reconoció el estilo pomposo, la mojigatería casi victoriana del sexo escrito. El chico se removió en la silla y comenzó a teclear. Cleaver no pudo leer su respuesta. El chico pulsó una tecla, se volvió y cogió una lata de cerveza. Bebió un largo trago y le sonrió a Cleaver, cosa bastante extraña. El cabeza rapada seguía disertando con una farragosa intensidad.
– Ahora bien, Moravec habla del universo posbiológico. La nueva forma de vida cibernética nos dejará atrás a todos. Se volverán cada vez más complejos y procrearán y nos dejarán hundidos en el polvo. No tendremos ninguna posibilidad.
– ¿Seremos esclavos?
– A menos que nos unamos a ellos. – ¿Y cómo lo haremos?
– Tendremos que descargar nuestras mentes en ordenadores, conectarnos y dejar nuestros cuerpos atrás. -Pensaba que ése era Kurzweil -dijo una chica que estaba sentada con las piernas cruzadas-. Él dice que dentro de veinte años los ordenadores llegarán a ser más inteligentes que nosotros. De modo que sólo es cuestión de tiempo. Si queremos sobrevivir tenemos que conectarnos con ellos de alguna manera. Es el próximo gran paso en el camino de la evolución.
– No me jodas -replicó un joven delgado como un raíl-. Puedo ver a una máquina follando, pero ¿cómo consigues bebés máquinas?
– Eso es Moravec -dijo el cabeza rapada-. Él lo explica. Tú descargas tu conciencia humana en un ordenador. Un cirujano robot te quita el cerebro. Ellos realizan una resonancia magnética de alta resolución para crear una imagen de tu cerebro. Lo hacen trozo a trozo y capa a capa, deshaciéndose del cerebro una vez que han terminado. Hasta que, finalmente, la caja craneal está vacía. Entonces simplemente desconectan el soporte vital y tiran tu cuerpo. -Igual que Hannibal Lecter-comentó el chico delgado. Todos se echaron a reír.
– Fred, eres un gilipollas -dijo la chica. Quincy se inclinó sobre la segunda chica.
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