John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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La cafetería estaba prácticamente vacía. Bebió un trago de café. Nunca había echado tanto de menos a Lydia como en ese momento.,

Una sombra se proyectó sobre la mesa, engullendo el vaso de plástico.

– ¿Le importa si me siento con usted, o preferiría estar solo? Si es así, lo comprendo.

Alzó la vista. Era aquella cirujana, la mujer que se había mostrado tan comprensiva con él. Estaba de pie junto a la mesa con una taza en la mano.

Hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a él. Actuaba siguiendo un atávico sentido de la amabilidad; para ser sincero, quería estar solo.

Ella se sentó, se acomodó en la silla y miró el vaso de plástico de Scott.

– Es horrible. Él asintió.

Ella se sonrojó.

– Me refería al café. Tan flojo.

Distraído, Scott alzó ligeramente la barbilla para denotar que había entendido.

– Ah, doctora… -Willet. Kate Willet. -Doctora Willet, permítame hacerle una pregunta. -Adelante.

– Esa junta de revisión, la que debe reunirse mañana, ¿con qué frecuencia lo hacen, quiero decir, reunirse para decidir si una operación debe llevarse a cabo o no?

– Raramente. Muy raramente. Llevo aquí sólo unas cuantas semanas, de modo que resulta difícil decirlo. Pero en el hospital en el que estaba antes, en San Francisco, sólo ocurrió cinco veces en diez años. Una vez debido a un trasplante de corazón que era muy especial (implicaba la implantación de una nueva clase de válvula temporal) y, en otra ocasión, por un nuevo método de reparación de aneurismas. La junta tenía que dar su aprobación para ambas intervenciones. Sucede siempre que hay algo nuevo en cualquiera de las tres áreas: procedimiento, equipo o técnica.

– ¿Y en este caso?

Ella lo miró directamente a los ojos. -En este caso, las tres áreas son nuevas.

Scott asintió y miró el café, ya frío. Ambos permanecieron en silencio durante unos minutos. Finalmente, fue ella quien habló.

– Creo que debería saber (espero que el doctor Saramaggio lo haya dejado claro) que esta operación es revolucionaria. Jamás se ha hecho antes… nada semejante se ha intentado con antelación. De modo que estamos pisando territorio desconocido. Sé que usted está tratando de evaluar las probabilidades, pero eso es imposible en una situación como ésta.

– No se trata de una partida de póquer. Es la vida de mi hijo.

– Lo sé. -Y añadió suavemente-: Puedo ver cuánto lo ama.

Él apartó la vista con los ojos llenos de lágrimas.

– Si usted supiera… -dijo, y miró a través de la ventana.

Volvieron a quedarse en silencio.

– Si sólo hubiese alguna forma de que Tyler volviese -dijo.

Sus palabras le resultaron estúpidas, pero no le importaba. Eso era lo que sentía.

Ella asintió.

– Sé cómo debe de sentirse. – ¿Lo sabe? -preguntó él.

– Bueno, no exactamente. Creo que es diferente para cada persona.

Él la miró de hito en hito. Luego volvió a mirar por la ventana. Después, nuevamente a ella.

– ¿Qué sucedió en su caso?

– Era mi madre. Ella me crió… sola. Mi padre murió en Vietnam cuando yo era muy pequeña y ella nunca volvió a casarse. El amor de su vida y todo eso. Era maestra en una pequeña ciudad en Washington y, hace algunos años, tuvo un accidente. Se cayó de una escalera: estaba limpiando los canalones del tejado de nuestra casa, aunque no lo crea, y se golpeó la cabeza. Nunca consiguió recuperarse del todo. Fue muy duro, por supuesto. Recuerdo lo que me dijo un médico una vez…

– ¿Qué?

– Un día el médico me llevó aparte y dijo que debía dejar de pensar en cómo había sido mi madre antes del accidente, que tenía que dejar de compararla con lo que había sido. Que no debía pensar: ella puede hacer el sesenta por ciento de lo que solía hacer, ella sabe la mitad de las palabras que sabía. En cambio, debía verla como alguien diferente de una manera elemental. Ella había cerrado un capítulo y ahora estaba embarcada en una nueva vida. Y lo que era verdaderamente importante era esa nueva persona en la que mi madre se estaba convirtiendo y que pudiera llegar a ser el cien por cien de esa nueva persona.

»No sé si alguna vez lo creí realmente, pero parecía ayudar cuando pensaba en ello en esos términos. Y mi madre se recuperó, gradualmente, casi hasta alcanzar el cien por cien. Pero como ya le he dicho, cada caso es diferente.

– ¿Y ahora? ¿Aún vive?

– No. Murió el año pasado… Cáncer. -Lo siento.

– No. Yo lo siento. -Bajó la voz, avergonzada-. No debería hablar de mí misma.

– No debe lamentarlo. Ayuda.

Eso había sido sincero. Ayudaba, aunque sólo fuese momentáneamente.

Apartó el vaso con el resto de café y se levantó. Ella también.

– Puede irse a casa. No hay nada que pueda hacer aquí. También podría tratar de dormir un poco. Mañana será un día muy duro, sea cual sea su decisión.

– Odio tener que marcharme. Sólo me gustaría poder verlo.

Ella no lo dudó un momento.

– Venga conmigo -dijo, girando sobre sus talones.

Lo llevó en el ascensor hasta la sexta planta, luego abrió con su llave un cuarto que servía de almacén y encendió la luz. En una estantería había montones de vestimenta quirúrgica, perfectamente planchada.

– Póngase una de ésas, una mascarilla y un gorro. Nos encontraremos en el corredor.

Kate lo acompañó a través de las puertas dobles hasta el área de quirófanos, recorrieron un largo pasillo y atravesaron otras puertas dobles situadas a la izquierda. Entraron en la sala de cuidados intensivos y pasaron junto a media docena de pacientes, la mayoría de ellos inmóviles y con los ojos cerrados, rodeados por una serie de aparatos que zumbaban y lanzaban pitidos cada pocos segundos. Tres enfermeras se movían silenciosamente entre las camas. Una mujer mayor, con el pelo gris y rizado alrededor de la cabeza como si fuese un halo y un tubo que le sobresalía de la boca, los observaba ojo avizor.

Kate abrió una puerta y le hizo señas de que avanzara hacia una habitación débilmente iluminada.

– Trate de no respirar demasiado cerca de él. Luego se marchó.

Tyler yacía en una cama que estaba parcialmente elevada, de modo que su espalda quedaba reclinada sobre una almohada. Debajo de las piernas tenía otra almohada. Scott tardó unos instantes en acostumbrarse a la oscuridad de la habitación, de modo que no reparó al instante en que el torso de su hijo estaba sujeto con correas a la cama. La cabeza de Tyler estaba inmovilizada por un tensor, de modo que no podía moverla hacia ningún lado. La tenía completamente vendada y parecía un enorme globo. El extremo de la pieza de escalada, también oculta debajo del vendaje, era apenas una leve protuberancia. Una luz de noche permanecía encendida encima de la cama y arrojaba un brillo mortecino sobre el blanco inmaculado de los vendajes.

Scott se acercó sin hacer ruido, como si temiese despertarlo. Se inclinó sobre la cama y miró el rostro de Tyler, que parecía comprimido bajo las vendas. Le sorpreñdió la forma en que el vendaje eliminaba todos los rasgos. Era impresionante; su hijo parecía una criatura extraña, una momia hinchada. Luego Scott se concentró en sus rasgos uno por uno, las largas pestañas en los ojos cerrados. ¿Por qué tenía esos hematomas alrededor de los ojos? La nariz fuerte, los labios carnosos que solían ser tan expresivos que siempre anticipaban una broma. Esa parte aún estaba allí, tan familiar, tan… tan indescriptiblemente amada.

Cogió la mano de su hijo, la apretó con fuerza y pensó por un momento que él también sentía una ligera presión. ¿Tyler le estaba apretando la mano? No. Y entonces Scott se percató de que mientras permanecía junto a la cama de su hijo estaba llorando. Se dio cuenta de que llevaba varios minutos llorando, pero no había sido consciente de ello, como si le hubiese estado sucediendo a otra persona. Podía sentir las lágrimas que bañaban sus mejillas y su cuerpo estremecido por los sollozos. Permaneció allí mucho tiempo, sosteniendo la mano de su hijo y llorando.

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