John Darnton - Experimento

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Un cadáver mutilado, sin rostro ni huellas dactilares ha aparecido en extrañas circunstancias… Un thriller de máxima actualidad sobre la clonación y la manipulación genética, donde se mezcla la ciencia más avanzada con el suspense más estremecedor.

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– Ah, comprendo -dijo de pronto Tizzie-. Si realmente son tres, y realmente son idénticos, entonces nos enfrentamos a un fenómeno totalmente nuevo.

– No entiendo -dijo Skyler.

– Los trillizos idénticos no existen -dijo Jude-. Al menos, no se producen de modo natural. Para crearlos haría falta la intervención humana.

Jude les explicó que había llevado a McNichol muestras del cabello de los dos y que los resultados de la prueba del ADN demostraban que eran idénticos en todos los aspectos salvo en el de la edad. Y mientras esbozaba las líneas generales de su explicación para aquel asunto, se encontró con que ya no le resultaba tan difícil emplear la palabra que antes no se había atrevido a utilizar, y con que en realidad no le era posible exponer su ideas si no hacía uso de ella.

Así que tomó aliento y, clavando la mirada en los ojos de Skyler, anunció:

– Hasta ahora hemos pensado que existía una relación entre nosotros, que tal vez fuéramos hermanos. Pero creo que nuestra relación es aún más íntima. Creo que tú eres mi clon.

CAPÍTULO 17

Tizzie caminaba con paso decidido por el campus de la Universidad de Columbia. A los estudiantes que tomaban el sol en las escalinatas, la mujer y sus dos acompañantes debían de parecerles un trío sumamente peculiar. Ella abría la marcha, elegantemente vestida y con la cabellera al viento, detrás iba Jude, despeinado y con su cuaderno de notas asomando por el bolsillo de la chaqueta de pana, y finalmente Skyler, a quien el corto cabello rubio y las gafas de sol le daban un aspecto ciertamente extraño.

Se acomodaron en una de las filas traseras del anfiteatro y miraron al corpulento caballero que ocupaba el estrado, el doctor Bernard S. Margante.

El jefe de la sección de ciencia del Mirror no había vacilado ni un microsegundo cuando Jude lo telefoneó para pedirle consejo. «Si lo que te interesa es la genética -le dijo-, Margante es tu hombre.» Jude buscó información sobre el científico. Había escrito estudios con títulos tan enrevesados como «La transferencia nuclear en los blastómeros procedentes de embriones de vaca tetracelulares».

Afortunadamente, la clase que se disponía a dar formaba parte de un cursillo de introducción. Varias docenas de estudiantes de verano vestidos con un mínimo de ropa se repartieron por los asientos del anfiteatro y procedieron a dejar sus libros amontonados en el suelo.

Margante hizo unos cuantos comentarios preliminares, anunció que la semana siguiente pondría un examen y gastó un par de bromas. Luego le echó un vistazo a sus notas, se dirigió a la pizarra y dibujó cinco círculos en ella. Junto a Jude, un muchacho abrió su cuaderno y copió el dibujo.

– Como cualquiera puede darse cuenta -comenzó Margarite-, esto son óvulos. -Hizo una pausa, como para admirar su obra, y prosiguió-: Huevos de rana. ¿Por qué los biólogos sienten tanto cariño por los huevos de rana? Porque son grandes, diez veces mayores que los óvulos humanos. Y, como crecen en el exterior del cuerpo del anfibio, nos es posible observarlos -añadió arrojando la tiza al otro lado de la sala.

Margarite tenía fama de ser un profesor algo histriónico.

– Bueno, todos vosotros sabéis lo que ocurre cuando un óvulo es fertilizado. Crece y se divide en dos, y luego cada una de esas mitades se divide a su vez, y así sucesivamente. Al final, lo que tenemos es una bola de células, un embrión. Y, a medida que se van produciendo las nuevas divisiones, las células se especializan. Algunas se convierten en piel, otras en ojos, otras en una cola, otras en la médula espinal, etcétera. Y al cabo de poco tiempo tenemos un bebé de rana que, cuando crezca, será diseccionado por alumnos de séptimo grado, o bien terminará sirviéndole de almuerzo a algún francés.

«Todos los animales superiores pasan por el mismo proceso, incluidos los seres humanos, aunque en nuestro caso, con un poco de suerte, el desenlace no es el mismo.

El comentario suscitó un murmullo de risas corteses y el profesor continuó:

– Pero los humanos llevamos el proceso hasta casi la exageración. En la edad adulta, cada uno de nosotros tiene en el cuerpo unos nueve billones de células.

El muchacho sentado junto a Jude anotó la cifra con todos los ceros.

– Así que la primera pregunta que se plantearon los primeros investigadores fue cómo se producía el fenómeno. ¿Por qué ciertas células saben que deben convertirse en músculo y otras saben que deben convertirse en hueso? ¿Cómo llegan a diferenciarse? ¿Por qué una célula cerebral, por ejemplo, no puede volver a la fase de embrión para luego convertirse en otra cosa? Los científicos creían, y es una suposición lógica, que esa capacidad se va perdiendo a lo largo del proceso de reproducción. Cuando una célula se divide, las dos mitades resultantes poseen menos información que la célula original. La célula embrionaria inicial puede hacer de todo, pero sus sucesoras no, y cuanto más se reproducen, menos cosas son capaces de hacer. Así que, para cuando llegan a convertirse, por ejemplo, en células hepáticas, ya no pueden convertirse en ninguna otra cosa.

«Durante cincuenta años, probar y refutar esa hipótesis básica se convirtió en el Santo Grial de la biología.

Margarite mencionó media docena de nombres, y procedió a repasar sus teorías y experimentos. Habló de los zoólogos que habían dividido los óvulos, o los habían perforado, o los habían descompuesto en el laboratorio. Incluso uno de ellos, Hans Spemann, utilizó minúsculos cabellos sacados de la cabeza de su hijo recién nacido para atarlos y darles nuevas formas… «Como un payaso manipula un globo hasta convertirlo en un pato o en un conejo.»

– Luego a Spemann se le ocurrió algo muy ingenioso. Tomó un huevo fertilizado de salamandra y lo estranguló hasta darle forma de pesa de halterofilia. El núcleo que contenía el material genético permaneció a un lado y comenzó a dividirse y subdividirse normalmente. Mientras esto sucedía, Spemann abrió lo suficiente la parte más angosta para que uno de los núcleos pasara al otro extremo de la pesa. Luego apretó fuertemente el nudo y logró escindir las dos partes. Se quedó con un embrión en desarrollo en un extremo y con una única célula en el otro.

«¿Qué iba a suceder? ¿Se convertiría la única célula en un embrión por sus propios medios, pese a que su núcleo ya se había subdividido cuatro veces? ¿Retendría aún la suficiente información genética como para lograrlo? La respuesta, naturalmente, fue sí. La única célula terminó siendo un gemelo idéntico del embrión mayor.

«¿Alguien se siente capaz de decirme cómo se llama lo que hizo Spemann?

No hubo voluntarios.

– Procede de una palabra griega que significa retoño.

Una muchacha de las primeras filas alzó una mano.

– Lo que hizo fue un clon -aventuró insegura.

– Sí -exclamó Margarite-. Hizo un clon. Fue algo tosco, primitivo, y tuvo que usar un montón de cabellos de bebé para conseguirlo, pero el caso es que hizo un clon. Obligó a un embrión de salamandra a desprenderse de una parte de sí mismo, y luego convirtió esa parte en una réplica exacta de la salamandra.

Jude y Skyler se miraron. El sonido de la palabra clon seguía impresionándolos.

– Spemann, por cierto, tuvo lo que él llamó un «sueño fantástico» hace sesenta años. ¿Y si fuera posible coger un óvulo y extraerle el núcleo? ¿Y si luego fuera posible sacarle el núcleo a otra célula, una que ya estuviese bien desarrollada y diferenciada, e insertarlo en el óvulo? ¿Qué sucedería? ¿Se desarrollaría? ¿Actuaría el óvulo como si no ocurriese nada anómalo, aunque tuviera que comenzar su vida con un viejo núcleo que ya llevaba tiempo dando vueltas por el mundo?

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