John Darnton - Experimento
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»O sea que la edad de la célula no tiene nada que ver con el tiempo cronológico según nosotros lo experimentamos. Y, si reflexiona sobre ello, se dará cuenta de que es lógico, ya que, para empezar, el tiempo es una concepción humana artificial. La edad de las células está relacionada con la cantidad de trabajo que efectúan, con la cantidad de veces que tienen que dividirse. A eso se debe que la piel de una persona que se ha pasado la vida tomando el sol esté mucho más arrugada que la de otra que ha permanecido a la sombra; las células de la piel del fanático del bronceado tienen que reproducirse constantemente para sustituir a las que los rayos ultravioletas van destruyendo. Se ven obligadas a trabajar más, y por eso sus telómeros son más cortos.
– Fascinante -dijo Jude-. Pero, sea por el motivo que sea, el caso es que, en último extremo, la célula tiene que morir.
– Pero… ¿tiene realmente que morir? O, mejor dicho, ¿tiene que morir a una edad tan absurdamente temprana? -decía McNichol, en tono cada vez más melodramático-. Ocurre que las células vivas son extraordinariamente eficientes. Son creaciones magníficas, consumen comida, expulsan los deshechos, hacen su trabajo y tienen una fuerte membrana protectora. Un mundo perfectamente equilibrado en el interior de un microcosmos. Son un mecanismo tan extraordinario, que no hay ningún motivo para creer que existe un límite natural a su longevidad.
»Eso lo sabemos por nuestros estudios de las células cancerosas, que se duplican incesantemente, generación tras generación, hasta el extremo de que los experimentos para contar el número de sus divisiones son casi literalmente interminables. En los laboratorios existen células cancerígenas que viven durante décadas en un disco de Petri tras otro. Para todos los efectos prácticos, son inmortales.
– ¿Y cómo lo logran?
– Sí, ¿cómo? El secreto está en una enzima llamada telomerasa, que actúa como un pequeño equipo reparador. Cada vez que un fragmento de telómero se pierde a causa de la división celular, la telomerasa lo sustituye de forma que el filamento nunca se reduzca. El cordón del zapato no se deshilacha, por así decirlo, porque le cambian la punta de plástico. La telomerasa está presente en las células cancerosas. También aparece en las células de los óvulos y el esperma porque, como es natural, esas células deben mantenerse jóvenes, puesto que han de pasar a la descendencia. Pero la enzima no se halla presente en las células normales y corrientes, aunque las células normales podrían producirla. Tienen un gen para tal fin, pero está desactivado.
– ¿Quiere decir que si las células tuvieran esa enzima vivirían más tiempo? ¿Ésa es la teoría?
– No es una teoría, sino un hecho demostrable. Los científicos del Centro Médico de la Universidad Southwestern de Texas han inyectado en células humanas el núcleo de la enzima que produce el gen. Por cierto, encontraron el modo de conseguir el gen estudiando nuestro pequeño protozoo de las charcas, que produce ingentes cantidades de telomerasa. Tras la inyección, los telómeros recuperaron su longitud juvenil y las células siguieron dividiéndose tan contentas mucho después de alcanzar el límite de su media de vida. Las células resultaron rejuvenecidas.
– O sea que ya se ha descubierto la fuente de la juventud que tanto buscó Ponce de León.
– No, el envejecimiento es un proceso mucho más complicado. Por un lado, no todas las células siguen las mismas reglas. Las del cerebro y del corazón, por ejemplo, actúan de modo distinto. Pero desde luego, se trata de un primer paso importante que confirma el hecho de que el cuerpo humano, como todos los organismos vivos, posee una notable capacidad para la autoreparación. A fin de cuentas, resulta que no somos máquinas.
Concluida su disertación, McNichol volvió a tomar asiento. Aunque le interesaba todo lo que acababa de oír, Jude no acababa de entender qué relación tenía con su propio caso. Pasó una página de su cuaderno -indicio de que deseaba ir al grano-, dio un sorbo a su café, que ya estaba frío, y clavó la mirada en los ojos del forense.
– Señor McNichol… Doctor McNichol, todo eso es de lo más interesante pero, si no le importa decírmelo, ¿qué tiene que ver con los dos mechones de pelo que le entregué?
– Son antecedentes, muchacho. Antecedentes. Sin mi pequeña conferencia, y si me he extendido demasiado lo lamento, a usted no le sería posible comprender lo que hice ni cómo alcancé la conclusión a la que llegué.
– ¿De qué conclusión habla?
– Como supongo que usted imaginará, todas esas investigaciones han tenido un fuerte impacto en la especialidad a la que yo me dedico. En los últimos años, la ciencia forense ha avanzado a pasos agigantados, y hoy en día estamos haciendo cosas con las que ni siquiera soñábamos en mis tiempos de estudiante de medicina.
– Sí. Vaya al grano, por favor.
– Bien. Lo que ocurrió fue que realicé una prueba normal de ADN, comparando las dos muestras de cabello. Como sabe, esa prueba consiste en cotejar secuencias genéticas y nos permite establecer si dos muestras distintas proceden de una misma persona. La posibilidad de error es mucho menor que en la prueba de las huellas dactilares. Por lo general, podemos establecer la identidad del propietario dentro de unos márgenes que excluyen la posibilidad de una coincidencia.
– Sí, ya sé. ¿Y qué averiguó?
– Pues, muy sencillo. Averigüé que el ADN de ambas muestras era idéntico. En este caso, la posibilidad de que una coincidencia así se produzca en dos personas distintas es, aproximadamente, de una entre cuatrocientas mil y, por tanto, desdeñable. O sea que el resultado que obtuve indica inequívocamente que las dos muestras de cabello procedían de la misma persona.
– Pero también podrían proceder de gemelos idénticos, ¿no?
– Sí, claro. Los gemelos idénticos no tienen las mismas huellas dactilares, ya que éstas se forman en una etapa posterior del desarrollo del feto. Pero sí tienen la misma constitución genética, de modo que dos especímenes de ADN extraídos a gemelos idénticos serían exactamente iguales. Pero en este caso descarté la posibilidad de gemelos.
– ¿Cómo? ¿Por qué?
– Eso nos lleva de nuevo a los telómeros. Recientemente, hemos desarrollado y perfeccionado un nuevo tipo de prueba del ADN llamada RFLPS, siglas que significan polimorfismo de la restricción de la longitud del fragmento. Este procedimiento logra diferenciar los organismos analizando las pautas derivadas de la división de su ADN. La longitud de los telómeros nos permite hacer un cálculo aproximado de la edad de la persona. No se trata de algo exacto, desde luego, pero la técnica es lo bastante sofisticada como para establecer una diferencia de edad entre dos muestras. Y eso es lo que logré hacer en el caso de los mechones que usted me dejó.
– ¿Y a qué conclusión llegó, doctor McNichol?
– Una de las muestras, la de la bolsa que marcó como A, procedía de una persona que era cinco años más joven que la de la muestra B. Año más, año menos.
– Pero… pero… -tartamudeó Jude-. Eso no es posible.
– Exacto. No sería posible si las muestras procedieran de gemelos idénticos. ¿Cómo pueden existir gemelos idénticos de edades distintas? Así que encontré la solución, que si lo desea puede publicar en su periódico, y la solución es…
– ¿Sí?
– Que las dos muestras proceden de la misma persona, y supongo que esa persona es usted. Usted me entregó dos mechones más o menos idénticos de su cabello, sólo que uno era alrededor de cinco años más joven. O sea que se cortó el mechón hace cinco años y lo ha conservado hasta ahora.
Jude se quedó en silencio.
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