Llegamos al helicóptero sin problemas y nos pusimos de pie. Caminamos en torno a él precavidamente, tratando de ver si había algo que pudiéramos sacar de entre los restos. Era difícil saberlo en la oscuridad.
—Aquí no hay nada para nosotros —dije a Lateef—. Si fuera de día…
Al hablar yo, escuchamos un movimiento dentro y nos apartamos al momento, agazapándonos cautelosamente en la hierba. Del interior surgió la voz de un hombre, que hablaba jadeando y entrecortadamente.
—¿Qué está diciendo? —preguntó uno de los hombres.
Prestamos atención de nuevo, mas no logramos entender nada. Luego reconocí el idioma como el swahili, aunque yo no tenía conocimientos de esa lengua, su sonido me resultaba familiar, ya que la mayoría de las emisiones radiofónicas que había escuchado en los últimos meses habían sido repetidas en swahili. Se trata de un idioma confuso, difícil para oídos europeos.
Ninguno de nosotros necesitaba hablar ese idioma para saber de forma instintiva qué decía aquel hombre. Estaba atrapado y herido.
Lateef sacó su linterna y la encendió sobre el vehículo destruido. Procuraba mantener el rayo de luz hacia abajo, en el intento de evitar ser visto por alguien que pudiera encontrarse en las cercanías.
Por un momento fuimos incapaces de distinguir formas coherentes, aunque en un trozo de metal relativamente intacto acertamos a ver una instrucción en alfabeto cirílico. Nos acercamos más y Lateef iluminó el interior con la linterna. Después de un instante vimos un negro que yacía entre el metal destrozado. Estaba empapado en sangre. Dijo algo por segunda vez y Lateef apagó la linterna.
—Tendremos que abandonarle —dijo—. No podemos meternos ahí dentro.
—Pero, ¿y el hombre? —pregunté.
—No lo sé. No podemos hacer gran cosa.
—¿No podríamos tratar de sacarlo de allí?
Lateef encendió su linterna de nuevo y alumbró los restos del helicóptero. El lugar donde yacía el individuo estaba casi completamente rodeado de grandes fragmentos de la cabina y el fuselaje. Para retirarlos se habría precisado de equipo pesado.
—Ni una sola esperanza —dijo Lateef.
—No podemos abandonarlo.
—Temo que deberemos hacerlo —Lateef volvió a meterse la linterna en el bolsillo—. Vámonos, no podemos quedarnos aquí. Estamos demasiado expuestos.
—¡Lateef, tenemos que hacer algo por ese hombre! —dije.
Se volvió, se acercó a mí y permaneció a corta distancia.
—Escucha, Whitman —dijo—. Ya puedes ver que es imposible hacer nada. Si no te gusta la sangre, no deberías haber disparado contra este jodido aparato, ¿no crees?
Para acortar la discusión, puesto que no me gustó el nuevo tono de su voz, dije:
—Muy bien.
—Tú tienes el rifle —prosiguió—. Úsalo, si es eso lo que deseas.
El y los otros dos hombres se pusieron a andar por el campo en dirección a las casas.
—Ya os alcanzaré —dije—. Voy a ver qué puedo hacer.
Nadie replicó.
Sólo fue cuestión de segundos establecer que lo dicho por Lateef era sustancialmente cierto. No había forma de liberar al africano. Dentro del helicóptero, su voz seguía subiendo y bajando, interrumpida por súbitas aspiraciones. De haber tenido una linterna, habría iluminado el interior con ella para volver a mirar al individuo. De todas formas, me sentí aliviado de no estar en situación de hacer tal cosa. En lugar de eso, alcé el cañón del rifle en el aire y lo apunté en la dirección aproximada donde había visto la cara del hombre.
E hice una pausa…
No tenía deseos de matarlo, ninguna emoción interna me había impulsado a disparar inicialmente al helicóptero. El hecho de que estuviera frente a un africano —y que apenas era concebible que este hombre pudiera estar indirectamente relacionado con los secuestradores de Sally e Isobel— resultaba irrelevante. Consideraciones prácticas, como el riesgo de llamar la atención de otras tropas situadas en la zona con el sonido del disparo, fueron ignoradas de modo similar. El hecho era que la acción física de apretar el gatillo y matar al hombre constituía un acto demasiado positivo…, un acto que reafirmaría mi compromiso.
Y con todo, el instinto humano que había en mí, el que en un principio me había mantenido allí, objetaba que matar al hombre rápidamente sería mejor en forma marginal que dejarle morir allí.
Un pensamiento definitivo fue que yo no tenía manera de saber cuan gravemente podía estar herido el individuo. Lo descubriría por la mañana y, si seguía vivo, entonces tal vez se salvara. Si existía tal posibilidad, cualquier acto arbitrario que yo ejecutara aquí resultaría inapropiado.
Aparté el rifle, me puse en pie y di dos pasos. Luego levanté el cañón y disparé dos veces al aire.
La voz que salía del helicóptero accidentado cesó.
A los dos años del nacimiento de Sally mi relación con Isobel se había desintegrado virtualmente. Aprendimos a soportarnos mutuamente; nos acostumbramos a tener aversión al sonido de la voz del otro, la visión del rostro del otro, el contacto de nuestras espaldas cuando estábamos en la cama…
Mi amigo explicó que el propósito de las nuevas leyes no consistía en perseguir a los emigrantes africanos, sino en protegerlos. Dijo que el gobierno adoptaba la perspectiva de que ellos estaban a nuestra merced en esencia, y que debíamos tratarlos como subordinados temporales más que como intrusos inoportunos. La población del país no debía dejarse llevar por el pánico a acciones desconsideradas ante la visión de unos pocos extraños que pudieran ir armados. Como emigrantes ilegales sólo podían actuar fuera de la ley durante el tiempo que la ley precisara para detenerles. Este era el propósito de conjunto de la nueva Ley de Orden.
Objeté que había oído hablar de numerosos relatos de persecución, ultraje, asesinato y secuestro. Había el caso de tortura de Cortón, muy divulgado, en que diez mujeres africanas habían sido sistemáticamente degradadas, violadas, mutiladas y finalmente asesinadas.
Mi amigo estuvo de acuerdo conmigo y dijo que éste era precisamente el tipo de atrocidad que la nueva ley pretendía evitar. Restringiendo los derechos y movimientos de los extranjeros, éstos dispondrían en un grado mucho mayor de protección oficial, siempre que ellos mismos se sometieran a las diversas reglamentaciones. El hecho de que hasta entonces la mayoría de africanos hubiese rechazado tal protección constituía sólo otra indicación de su esencial calidad de extranjeros.
Mi amigo continuó recordándome la anterior carrera política de John Tregarth, cuando éste, incluso como diputado novel independiente, se había ganado un nombre por su loable política de patriotismo, nacionalismo y pureza racial. Fue una medida de su sinceridad el que se hubiera aferrado a sus puntos de vista incluso durante la fase temporal de xenofilia neoliberal que precedió a la situación crítica. Ahora que ya había ascendido a la presidencia, la nación comprobaría que su sagacidad al elegir al partido de Tregarth para ocupar el gobierno recibiría su recompensa.
Yo dije tener la impresión de que Tregarth había llegado al poder gracias al patrocinio de diversos intereses comerciales que habían soportado los gastos de la campaña.
De nuevo mi amigo se mostró de acuerdo conmigo, señalando que la creación de un partido político completamente nuevo era una tarea muy costosa. El hecho de que Tregarth sólo hubiera sido derrotado en unas elecciones generales antes de entrar en funciones constituía otra prueba de su inmensa popularidad.
Yo objeté que si Tregarth había ganado partidarios era únicamente por haber dividido a la oposición existente.
Quedamos en silencio durante un rato, sabiendo que las diferencias políticas podían dañar una amistad si no se discutían cordialmente. No me importaba la forma en que la situación actual estaba afectando mi vida. Pensaba que mis días de participación política habían finalizado al terminar mis estudios, pero ahora vi con mis propios ojos los efectos humanos del extremismo político.
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