Christopher Priest - Fuga para una isla

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África ha sido devastada por una breve guerra atómica y sus habitantes huyen por el mundo. Al cabo de un año, dos millones de africanos han llegado a Gran Bretaña, y poco después su desesperación se transforma en violencia, la violencia en anarquía, y la anarquía en una guerra civil de consecuencias imprevisibles. Como ha escrito Brian W. Aldiss, esta obra se sitúa “en la tradición de Wyndham, pero los dulces crepúsculos de Wyndham se han apagado y ahora la noche oscura del alma desciende sobre el mundo”.

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Mi amigo me recordó que Tregarth había llegado al poder varios meses antes del inicio del problema africano y que no podía hablarse de discriminación racial en la manera como se trataba en aquel momento la situación crítica. Una difícil sucesión de circunstancias debía ser tratada con firmeza y en cuanto a los declarados motivos humanitarios expresados por ciertas fuentes, era un hecho inamovible que los africanos eran hostiles y peligrosos extranjeros y debían ser tratados como tales.

Alcancé a Lateef y los otros dos en el pueblo y nos dirigimos hacia el bosque. Lateef no comentó nada sobre el hombre del helicóptero. Era evidente que yo había sobrestimado la importancia del incidente.

Al salir del villorrio y tomar la carretera principal que discurría en medio del bosque, uno de los hombres de más edad que había ido con Collins se nos acercó excitado.

—¡En el bosque! ¡Collins dice que es allí!

—¿De qué se trata? —preguntó Lateef.

—Me ha enviado a buscaros. Los hemos encontrado.

Lateef lo apartó y marchó rápidamente en la dirección de las llamas. Mientras yo lo seguía, miré mi reloj de pulsera, levantando la esfera para captar algo de luz de la luna. Casi no pude distinguir la hora: eran las tres y media. Yo iba fatigándome más a cada instante que pasaba y no creía que levantáramos otro campamento antes de una hora, como mínimo. Habíamos descubierto que resultaba peligroso dormir durante el día, a menos que lográramos encontrar un lugar bien resguardado.

Al llegar al límite del bosque noté que mis pulmones se llenaban de humo. El olor no me era familiar, parecía una mezcla de numerosos incendios. No obstante, la pestilencia de la cordita dominaba el resto de los olores; el olor a guerra, el hedor de un cartucho gastado.

Nos aproximamos al escenario de la emboscada. Un pesado camión agrícola había sido cruzado en la carretera. A veinte metros de distancia se hallaban los restos del vehículo que iba en cabeza del convoy. Al menos había recibido un impacto directo de los cohetes de los helicópteros y apenas era reconocible como un vehículo. Detrás de éste se encontraban los restos de varios camiones más: sólo conté siete, aunque después oí decir a Lateef que habían sido doce. Cómo había tenido acceso a esta información, no lo sé. En todo caso, cuatro camiones aún estaban ardiendo. A ambos lados de la carretera, la maleza había resultado incendiada por las explosiones y el humo que brotaba de ella se mezclaba con el de los vehículos. No hacía excesivo viento y en la zona de los camiones el aire era prácticamente irrespirable.

Permanecí junto a Lateef. Estábamos tratando de distinguir a qué bando habían pertenecido los camiones; en esta guerra civil no declarada, las fuerzas rivales raramente exhibían colores y no era usual ver algún vehículo que llevara señales de identificación. En buena lógica, los camiones habían sido conducidos por tropas nacionalistas o partidarias del gobierno, y a que se había demostrado que los helicópteros estaban pilotados por africanos, pero no existía modo alguno de asegurarlo. Yo pensé que los camiones tenían aspecto de haber sido americanos, pero ninguno de nosotros estaba seguro.

Un hombre salió de entre el humo y se nos acercó. A la luz anaranjada de las llamas vimos que se trataba de Collins. Había atado un trozo de tela en torno a su nariz y boca y jadeaba.

—Creo que era un convoy de suministros nacionalista, Lat —nos gritó.

—¿…algo para nosotros? —preguntó Lateef.

—Nada de comida. Y no demasiadas cosas. Pero ven y mira qué hemos encontrado.

Lateef sacó un trapo de su bolsillo y lo ató en torno a su cara. Seguí su ejemplo. Una vez preparados, Collins nos llevó junto a los restos de los dos primeros camiones y se detuvo en los del tercero. Este último no ardía.

Era obvio que un cohete había caído justo delante del vehículo, destrozando la cabina del conductor, pero sin prender fuego a la estructura principal. El camión había entrado en colisión después con el que iba delante, el cual había empezado a arder con anterioridad pero sin afectar al otro. El camión inmediatamente posterior había sido víctima de un impacto directo y sus restos humeaban. Ocho o nueve de nuestros hombres permanecían alrededor, mirando expectantes a Lateef.

Collins señaló con un gesto una caja de madera que estaba tirada en tierra.

—Encontramos esto en el camión.

Lateef se arrodilló ante la caja, metió el brazo dentro y sacó un rifle. Lo dejó en el suelo.

—¿Hay más de éstos?

—Abundan.

En aquel mismo instante explotó un camión a cincuenta metros de nosotros y todos nos agazapamos defensivamente.

Yo tenía en las manos mi rifle e instintivamente me aparté hacia los árboles más cercanos. Observé a Lateef, que miró a su alrededor. Oí que decía:

—¿Hay municiones?

—Sí.

—Cogedlo todo deprisa. Tanto como podamos llevarnos. ¡Kelk! —uno de los hombres avanzó—. Consigue un carro de mano. Vacíalo de todo lo que tenga. Pondremos los rifles ahí.

Retrocedí más hacia los árboles, repentinamente vuelto un observador.

Se me ocurrió que si el camión de las municiones explotaba, entonces todos los hombres cercanos morirían probablemente. Noté cómo buena parte de la hierba y maleza que rodeaba al camión se hallaba ennegrecida por el calor y cómo las chispas de otros camiones flotaban hasta las inmediaciones. Me pregunté si quedaría mucho aceite pesado en el camión o si en la vecindad habría algún cohete que no hubiera explotado. Era posible que los rifles y las balas para ellos no fueran los únicos explosivos que contenía el vehículo y que algunos de ellos explotaran simplemente por ser indebidamente manejados. Aunque mis temores tenían fundamentos lógicos, también había un elemento de irracionalidad…, una sensación, tal vez supersticiosa de que si me movía para ayudar a los demás, provocaría de algún modo el desastre.

Permanecí entre los árboles, con el rifle innecesariamente en mis manos.

En un momento dado, Lateef dejó a los otros y se puso de espaldas al camión, mirando hacia los árboles donde me hallaba. Gritó mi nombre.

Esperé a que se terminara la carga a satisfacción de Lateef. Luego, cuando ellos empujaron el carro para alejarse, los seguí a una distancia discreta hasta que se eligió un lugar para acampar a ochocientos metros del convoy emboscado. Me excusé ante Lateef diciendo que había creído ver una figura acechando en el bosque y que había investigado. Lateef se mostró disgustado y, para apaciguarle, me ofrecí a hacer la primera guardia junto a las armas.

Otro de los hombres, Pardoe, fue designado para compartir la guardia conmigo, la cual debía durar un par de horas.

Por la mañana, todos los hombres recibieron un rifle y balas. Los restantes fueron guardados en el carro de mano.

En las semanas que siguieron Sally y yo estuvimos solos. Por algún tiempo continuamos viviendo en nuestra tienda de campaña, pero finalmente tuvimos la suerte de encontrar una granja donde se nos permitió alojarnos en una de las cabañas de los obreros. El matrimonio que vivía en la granja era una pareja de ancianos y se preocupó poco por nosotros. No pagamos alquiler y, a cambio de ayudar en el trabajo de la propiedad, nos dieron comida.

En este período gozamos de una apariencia de seguridad, aunque jamás pudimos olvidar la creciente actividad militar en la campiña.

La zona se hallaba bajo control de las fuerzas nacionalistas y la misma granja estaba considerada como estratégica. De vez en cuando algunos hombres acudían a colaborar en el trabajo y se erigió una batería antiaérea en uno de los campos externos de la granja, pero nunca, que yo sepa, fue usada.

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