Christopher Priest - Fuga para una isla

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África ha sido devastada por una breve guerra atómica y sus habitantes huyen por el mundo. Al cabo de un año, dos millones de africanos han llegado a Gran Bretaña, y poco después su desesperación se transforma en violencia, la violencia en anarquía, y la anarquía en una guerra civil de consecuencias imprevisibles. Como ha escrito Brian W. Aldiss, esta obra se sitúa “en la tradición de Wyndham, pero los dulces crepúsculos de Wyndham se han apagado y ahora la noche oscura del alma desciende sobre el mundo”.

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Especulamos respecto de la identidad de los hombres que habían atacado el pueblo. Tal vez los prejuicios nos impulsaron a la mayoría a suponer que se trataba de africanos, pero sabíamos por experiencia que tal era el tipo de acción que ellos emprenderían contra pequeñas poblaciones provistas de barricadas.

¿Qué había sucedido con los habitantes? No teníamos forma de saberlo. Posteriormente, mientras revisábamos las casas en busca de alojamientos apropiados, uno de los hombres descubrió algo y nos gritó para que nos acercáramos.

Yo llegué con Lateef. Tan pronto vimos qué había allí, él gritó a todo el mundo, diciendo que esperaran abajo. Indicó que yo me quedara.

Los cadáveres de cuatro jóvenes mujeres blancas yacían en la habitación del piso superior. Todas estaban desnudas y todas habían sufrido un ataque sexual. Mi corazón empezó a latir apresuradamente en cuanto las vi, ya que la suerte que pudieran haber corrido Sally e Isobel había ocupado un lugar destacado en mi imaginación durante algún tiempo. Sólo fueron precisos dos o tres segundos para determinar que aquellas mujeres eran desconocidas para mí, pero incluso así mi corazón mantuvo un ritmo acelerado en los minutos que siguieron.

Mi alarma inicial pronto se transformó en sobresalto y después en cólera. Todas las mujeres eran jóvenes y físicamente atractivas. Sus muertes se habían producido después de un largo período de agonía desesperada: el tormento estaba fijado en sus expresiones. Todas se encontraban atadas de pies y manos y resultaba evidente que habían luchado para huir de sus ligaduras en sus últimos momentos de vida.

Los hombres que las atacaron habían desfigurado sus cuerpos con bayonetas o cuchillos, atravesándolas una y otra vez en la región de los genitales. Había sangre por todo el piso.

Lateef y yo discutimos lo que deberíamos hacer. Sugerí que las enterráramos, pero a ninguno de nosotros le complacía la tarea de llevar abajo los cadáveres. La alternativa que sugirió Lateef consistía en quemar la casa. El edificio se encontraba apartado de los más próximos y no parecía probable que las llamas se propagaran a los demás.

Bajamos y conversamos con los otros hombres. Dos de ellos habían vomitado y los demás experimentaron enormes náuseas. Se adoptó la sugerencia de Lateef y la casa fue quemada pocos minutos después.

Nos trasladamos al otro extremo del pueblo y levantamos un campamento para pasar la noche.

Yo, por diversas razones, era uno de los pocos hombres que trabajaba en el taller de corte de la fábrica. A despecho de la legislación igualitaria que se había aprobado en los últimos meses de gobierno inmediatamente anterior a la toma de posesión por parte de Tregarth, seguían existiendo numerosos tipos distintos de trabajos que eran exclusivos, o casi exclusivos, de las mujeres. En la industria de los tejidos, el corte es uno de esos trabajos.

Mis colegas masculinos eran el viejo Dave Harman, un pensionista que venía por las mañanas a barrer el suelo y preparar té, y un mozalbete llamado Tony que intentaba flirtear con las mujeres más jóvenes pero que era considerado por todas ellas como un chiquillo descarado. Jamás descubrí su verdadera edad, mas es imposible que tuviera menos de veinte años. Nunca le pregunté cómo vino a trabajar a la fábrica y entre nosotros se desarrolló una especie de entendimiento masculino que nos unificó contra la vulgaridad de las mujeres.

Mi relación personal con las mujeres pasó a ser aceptable en cuanto los problemas iniciales fueron superados.

Por ejemplo, un considerable número de mujeres pensaba que yo había entrado allí como una especie de supervisor o inspector, y siempre que intentaba hablar con ellas me trataban con una fría corrección. Mi refinado hablar académico ayudó un poco a este respecto. En cuanto determiné en mi mente cuál era la probable causa del roce, me costó mucho esfuerzo que ellas supieran mi cargo en el taller de corte. El ambiente se iluminó en gran medida cuando esto quedó claro, aunque todavía hubo algunas mujeres que no pudieron menos de conservar un aire ligeramente distante. Al cabo de algunas semanas las cosas se habían sosegado hasta el punto de que sentí que mi presencia se tomaba como un hecho normal.

Con este sosegamiento vino una creciente vulgaridad de conducta.

En el transcurso de mi vida, relativamente protegida hasta entonces en el sentido de que no me había mezclado con grandes cantidades de obreros, me había mantenido fiel a la hipótesis de que las mujeres constituían el sexo socialmente más reprimido. Por supuesto que podía haber sido la nueva situación nacional la causante de una disminución de la moralidad como reacción contra las recientes leyes represivas, o simplemente que este grupo de mujeres se conocieran unas a otras desde hacía años y procedieran de un mismo ambiente. En cualquier caso, una jornada de trabajo era interrumpida por obscenidades, chistes desagradables y diversas referencias directas e indirectas a mis órganos sexuales o a los de Tony. Este último me explicó en cierta ocasión que, poco antes de mi llegada al taller de corte, una de las mujeres, de una forma medio en broma y medio en serio, había bajado la cremallera de los pantalones de mi compañero e intentado tocarle. Me contó esto de modo espontáneo, aunque advertí que el incidente le había trastornado.

Había varias mujeres de color en el taller de corte y, conforme el problema africano se fue intensificando, las observaba cuando podía para comprobar cómo reaccionaban. Cinco eran indias o pakistaníes y siete de raza africana. Su conducta no mostró cambio alguno frente al problema, aunque durante algunas de las sesiones de burlas más ofensivas advertí que guardaban silencio.

Era mi costumbre en este período tomar como comida los bocadillos que Isobel me preparaba, en parte por ahorrar algún dinero y en parte porque la calidad de los alimentos obtenibles en restaurantes iba deteriorándose considerablemente.

Supe que la compañía no recibía tantos pedidos como en otros tiempos y, en consecuencia, la cantidad de trabajo no nos abrumaba. A raíz de las restricciones gubernamentales ya no fue posible tener una plantilla abundante, excepto a costa de una elevada sanción económica, y nuestro potencial laboral no fue reducido de modo alguno. Poco después de mi ingreso en la empresa, el tiempo que nos daban para comer fue aumentado de hora y media a dos horas, y todavía se prolongó otra media hora después de producidas las primeras divisiones en las fuerzas armadas. La ausencia por enfermedad era incitada por nuestros jefes, aunque después de la supresión temporal de los beneficios de la seguridad social por parte del gobierno, el absentismo era escaso.

Se hizo necesario descubrir maneras de pasar el tiempo libre en compañía de otras personas.

La gente trajo de casa juegos de mesa y barajas. Varias mujeres trajeron cosas tales como bordados o labores de punto y otras se dedicaron a escribir cartas. Por mi parte, usé el tiempo libre para leer, mas descubrí que, si abusaba de la lectura con la tenue iluminación de la sala, me empezaban a doler los ojos. Muy pocos de nosotros se aventuraban a salir fuera durante la hora de la comida. En una o dos ocasiones, algunas de las mujeres salían para ir de compras juntas, pero en general se consideraba muy arriesgado hacer tal cosa habitualmente.

No sé cómo empezó, pero varías de las mujeres usaron el tiempo para reunirse en torno a un banco y jugar sobre una improvisada tabla de escritura espiritista. La primera vez que lo advertí fue un día que yo pasaba por el almacén adjunto con la intención de estirar las piernas. Las mujeres se hallaban en un rincón del almacén. Siete de ellas se sentaban a la mesa en aquel momento y otras diez o veinte permanecían cerca, observando. El indicador que usaban era un vaso de plástico invertido y las letras del alfabeto estaban garrapateadas en trozos de papel alrededor del borde de la mesa.

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