Christopher Priest - Fuga para una isla

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África ha sido devastada por una breve guerra atómica y sus habitantes huyen por el mundo. Al cabo de un año, dos millones de africanos han llegado a Gran Bretaña, y poco después su desesperación se transforma en violencia, la violencia en anarquía, y la anarquía en una guerra civil de consecuencias imprevisibles. Como ha escrito Brian W. Aldiss, esta obra se sitúa “en la tradición de Wyndham, pero los dulces crepúsculos de Wyndham se han apagado y ahora la noche oscura del alma desciende sobre el mundo”.

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Por la mañana, Sally y yo descubrimos que estábamos solos.

Hubo una discusión política al día siguiente, que surgió fundamentalmente por nuestra falta de comida. Tras de comprobar cuidadosamente nuestras reservas determinamos que había suficientes alimentos como para que nos duraran otros dos días. Después podríamos pasar con galletas, chocolate y cosas parecidas durante otra semana.

Este fue nuestro primer encuentro con una perspectiva real de inanición y a ninguno de nosotros le gustó.

Lateef describió las alternativas que se abrían ante nosotros.

Dijo que podríamos continuar como hasta aquel momento: yendo de pueblo en pueblo, haciendo trueques cuando fuera necesario obtener comida, y hurtando artículos intercambiables en edificios y coches abandonados cuando los encontráramos. Señaló que la actividad en torno de nosotros iba aumentando y que, pese a que no estuviéramos comprometidos en ella por nuestra vagancia, no podíamos permitirnos el lujo de ignorarla. La gente que todavía habitaba en pueblos y ciudades estaba tomando las consecuentes precauciones defensivas.

Lateef nos relató una historia, que no nos había contado con anterioridad, sobre un pueblo del norte que fue tomado por un grupo de negros que afirmaban formar parte de las fuerzas regulares africanas. Aunque los negros no establecieron una guarnición apropiada, y parecieron no tener disciplina militar, los habitantes no entraron en sospechas. Después de una semana, cuando se informó que unidades del Ejército Nacionalista se encontraban en las cercanías, los negros se pusieron frenéticos y mataron a varios centenares de civiles antes de que llegaran las fuerzas nacionalistas.

Este no fue un incidente aislado, dijo Lateef. Se habían registrado ultrajes similares en toda la nación y habían sido cometidos por miembros de las fuerzas armadas de los tres bandos en conflicto. Desde el punto de vista de los ciudadanos independientes, todos los extraños debían ser tratados como enemigos. Esta actitud se estaba extendiendo, aseguró Lateef, y hacía más arriesgados nuestros intentos de comerciar con civiles.

Otra alternativa sería rendirnos formalmente a un bando o a otro y alistarnos en el ejército. Los argumentos en favor de esto eran sólidos: racionalizar nuestra existencia, el hecho de que todos fuéramos hombres razonablemente saludables capaces de cumplir con un deber militar, comprometernos en una situación que ejercía un profundo efecto sobre todos nosotros.

Podíamos unirnos a los nacionalistas, el supuesto ejército “legal” que defendía la política del gobierno Tregarth, pero que ahora estaba entregado a una franca política de genocidio. Podíamos unirnos a las Reales Fuerzas Secesionistas, los simpatizantes blancos de la causa africana que, pese a ser oficialmente ilegales y estar bajo continua sentencia de muerte, gozaban de mucho apoyo del público. Si el gobierno de Tregarth era derribado, bien desde dentro, mediante una victoria militar o por efectiva acción diplomática por parte de las Naciones Unidas, era probable que los secesionistas llegaran al poder o lo apadrinaran. Podíamos unirnos a las fuerzas pacificadoras de las Naciones Unidas, que aunque técnicamente no participaban, en realidad habían debido intervenir en numerosas ocasiones. O podíamos alinearnos con uno de los participantes del exterior, tales como la infantería de marina de los Estados Unidos (que había tomado la responsabilidad de policía civil) o las teóricamente neutrales fuerzas de la Commonwealth, que poco efecto habían ejercido sobre la marcha de la guerra, a no ser el de confundir todavía más la situación.

Una tercera elección que se abría ante nosotros, dijo Lateef, era rendirnos a una organización de bienestar civil y volver eventualmente a una situación casi legal. Pese a que ésta era idealmente la alternativa más atractiva, era dudoso que algunos de los refugiados estuvieran dispuestos a ponerla en práctica. Hasta que se calmara la situación militar y fueran absorbidos los efectos sociales del levantamiento africano, tal recurso sería arriesgado. En cualquier caso, significaría que, por último, tendríamos que vivir bajo el gobierno de Tregarth, lo que nos comprometería en la crisis de modo automático.

Lateef dijo que nuestra falta de compromiso efectivo era el mejor argumento para continuar como habíamos estado. En todo caso, la principal preocupación de la mayoría de los hombres era reunirse con sus mujeres, y rendirse a un bando participante reduciría nuestras posibilidades de lograrlo.

Se votó y elegimos lo que sugería Lateef. Nos pusimos en marcha hacia un pueblo a ocho kilómetros al norte de nosotros.

De nuevo detecté entre los hombres un indicio de que la posición de Lateef se había reforzado, tanto por el tiroteo ante la barricada del día anterior como por su argumentación razonada de las alternativas. Yo no tenía deseo alguno de verme envuelto en una lucha por el poder en contra de él, pero no obstante mi posesión del rifle no podía ser enteramente ignorada por Lateef.

Caminé a su lado mientras marchábamos hacia el norte.

Por entonces me había comprado mi propia motocicleta y la usaba en los fines de semana que iba a ver a Isobel.

Mis primeros días de imprudencia habían pasado y, aunque todavía disfrutaba la sensación de velocidad, me mantenía dentro de los límites legales la mayor parte del tiempo. Era raro que yo, estando solo, pusiera en marcha la moto y la condujera a su máxima velocidad, aunque cuando Isobel se encontraba en el asiento trasero solía incitarme a que lo hiciera.

Nuestra relación iba desarrollándose con más lentitud de la que me habría gustado.

Antes de conocerla yo había gozado de diversas aventuras físicas con otras chicas y, pese a que Isobel no me ofrecía una sola razón moral, religiosa o física para explicar por qué no podíamos acostarnos juntos, ella jamás me había permitido pasar de un contacto superficial. Por algún motivo, perseveré.

Una tarde, en particular, habíamos ido con la motocicleta hasta una colina cercana donde existía un club de aficionados al vuelo sin motor. Estuvimos contemplando los planeadores un largo rato antes de aburrirnos.

De regreso al pueblo, Isobel hizo que me apartara de la carretera en dirección a un pequeño bosque. Esta vez, ella tomó la iniciativa de nuestros besos preliminares y no me detuvo cuando desabroché en parte su vestido. Pero en el momento que mi mano pasó bajo el sostén y tocó el pezón, ella se apartó de mí. En esta ocasión yo no tenía ganas de refrenarme y persistí. Isobel trató de impedírmelo de nuevo y en la lucha resultante le arranqué el sostén y desgarré su falda en el proceso.

En este punto ya no hubo razón para continuar y, después de que ella se vistiera, volvimos a casa de sus padres. Aquella noche retorné a mi habitación de la residencia y no vi a Isobel durante tres semanas.

Conforme las noticias fueron llegando hasta nosotros, se produjo una enorme especulación sobre las implicaciones de la guerra. El mayor peligro era que se extendiera desde África continental hasta el resto del mundo. Aunque el bombardeo acabó en cuestión de días, nadie supo o quiso revelar cuántas explosiones nucleares habían tenido lugar en África.

Las dos potencias principales se hallaban por entonces en el proceso de un desarme formal, con equipos de observadores en ambos continentes. El mayor peligro, por lo que concernía a ambas potencias, era China, que había estado acumulando dispositivos nucleares desde finales de la década de 1960. Se desconocían los intereses territoriales de China en África, y era imposible determinar cuánta había sido su influencia. Los materiales fisionables no eran, de una manera general, fácilmente obtenibles en África, como tampoco lo era la tecnología precisa para montar las armas. En estas circunstancias, pareció que una o ambas de las potencias habían estado abasteciendo ilegalmente a varios países.

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