Christopher Priest - Fuga para una isla

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Fuga para una isla: краткое содержание, описание и аннотация

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África ha sido devastada por una breve guerra atómica y sus habitantes huyen por el mundo. Al cabo de un año, dos millones de africanos han llegado a Gran Bretaña, y poco después su desesperación se transforma en violencia, la violencia en anarquía, y la anarquía en una guerra civil de consecuencias imprevisibles. Como ha escrito Brian W. Aldiss, esta obra se sitúa “en la tradición de Wyndham, pero los dulces crepúsculos de Wyndham se han apagado y ahora la noche oscura del alma desciende sobre el mundo”.

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Cuando estábamos andando por una curva de la carretera se oyó un disparo delante de nosotros y uno de los hombres que iba junto a Lateef cayó de espaldas.

Nos detuvimos. Los que se hallaban cerca de los carros se detrás de ellos, el resto eligió todo escondite que pudo encontrar a un lado de la carretera. Miré al hombre que había caído. Estaba en el suelo a cinco metros de donde yo me acuclillaba. La bala le había alcanzado en la garganta, desgarró buena parte de su cuello. La sangre brotaba intermitentemente de su vena yugular y, aunque sus ojos miraban al cielo con la apagada vidriosidad de la muerte, el hombre prosiguió emitiendo débiles y ásperos sonidos con lo que quedaba de su garganta. En unos segundos quedó en silencio.

Una barricada había sido erigida en medio de la carretera, delante de nosotros. No era el tipo de barricada al que estábamos acostumbrados —un vulgar obstáculo de adoquines, coches viejos o mampostería—, sino que había sido diseñada deliberadamente y construida con ladrillos y cemento. En el centro había una estrecha puerta que permitía el paso a los peatones y a sus dos lados se hallaban sendas aberturas de protección, detrás de las que apenas pude distinguir las figuras de varios hombres. Mientras yo estaba observando, uno de ellos disparó de nuevo y la bala golpeó contra la madera delantera del carro situado a menos de medio metro de donde yo me hallaba. Me agazapé más todavía.

—¡Whitman! Tú tienes el rifle. ¡Contéstales!

Levanté la mirada hacia Lateef. Estaba tendido en el suelo con otros dos hombres, tratando de ocultarse detrás de un pequeño montículo de tierra.

—Están muy bien protegidos —dije.

Vi que las casas a ambos lados de la barricada habían sido amparadas de modo similar con un muro de hormigón. Me pregunté si sería posible entrar en el pueblo yendo hacia el campo y llegando a él por un lado, pero los habitantes eran tan claramente hostiles que sería inútil intentarlo.

Metí la mano en el doble fondo del carro, saqué el rifle y lo cargué. Sabía que todos los miembros del grupo estaban observándome. Como pude, me mantuve cerca del lateral del carro, apunté el rifle a la barricada, tratando de encontrar un blanco al que estuviera razonablemente seguro de acertar.

Aguardé un movimiento.

En los siguientes segundos una variedad de pensamientos cruzó por mi mente. No era ésta la primera vez que estaba en posesión de un arma mortal, pero sí la primera en que apuntaba deliberadamente, sabiendo que, si acertaba, heriría o mataría a alguien. Es en ocasiones como ésta cuando uno trataría de racionalizar todas sus acciones, a no ser por la inmediata necesidad de participar directamente.

—¿A qué esperas? —dijo Lateef en voz baja.

—No veo a quién apuntar.

—Dispara por encima de sus cabezas. No… Espera. Déjame pensar.

Bajé el cañón. No había deseado disparar. Conforme fueron pasando los siguientes segundos comprendí que no sería capaz de disparar el rifle de esta forma premeditada. Así, cuando Lateef me ordenó volver a ponerlo en su escondrijo, sentí alivio. Una orden directa de Lateef para que disparara habría creado una situación casi imposible de resolver para mí.

—No servirá de nada —dijo, no sólo a mí, sino a todos los que podían escucharle—. Jamás entraremos ahí. Tendremos que retirarnos.

Creo que yo había sabido eso desde el instante del primer disparo. Comprendí que tal decisión significaba mucho para Lateef, al ser en muchos aspectos una abrogación de su autoridad. El hombre que había informado a Lateef sobre la guarnición nacionalista estaba cerca de él, pero no dijo nada.

Había una sábana blanca sobre el carro. La habíamos usado en varias ocasiones pasadas cuando quisimos poner de manifiesto nuestra neutralidad. Lateef me pidió que se la pasara. Se puso en pie, desplegando la tela al hacerlo. No disparó nadie de la barricada. Tuve que admirar su valor, en las mismas circunstancias de liderazgo, yo habría arriesgado la vida de cualquiera, pero no la mía. He descubierto que cuando estoy en peligro mi capacidad para ser honesto conmigo mismo supera todos mis pensamientos.

Al cabo de varios segundos Lateef nos dijo que volviéramos a la carretera y que nos alejáramos lentamente. Me levanté a medias, agazapándome detrás de la mole del carro. Nuestra pequeña caravana inició el retroceso por el mismo camino que habíamos llegado.

Lateef se quedó entre nosotros y el hostil pueblo. Sostuvo la sábana blanca al alcance del brazo, como si quisiera ocultarnos a todos. Poco a poco, con mucho cuidado, fue desplazándose hacia atrás, obviamente inseguro de lo que sucedería si se volvía y marchaba con nosotros.

Cuando el carro se hallaba a medio camino de la curva que nos pondría fuera de la línea de fuego, sonó el último disparo. Aunque algunos de los hombres que en aquel momento no tiraban de un carro se dispersaron hacia los lados de la carretera, el resto de nosotros apretó a correr hasta que salimos de la curva. En cuanto estuvimos fuera del alcance de los disparos, nos detuvimos.

Lateef se reunió con nosotros pocos instantes después. Sudaba copiosamente. La bala había atravesado la sábana y le había rozado la manga. Un cuadrado de tela de unos diez centímetros de lado había sido desgarrado cerca de su codo. Juzgamos que si la bala hubiera pasado medio centímetro más arriba, habría destrozado el hueso.

Aquella noche, cuando estaba en mi saco de dormir, se me ocurrió pensar que Lateef había salido de los acontecimientos en una posición reforzada. Yo estaba contento de que mis pensamientos fueran privados, por cuanto revelaban que yo era más cobarde de lo que temía. Por primera vez desde que ella había sido secuestrada por los africanos, sentí un potente anhelo sexual por Isobel, añorándola y deseándola, atormentado por falsos recuerdos de nuestra felicidad cuando estábamos juntos.

Por la tarde pasé casi una hora con Sally, mientras Isobel marchaba a un pueblo cercano para tratar de obtener comida. El dinero era el principal problema a este respecto, puesto que sólo nos quedaban algunas libras del total que habíamos traído con nosotros.

Al hablar con Sally me encontré tratándola como adulta por primera vez. Ella no tenía forma de saber qué habíamos estado hablando Isobel y yo, pero su porte tenía el rasgo de un sentido de la responsabilidad repentinamente acrecentado. Esto me complació en gran medida.

La tarde pasó en silencio en su mayor parte; a decir verdad, Isobel y yo sólo intercambiamos un par de palabras. Cuando llegó la noche nos retiramos a las tiendas tal como habíamos hecho desde el principio: Isobel y Sally en una, yo en la otra.

Me encontré lamentando que la conversación con Isobel no hubiera llegado a una conclusión más determinada. Fuera como fuese, creí que no habíamos logrado nada.

Permanecí despierto una hora y luego fui durmiéndome. Casi al instante, así me lo pareció, me despertó Isobel.

Alargué una mano y la toqué; estaba desnuda.

—¿Qué…?

—Shhh. Despertarás a Sally.

Isobel abrió la cremallera de mi saco de dormir y se acostó con el cuerpo pegado al mío. La rodeé con mis brazos y, todavía medio dormido y sin pensar en lo que había pasado entre nosotros durante el día, empecé a acariciarla sexualmente.

Nuestra relación sexual no estuvo bien sincronizada. Con mi mente turbia a causa del sueño, fui incapaz de concentrarme y sólo llegué al orgasmo al cabo de un largo rato. Isobel, en cambio, mostró una voracidad que me resultó insospechada, y el ruido de sus jadeos estuvo a punto de ensordecerme. Alcanzó dos veces el orgasmo, la primera de una manera desconcertantemente violenta.

Yacimos juntos durante varios minutos después y luego Isobel murmuró algo y se agitó para salir de debajo de mi cuerpo. Me hice a un lado y ella se apartó. Pasé un brazo en torno a sus hombros, intentando sujetarla. Ella no dijo nada, sino que se puso en pie y salió de la tienda. Volví a echarme sobre el calor residual de nuestros cuerpos y me dormí de nuevo.

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