Deslicé mi mano bajo la tela de la tienda, encontré el rifle y lo agarré. Con una lentitud que casi me aterró, lo saqué fuera y busqué el abrigo de los árboles. Escondí el rifle en las exuberantes zarzas de un espino y luego regresé al campamento.
Al pasar junto a Augustin, éste hizo un comentario vulgar sobre la orina. Estaba comiendo el chocolate. En su barbilla había manchas marrones y grasientas.
Con el cierre del colegio me encontré en la segunda crisis financiera más importante de mi vida. Durante algún tiempo vivimos de nuestros ahorros, pero al cabo de un mes fue evidente que debía encontrar una ocupación alternativa. Pese a que telefoneé a la sección administrativa del colegio en varias ocasiones, raramente logré obtener una respuesta y menos todavía una solución satisfactoria al apuro. Entretanto, me apliqué a la tarea de obtener empleo.
Hay que comprender que en esa época la nación atravesaba una fase de extrema dificultad económica. Se consideraba que la política comercial que el gobierno de John Tregarth había llevado a la práctica por vez primera estaba dando malos resultados, si es que daba alguno. En consecuencia, la balanza de pagos fue haciéndose cada vez más desfavorable y un número creciente de individuos fue forzado al paro. Al principio, confiando en mí mismo y en mi título de profesor de historia inglesa, recorrí los despachos de las editoriales con la pretensión de lograr algún cargo temporal como editor o consejero. Pronto me desilusioné, al descubrir que el mundo de los libros, igual que prácticamente todos los demás, reducía gastos y personal a la primera oportunidad. Con una secuencia, similarmente global, de cabezas que negaban tristemente, averigüé que el camino hacia alguna forma de trabajo de oficina se encontraba también interceptado. El trabajo manual, en conjunto, estaba fuera de lugar: la mano de obra industrial había sido regida por los sindicatos a partir de la mitad de la década de los setenta.
En este período me deprimí en extremo y recurrí a la ayuda de mi padre. Aunque ya estaba jubilado, había sido director gerente de una pequeña cadena de empresas y todavía disponía de cierta influencia. A ninguno de los dos nos importó el breve contacto a que esto nos llevó, ya que durante varios años no nos habíamos comunicado como no fuera de un modo formal y cortés. Pese a que él sólo logró obtener para mí un puesto insignificante en una empresa de tejidos, jamás encontré una forma de expresar toda mi gratitud. Al fallecer pocos meses después, traté en vano de sentir algo más que unos cuantos minutos de pesar.
Resueltos los aspectos más inmediatos de la crisis financiera personal, volví mi atención al desarrollo que se producía en la escena nacional. No había signo alguno de un alto en la marcha de los acontecimientos que estaban descomponiendo el estado de cosas que yo me empeñaba en creer normal. Fue de gran significación para mí que el gobierno hubiera cerrado el colegio. Aunque al principio se produjo una protesta pública por la forma supuestamente arbitraria en que se trataba a las universidades, el interés popular no tardó en pasar a otros asuntos.
No trataré de explicar los detalles de mi trabajo en la empresa de tejidos. En pocas palabras, mis tareas incluían el cortar ciertos tipos y colores de tela a unas medidas determinadas, asegurar que eran etiquetadas y empaquetadas correctamente y seguir todos los lotes hasta el punto de envío.
Al cabo de una semana había memo rizado todos los detalles relevantes y a partir de ahí el trabajo degeneró en una rutina absurda que yo ejecuté por la mera utilidad del dinero que me proporcionaba.
Dije a Isobel:
—Quiero hablar contigo. Ven aquí un minuto.
—Yo también quiero hablar contigo.
Dejamos a Sally junto a las tiendas de campaña y volvimos al lugar donde yo había estado antes. Nos miramos mutuamente, incómodos ante la presencia del otro. Me di cuenta de que ésta había sido la primera vez que me encontraba realmente a solas con mi mujer desde hacía varios días, si no semanas. Este pensamiento me llevó a recordar que no habíamos tenido relaciones sexuales durante más de tres meses.
Intenté no mirarla.
—Alan, tenemos que hacer algo —dijo ella—. No podemos seguir así. Me aterroriza lo que va a suceder. Deberíamos regresar a Londres. A Sally no le conviene esto.
—No sé qué hacer —dije—. No podemos volver, no podemos llegar hasta Bristol. Todo lo que podemos hacer es esperar.
—Pero, ¿esperar qué?
—¿Cómo puedo saberlo? A que las cosas se calmen de nuevo. Conoces la situación tan bien como yo.
—¿Has pensado cómo repercute todo esto en Sally? ¿La has tenido en cuenta últimamente? ¿Has pensado cómo repercute todo esto en mi?
—Sé cómo repercute en todos nosotros.
—¡Y no haces una maldita cosa para arreglarlo!
—Si tienes alguna sugerencia útil…
—Robar un coche. Matar a alguien. ¡Hacer algo! ¡Salir de este maldito campo y volver a una vida decente! Tiene que haber alguna parte adonde poder ir. Todo iría bien en Bristol. O podríamos regresar a aquel campamento… Estoy segura de que nos aceptarían si vieran a Sally.
¿Es que a Sally le ocurre algo?
—Nada que tú hayas notado.
—¿Qué quieres decir?
Isobel no respondió, pero creí captar su intención; era su forma de utilizar a Sally en mi contra.
—Sé razonable —dije—. No puedes esperar que yo resuelva todo. Ni tú ni yo podemos hacer nada. Si fuera posible, lo haríamos.
—Debe haber algo. Es imposible que vivamos para siempre en el campo de alguien.
—Mira, la campiña se halla en un infierno de nación, no sé qué está pasando y dudo de que lo supiéramos si nos encontráramos en Londres. Hay policías en todas las carreteras de primer orden, tropas en las poblaciones principales. No hay periódicos, no podemos escuchar la radio. Todo lo que sugiero es que nos quedemos donde estamos tanto tiempo como sea preciso, hasta que las cosas mejoren. Incluso si tuviéramos un coche, probablemente no nos permitirían conducirlo. ¿Cuánto tiempo hace que no vemos uno en la carretera?
Isobel se desató en lágrimas. Traté de consolarla, pero ella me echó a un lado. Permanecí junto a ella, aguardando a que se calmara. Estaba empezando a confundirme. Cuando había pensado lo que iba a decirle, todo me parecía tan simple…
Mientras lloraba, Isobel se alejó de mí y me dio un empujón cuando intenté forzarla a que se quedara allí. Y vi a Sally, al otro lado del campo, que miraba en dirección a nosotros.
En cuanto Isobel dejó de llorar, le pregunté:
—¿Qué es lo que más deseas?
—Es absurdo decírtelo.
—Sí, es absurdo.
Mi mujer se alzó de hombros desesperadamente. —Pues…, que volviésemos a estar igual que antes de todo —¿Viviendo en Southgate? ¿Con todas aquellas trifulcas?
—Y contigo fuera de casa hasta cualquier hora de la noche, acostado con alguna putilla.
Isobel había descubierto mis aventuras amorosas desde hacía dos años o más. Ella ya no poseía la habilidad de fastidiarme con tales argumentos.
—¿Preferirías aquello a esto? ¿De verdad? Piénsalo bien, ¿quieres?
—Lo he pensado —dijo ella.
—Y piensa en todo lo demás de nuestro matrimonio. ¿Desearías honradamente volver a estar igual?
Yo había meditado el problema, tenía mi propia respuesta. Nuestro matrimonio estaba acabado antes de empezar.
—Cualquier cosa, antes que esto…
—Eso no es respuesta, Isobel.
Consideré otra vez si debía o no decir a Isobel qué era lo que yo había decidido. Por más duro que me pareciera ante el actual estado mental de mi esposa, mi decisión ofrecía una alternativa a una situación que ambos detestábamos. Aunque ella quisiera retroceder y yo fuera a seguir adelante, ¿veíamos acaso alguna razón fundamental para ello?
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