Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Se acercaron a Wentik.

—¿Acaba de llegar en ése? —preguntó uno de ellos, señalando el avión con un gesto de cabeza.

—Sí —respondió Wentik.

—Bien. Suba.

Se volvieron hacia el vehículo, y Wentik los siguió al tiempo que observaba el coche con gran curiosidad. Delante había dos asientos para el conductor y su acompañante, y en la parte de atrás había un sofá acolchado que obviamente podía servir como asiento o como cama. Todo el vehículo era descubierto.

—¿Quieren que suba en eso?

—Como prefiera. No parece estar demasiado enfermo. No tendrá que tenderse.

—¿Qué es esto? ¿Una ambulancia?

—Exacto. Podemos cubrirla, si lo prefiere.

El hombre accionó un interruptor de la parte delantera del vehículo, y al momento la totalidad de la porción trasera se vio rodeada de un capullo oval azul claro que pareció materializarse a partir de las moléculas del aire. Wentik puso la mano en la cubierta. Era blanda.

Subió a la parte trasera y se sentó, tal como el hombre había sugerido, en el lado de la litera. Podía ver a través del capullo con bastante claridad. El propósito de la envoltura era evidente: ofrecer intimidad a los que la precisaban, y con todo permitir ver el exterior a quienquiera que fuese dentro.

El vehículo se puso en marcha, sin sonido alguno de motor. Mientras rodaban hacia el costado del edificio terminal, un jet del extremo opuesto del aeropuerto hizo funcionar su motor, y la extensión entera quedó sumergida en un torrente de sonido. El avión despegó en cuestión de segundos en un ascenso vertical al cielo, con una ensordecedora explosión.

Cuando el ambiente se hubo tranquilizado de nuevo ya se encontraban fuera del aeropuerto, desplazándose por una estrecha calle. Wentik había notado una extraña sensación desde que había salido del avión, y entonces la identificó.

Gente.

Por primera vez en semanas estaba rodeado de más personas de las que podía contar. Incluso en la Concentración había estado en una comunidad cerrada, restringida, donde cada cara era tan familiar como el resto. Ahora veía miles de seres humanos, vestidos en multitud de colores distintos. Allí había muchedumbres que se empujaban en estrechas aceras, niños que cruzaban velozmente la calle delante del tráfico. Y mujeres.

Wentik se dio cuenta del tiempo que había transcurrido sin ver una mujer.

La ambulancia se vio obligada a reducir la marcha por la calle, conforme el gentío desbordaba las aceras. Estaban pasando por una especie de mercado, con puestos abiertos que contenían frutas y hortalizas, pan, vino, objetos inidentificables de metal reluciente y plástico llenos de colorido. Los dependientes de los puestos estaban cerrando sus comercios, trasladando los artículos a camiones cercanos. La noche estaba próxima.

En los muros de los edificios letreros brillantes e iluminados destellaban en la creciente sombra. Mirando la calle en la dirección que llevaban, por encima de las cabezas de los hombres que había delante del vehículo, Wentik vio la calle como una senda entre una selva de colorido. Sus ojos, largo tiempo acostumbrados a la simple desolación de la cárcel yla llanura, y separados de la luz y la oscuridad, no vieron los letreros como destellos de luz individuales, sino como parte de un calidoscopio general.

Pero al observar algunos de los letreros, su extrañeza fue inmediatamente manifiesta.

Ahí un letrero mostraba un manojo de flores, allá un rostro. Un dibujo más que simplificado de unas tijeras, la cara de una mujer, un libro abierto. En ninguna parte vio una sola palabra.

Poco a poco, la calle se ensanchó y la ambulancia aceleró. Los edificios formaban conjuntos compactos y asumían un sentido del diseño más placentero. El sol se había escondido, dejando un amplio abanico de color degradual en el cielo. Las luces iban apareciendo en los edificios y Wentik, que experimentaba una renovada sensación de encarcelamiento en la envoltura de la ambulancia, se sintió desolado y apartado de las personas de la ciudad. La gente cumplía con sus rutinas habituales: vivir, descansar, amar y hacer el amor. Pero él no formaba parte de la rutina; un intruso con camisa de fuerza conducido discretamente por calles oscurecidas hacia un destino desconocido.

Los edificios empezaron a arracimarse de nuevo, y la ambulancia disminuyó un poco la marcha. Los letreros de colores ya no se veían. El vehículo dejó la calle principal y siguió una ruta sinuosa entre calle secundarias donde se alzaban grandes bloques en el cielo del atardecer, las ventanas radiantes de luz.

Wentik miró a su alrededor con interés, subjetivamente todavía a sólo minutos de la cárcel.

De repente el vehículo frenó, y dio la vuelta para entrar en el patio de un gran edificio. Brillantes lámparas de arco aparecieron mientras se dirigían a la parte trasera, y la luz los inundó al detenerse. Los dos hombres saltaron del coche al instante y la luz dio la impresión de hacerse aún más resplandeciente. Entonces Wentik se dio cuenta de que el capullo azul protector había desaparecido. Bajó, y cada uno de los hombres lo cogió de un brazo, asiéndolo firmemente por las correas cosidas en el tejido de la camisa detrás de los tríceps.

Indefenso, Wentik fue impulsado hacia arriba por un tramo de escaleras, y llegaron a un vestíbulo embaldosado donde las pisadas resonaban fuertemente.

Antes de que tuviera oportunidad de asimilar la escena del vestíbulo —una mirada helada a una multitud de personas, algunas de pie, otras sentadas, todas, al parecer, esperando—, Wentik estaba fuera, y en un pasillo.

A medio corredor fue empujado a un ascensor, y llevado cada vez más arriba. El científico contó los pisos, y su cuenta paró en el séptimo.

Lo condujeron por otro corredor, a través de una serie de habitaciones y a otro pasillo. Al final de este último abrieron una puerta, y le hicieron entrar.

Uno de los hombres deslizó una lengüeta, y la camisa de fuerza cayó hacia adelante. Wentik contrajo los músculos de los hombros de un modo instintivo, y se volvió. Miró a los hombres.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Uno de los individuos sacó un raído trozo de cartón de un bolsillo y lo leyó.

—Se encuentra en Sao Paulo —dijo con monotonía—. Esto es un hospital. Póngase cómodo, duerma tanto como le sea posible, y haga lo que le pide el personal médico. Habrá una enfermera para cuidarle dentro de un instante —el hombre devolvió el cartón al bolsillo y se dirigió hacia la puerta en compañía del otro.

—Y no intente salir —dijo el segundo individuo. Nunca lo conseguiría.

La puerta se cerró, y Wentik escuchó el clic de la cerradura. Los hombres se alejaron por el corredor.

Examinó la habitación.

Estaba iluminada, y agradablemente decorada. Había una cama —con sábanas, observó Wentik al instante—, una serie de libros, un lavabo con jabón y toallas, un armario, un escritorio y una silla y ropa de recambio extendida para él en la cama.

En comparación con lo que se había acostumbrado en las semanas, aquello era un lujo. Diez minutos después, una vez lavado y mudado con la ropa nueva que le habían dejado —una camisa gris muy ajustada, unos pantalones sin costuras, sueltos y también grises—, notó que las paredes de la habitación estaban acolchadas con fíbra flexible.

Quince

Una hora más tarde Wentik estaba tumbado en la cama, escuchando la suave música que llegaba a través de un altavoz oculto sobre la puerta, y contemplando una película de niños que jugaban felices en una pradera bajo cielos azules. En un curioso paralelo entre esa situación y los primeros días de cárcel, el vago interrogatorio por que acababa de pasar lo había dejado en un estado de moderada confusión.

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