El individuo tiró de Wentik hasta ponerlo sentado, y manipuló algunas cuerdas que había detrás. Las manos de Wentik quedaron libres. Las miró, y notó que se hallaba dentro de una especie de camisa de fuerza. Después el hombre salió, y Wentik atrajo el tazón hacia sí y aflojó la máscara de goma que rodeaba sus labios. Estaba conectada, medíante dos tubos de goma flexible, a dos cilindros de gas que había en el suelo.
Wentik se quitó la máscara, respiró el aire de la sala, que le pareció perfectamente aceptable. Se preguntó por qué le habrían puesto la máscara.
La sopa estaba muy caliente y excesivamente sazonada. Al parecer, contenía una base de extracto de carne con una mezcla de legumbres desmenuzadas y pan. El sabor era raro y en absoluto agradable, pero Wentik la bebió enseguida y se sintió mejor cuando concluyó.
El hombre había dejado la puerta parcialmente abierta al salir de la cámara. Wentik se puso de pie y se acercó. Delante de él había otra sala, provista de dos literas e instalación de agua y cocina. Ahí, el ruido de gemido era menor.
En el centro del suelo estaba el ya familiar conjunto de cilindros de gas, y en una de las literas yacía Musgrove.
Wentik se acercó y lo contempló.
Estaba sujeto en una camisa de fuerza, y su boca y nariz se hallaban cubiertas por una máscara de goma. Musgrove miró a Wentik, sus ojos revelaban un interés pasivo.
Wentik hizo un ademán de retirar la máscara, pero justo en ese instante el primer hombre entró por una puerta en el extremo opuesto del cuarto.
—Váyase —dijo al instante.
Wentik lo miró.
—¿Por qué Musgrove está atado así? —preguntó.
—Por su propio bien. Ahora, váyase.
Wentik volvió a observar a Musgrove, después caminó lentamente hacia la cámara de la que había salido. Dejó la puerta abierta expresamente, y contempló al hombre que comprobaba las cintas de goma que sostenían la máscara a la cara de Musgrove. Cuando estuvo seguro de que Wentik no las había desordenado, regresó a la cámara más alejada.
Al abrirse y cerrarse la puerta, Wentik miró por ella y sus sospechas se confirmaron. Era la cabina de un avión.
Estaba en el jet de despegue y aterrizaje vertical. Lo que significaba que lo conducían a alguna parte. Y también a Musgrove, aunque de dónde había salido éste y cómo se había presentado en la cárcel con el piloto del avión era un misterio.
Durante esos breves instantes en que había visto a Musgrove junto al helicóptero, el individuo había dado la impresión de actuar conjuntamente con el otro. Pero ahora era un prisionero con camisa de fuerza, como el mismo Wentik.
Se produjo un cambio casi imperceptible en el tono del gemido, tan sutil que apenas lo hubo detectado, Wentik dudó de su percepción. Supuso que detrás de la pared trasera de la cámara se encontraban los motores. Resultaba sorprendente la cantidad de espacio que había dentro de la nave, teniendo en cuenta el tamaño aparente visto desde fuera.
Una voz crepitó en un altavoz oculto.
—Listos para aterrizar. Tomen precauciones de seguridad.
Wentik miró a su alrededor, y vio una corta hilera de cinturones dobles que colgaban de la pared. Se acercó, metió los brazos en uno de los juegos, y notó que automáticamente lo estrechaban por los hombros. Afirmó las piernas en el suelo, inseguro en cuanto al amortiguamiento que precisaba para oponerse a los rigores del aterrizaje.
Casi al momento volvió a variar el tono de los motores, y el ruido afluyó procedente del compartimiento. La parte frontal de la nave se alzó, y Wentik sintió una especie de caída en picado, al parecer mientras el avión ejecutaba una maniobra similar a la realizada al detenerse delante del helicóptero. El estómago del científico sufrió sacudidas al notar el descenso del aparato, y Wentik comprendió la necesidad de que todo el mundo a bordo estuviera atado. El avión cayó en picado otras dos veces, y a continuación Wentik escuchó una serie de ruidos: los motores, que adoptaban otro tono distinto, más áspero, y un sonido de matraqueo, de roedura, como las cadenas del ancla de un barco.
Al cabo de tres minutos hubo un movimiento de costado, el ruido del avión menguó de repente y el de los motores fue desapareciendo hasta hacerse inaudible.
Wentik se quedó donde estaba, incierto sobre qué debía hacer. Desató las correas de los brazos e intentó quitarse la pesada prenda que rodeaba su cuerpo. Pese a que sus dedos estaban libres, la rigidez del material le impedía mover los brazos por la espalda como no fuera con cierto ángulo, y por mucho que se esforzó no logró desasirse de los tirantes. Pugnó durante cinco minutos, después abandonó la tarea.
El continuo silencio en el resto del avión lo sorprendió. ¿Por qué los hombres no llegaban a buscarle? Después de aguardar varios minutos más, Wentik volvió a entrar en la cámara contigua. Musgrove seguía allí, yacente, los ojos cerrados.
Wentik se acercó al otro hombre, y apartó la máscara de goma de su cara. Los ojos de Musgrove se abrieron.
—¡Wentik! —gritó.
—¿Se encuentra bien? —el semblante de Musgrove estaba recubierto de una viscosa mezcla de sudor y mugre.
Cerró los ojos y los abrió otra vez.
—Estoy perfectamente bien. ¿Hemos aterrizado?
—Sí. ¿Dónde estamos, Musgrove?
—No lo sé. Escuche —el hombre se sentó y cogió el brazo de Wentik—, tiene que sacarme de aquí. Sólo los conduje hasta usted porque me vi obligado a hacerlo. Deberíamos huir juntos.
Wentik lo miró con aire de incertidumbre. Había llegado a desconfiar de la cordura de Musgrove por razones patentes.
A Wentik lo turbó advertir que la gente que lo había amordazado también había puesto la camisa de fuerza a Musgrove.
—Averigüemos dónde estamos antes de intentar escapar —dijo.
Pasó junto al otro y llegó al extremo de la cámara. Ahí la puerta estaba cerrada, y Wentik la abrió muy despacio. La cabina estaba desierta.
El sol brillaba a través de una de las grandes pantallas de los costados, y caía sobre hileras de indicadores e instrumentos. Había dos asientos acojinados junto a cada una de las pantallas y controles de vuelo. Wentik examinó brevemente los instrumentos, sin que pudiera encontrarles demasiado significado.
En el suelo de la cabina había un gran escotillón metálico, que había sido abierto. Una corta escalerilla llevaba a tierra. Wentik se arrodilló pese a la embarazosa camisa de fuerza y trató de comprobar si había alguien cerca, mas no había nadie en los alrededores.
Erguido de nuevo, contempló las pantallas y vio que la nave había aterrizado enuna extensión de cemento. Otros aviones de diversos tamaños se hallaban en las cercanías. Volvió al escotillón y bajó la escalerilla.
El sol descendía sobre colinas en el horizonte, en la neblina de luz anaranjada y roja que indicaba un ambiente industrial. En cuestión de minutos sería de noche. Wentik contempló el aeropuerto con la intención de poner cierto orden en el cúmulo de formas y colores nada familiares.
Había veinte o treinta aviones esparcidos por el aeropuerto que, dada su aparente densidad de tráfico, era sorprendentemente pequeño. Suponiendo que todos los aviones emplearan despegue vertical, tal cosa explicaría naturalmente esa anomalía. Decenas de personas se movían en torno al avión, pero ninguna de ellas prestaba atención a Wentik.
A medio kilómetro había un elevado edificio terminal, y en su fachada se leía:
SAO PAULO.
De modo que estaba allí. Una de las mayores ciudades de Brasil, por lo que recordaba. Por milésima vez, o algo así, Wentik ansió que sus conocimientos acerca de Brasil fueran mayores.
Mientras miraba a su alrededor preguntándose qué debería hacer, un vehículo apareció sobre el cemento, se detuvo a pocos metros de distancia y dos hombres se apearon.
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