En los últimos años del siglo XXI los Disturbios perdieron buena parte de su efecto, y el orden social fue restaurado. De nuevo, América del Sur, y Brasil en particular, mostró más celeridad para la recuperación. El continente entero se reagrupó en una masiva reasignación de tierra y recursos. Durante los Disturbios Brasil dio acogida a una inmigración que se componía de toda persona capaz de llegar al país, por lo que la nación se transformó en una coctelera de razas. Así que fue dividiéndose en nuevas naciones con sus propios intereses, y con sus representantes que exigían y obtenían la autodeterminación.
El cambio tardó casi treinta años en concluir, y cuando se lo consideró resuelto vieron que daba resultado. Y así había seguido desde entonces.
Los brasileños nativos se establecieron fundamentalmente en el extremo nordeste, revirtiendo a los terrenos de cultivo que habían labrado antes de la llegada de los portugueses. Existía una comunidad numerosa y vocinglera, que se había establecido en Manaus y sus alrededores, la nueva Tierra Prometida, una región fronteriza de río, pantanos y selva tropical. Y en el sur, con la reconstruida Sao Paulo como centro, se había congregado la inmigración de habla inglesa.
En la práctica, señalaba el autor, las condiciones de vida y trabajo eran efectivamente distintas de los amplios niveles normales que lo anterior podría implicar. Sólo en Sao Paulo existía un predominio de estirpe caucasiana. En la mayoría de las ciudades, desde Porto Alegre en el sur a Belém en el norte, había la mezcla de razas típicamente brasileña, gratamente independientes unas de otras, mas todas respetuosas de los derechos de las demás.
Y todos los estados se respetaban. Brasil se hallaba ahora demasiado densamente poblado y era simplemente demasiado grande en el aspecto físico para un gobierno centralizado efectivo. Al establecerse la autodeterminación, eso mismo era precisamente lo que se lograba. Toda comunidad poseía fronteras definidas, y dentro de ellas el gobierno local ejercía a su gusto.
La última parte del libro era un extenso plan ideológico que abarcaba programas y planes intensivos de producción de alimentos y el aumento planificado de la natalidad en los años venideros, la expansión gradual en zonas del globo hasta entonces inhabitadas y por fin, el establecimiento de la unidad mundial.
Wentik cerró el libro, y advirtió que aparte de unos cuantos bocados no había comido su desayuno. Acabó con los restantes trozos de carne pese a que estaban fríos, y se sirvió una taza de café. Bebió. Acababa de servirse una segunda taza cuando la enfermera se presentó.
—¿Ha terminado, señor Musgrove?
—Quisiera quedarme con algunas piezas de fruta. ¿Puedo...?
—Naturalmente.
La mujer levantó la bandeja, dejó las fresas en la mesa y se dirigió hacia la puerta.
—¿Cuándo termina su turno, enfermera? —preguntó Wentik.
—Hacemos tres turnos de ocho horas cada uno. Yo estaré hasta las cuatro de la tarde. Después, la enfermera Dawson me sustituirá.
—Entiendo. Gracias.
La enfermera salió y cerró la puerta. Wentik empezó a probar las fresas.
Sus pensamientos volvieron a lo que había leído, en un esfuerzo por asimilarlo. Que el mundo que él había conocido y en el que él había vivido ya no existiera era algo difícil de captar. Particularmente si se tenía en cuenta que la naturaleza de la destrucción de ese mundo estaba relatada en forma consisa, sumaria, como si formara parte del conocimientos común. La guerra nuclear era una posibilidad de la que todo el mundo era consciente en la época de Wentik, pero resultaba inconcebible en la práctica. Podía comprender el tipo de destrucción gradual, donde un ejército iría desmantelando sistemáticamente el país de otro, o lo bombardearía, o lo invadiría de un modo vandálico. Pero una serie de explosiones nucleares a escala mundial, capaz de matar a millones de personas en segundos, era algo que ninguna mente podía imaginar por completo.
Con todo..., es lo que había sucedido, al parecer. A menos que todo lo que Wentik estaba experimentando fuera una especie de ilusión espantosa, el científico se hallaba en una ciudad llamada Sao Paulo en un año numerado como el 2189.
Sintió un frío interno.
Jean había muerto. Y los niños.
Europa occidental destruida, decía el libro. Lo cogió y buscó la página: "... con la excepción de la punta suroeste de la península ibérica, Europa occidental y central fue devastada en la segunda ola de bombardeos nucleares... ”
Ni una sola fecha. Ni una maldita fecha en el libro.
Wentik examinó la estantería que contenía el resto de la biblioteca, pero no encontró ninguno que pudiera contener una referencia de la guerra. Volvió a la mesa y tomó asiento.
La pura desolación de su estado lo sobrecogió en ese instante. Si el día anterior había descubierto que era capaz de aceptar que se hallaban en una época futura, ahora captaba su horrendo aislamiento. Aunque pudiera regresar a su propia época, no le serviría de nada. La guerra era una certidumbre histórica. Igual que la muerte de su familia.
Apoyó los codos en la mesa e inclinó la cabeza hacia adelante, de manera que las palmas apretaran sus ojos. Enseguida sintió la amarga calidez de las lágrimas resbalando por la parte interna de sus antebrazos.
El médico lo visitó más tarde aquella misma mañana.
Wentik estaba sentado a la mesa, leyendo uno de los libros. Era el menos extravagante que encontró, acerca de un ganadero de las montañas de Río Grande cuyo ganado se veía acosado por una plaga inidentificable. Como muestra de ficción resultaba aburrido en extremo, pero Wentik pensó que era preferible a los líos románticos de una azafata.
El doctor entró en la habitación sin llamar a la puerta.
—Bien, señor Musgrove. ¿Cómo está? —saludó.
—Perfectamente —dijo Wentik—. Y me gustaría aclarar un detalle. Mi apellido no es Musgrove, sino Wentik. Doctor Elías Wentik. Deseo ser dado de alta.
El doctor miró sus notas, indeciso.
—Comprendo. ¿Podría deletrearlo?
Wentik así lo hizo, después preguntó:
—¿Cuándo podré irme?
—Me temo que no podamos darle de alta. Usted no está totalmente rehabilitado aún —escribió rápidamente en un trozo de papel— Quiero que lea tanto como le sea posible, y le pondremos más películas esta tarde. Debe concentrarse en eso, ¿lo comprende? Es sumamente importante.
Wentik asintió.
—Veamos —dijo el doctor—. ¿Hay algo que desee?
—Me gustaría un reloj —replicó Wentik.
—Sí, sí. Tendrá uno. En realidad me refería a algo más... Cómo le diré... ¿Abstracto? ¿Sociable?
—No sé a qué se refiere.
—No importa. ¿Alguna otra cosa?
—¿Podría decirme la fecha, por favor? El médico miró su reloj de pulsera. —Día quince.
—¿De qué?
—Febrero. Eh... 2189.
—Gracias. Mire, doctor, se ha cometido un error. Sé que ustedes creen que soy un hombre llamado Musgrove, pero no es así. Me llamo Wentik. Elías Wentik. Llegué aquí en un avión en compañía de Musgrove, y creo que sus hombres me recogieron con la ambulancias por confundirme con Musgrove.
—Comprendo —dijo el doctor.
—Bien —requirió Wentik—. ¿No me cree?
—¿Puede probarlo?
—Me parece que no. A menos que Musgrove fuera localizado en el aeropuerto.
—Bueno, lo siento.
El doctor abrió la puerta.
—Veré lo que puedo averiguar para usted. Pero tendrá que seguir aquí hasta entonces.
Cerró la puerta con evidente confusión, y durante algunos instantes Wentik se quedó inmóvil contemplando la cerrada entrada.
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