Christopher Priest - Indoctrinario

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Elías Wentik, que en un laboratorio secreto de la Antártida experimenta con drogas que afectan al cerebro, es transportado de pronto a la selva brasileña en el siglo XXII. El mundo ha sido devastado por armas nucleares y un gas venenoso todavía activo. Wentik quiere volver a su propia época y descubrir el antídoto del gas, pero la Gran Guerra ya ha comenzado, y Wentik ha de decidir si escapa volviendo a 1989 o muere en el presente.

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Sería agradable salir, aunque sólo fuera para ejercer un poco de libertad de albedrío de vez en cuando. Aparte de esto, Wentik carecía de motivo lógico para salir. No tenía idea alguna de por qué lo habían traído a Sao Paulo, o quién era el responsable. Si se trataba de Musgrove, entonces el hecho era muy peculiar, puesto que él estaba ocupando al parecer la posición que correspondía al otro hombre. Por lo que podía entender, la terapia a que estaba sometido era una especie de método relajador de tensiones cuyo objetivo era la rehabilitación, pero en cuanto a los motivos de tal rehabilitación Wentik era incapaz de imaginarlos. En cuyo caso era posible suponer que Musgrove necesitaba la terapia y consecuentemente, que no estaba en pleno control de sus actos.

La posibilidad de huir no parecía ser demasiado remota. Con un guardián femenino y un tabique delgado, no habría grandes dificultades para irse. Al fin y al cabo, se trataba de un hospital y no de una prisión. Pequeños detalles como llaves dejadas en las puertas indicaban al parecer que la retención en casos así solía ser voluntaria.

Wentik volvió al escritorio y se unió de nuevo a los problemas del ganadero.

Después de la comida que le dieron por la tarde, una vez apartada la bandeja, Wentik se puso cómodo en la cama en previsión de que las películas empezaran. Cualquier cosa sería un descanso de la aburrida lectura que constituía su única diversión.

Había terminado el libro del ganadero antes del refrigerio, y después de comer leyó de nuevo la historia de Brasil.

La enfermera le trajo el reloj después de la comida, y al momento Wentik se sintió mejor. A las cuatro en punto oyó el relevo de las enfermeras, y poco después verificó que estaba de servicio la mujer joven. Se preguntó entonces cómo sería su guardiana desconocida, la del turno de medianoche a ocho de la mañana.

Pero el día se prolongaba tediosamente con una lentitud casi intolerable.

Wentik comió mucha fruta y, contra sus previsiones, leyó el libro de la azafata. Era tan malo como había supuesto, con la sola virtud del sacrificio final de la virginidad de la chica en favor del villano de la trama.

El ocaso estuvo largo tiempo gestándose, y los halos anaranjados recortados por el contorno de la rama que se veía por la ventana permanecieron visibles durante casi media hora. Por fin se atenuaron, y el cielo cambió rápidamente de azul oscuro a negro.

Wentik apretó el botón de la pared, y la especie de persiana de la ventana se cerró, volviendo a formar parte del muro blanco.

Antes de ir a la cama abrió un poco la puerta y observó a la muchacha que estaba sentada ante el escritorio. La identificación cosida en la manga de la blusa decía: Enf. Karena Dawson. La enfermera no dio señal de saber que la estaban mirando, pero al cabo de unos instantes un lento rubor había ido cubriendo sus mejillas. Wentik se apartó rápidamente, y tomó asiento al borde de la cama.

Transcurrieron los minutos y la película no empezaba.

Wentik escuchó que la silla de la enfermera Dawson rechinó en el suelo de madera cuando la mujer se levantó. Oyó que cogía un teléfono y marcaba un número.

Por la rendija de la puerta vio que la mujer estaba de pie de espaldas a él, y hablaba rápida y quedamente. Después colgó, cruzó los brazos y se quedó inmóvil, como si aguardara algo.

Precavidamente, Wentik se apartó un poco de la puerta para asegurarse de que ella no lo viera, pero restringiendo su visión.

Al cabo de cinco minutos hubo un ruido, y una segunda enfermera entró en la oficina exterior. Las dos mujeres hablaron en voz muy baja, la segunda asentía de vez en cuando con la cabeza.

Wentik volvió a la cama y se sentó. Pasara lo que pasara, lo más probable era que le atañera, y sin duda averiguaría de qué se trataba a su debido tiempo.

Aguardó menos de dos minutos y entonces la enfermera entró. Wentik notó que el ligero rubor había vuelto a la cara de la joven.

—Las películas empezarán enseguida —dijo ella— He creído conveniente venir y explicarle algunas de las escenas que verá.

La enfermera cerró la puerta, y le preguntó en una voz mucho más suave:

—¿Tiene la llave de aquí?

Wentik asintió y se la entregó. La enfermera la cogió y, con manos levemente temblorosas cerró la puerta. Una vez segura de que estaba bien cerrada, se acercó a la cama.

—Anna me debe un favor —dijo— Y pensé que podía aprovecharme de eso.

En ese momento la iluminación bajó y empezó la película. Wentik le dio un rápido vistazo, y comprobó que se trataba de la misma de la noche pasada.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó.

—Hacerle compañía, claro.

—¿Tiene obligación de estar aquí?

—No —dijo, bajando la vista y con una tímida sonrisa—. No, al menos, si usted fuera el hombre que creían que era.

—¿Quiere decir que saben que no soy Musgrove? —Lo saben ahora. Mañana lo darán de alta, pero no se lo iban a decir hasta entonces.

—¿Por qué no?

La enfermera se encogió de hombros.

—No lo sé. Usted podría quedarse aquí o en cualquier otra parte, supongo.

Wentik echó un vistazo a la porción de pared que estaba sirviendo de pantalla de proyección.

—Entonces, ¿no es necesario que vea eso?

La mujer negó con la cabeza y dijo:

—Eso fue una simple excusa. No he dicho a Anna por qué entré aquí.

—¿Y por qué lo ha hecho, entonces?

—Siéntese.

Wentik obedeció, y ella se sentó en la cama a su lado.

—Ya se lo he dicho. Pensé que le gustaría un poco de compañía.

—Es usted muy perceptiva.

—¿Está casado, doctor Wentik? —preguntó la enfermera.

Wentik la miró, enfrentado por primera vez a un nuevo factor de su vida.

—No —dijo lentamente— Mi esposa ya no vive.

—Lo siento.

Wentik rodeó los hombros de la mujer con gesto vacilante.

—Es usted muy atractiva —dijo.

Ella no repondió, pero puso una mano en la pierna de Wentik.

Y entonces él la besó, y ella correspondió al instante. La mano del hombre cayó con naturalidad sobre el pecho de la enfermera, que apretó su cuerpo al de Wentik. Sus besos se fueron haciendo más y más apasionados, y Wentik tumbó a la joven en la cama, a su lado.

A espaldas de la pareja, en la pared, las absurdas películas en color titilaban su mensaje vulgar. Tal vez Anna no había sido advertida, pero al menos tuvo el juicio de no conectar la música.

Diecisiete

Cuando la mañana siguiente la enfermera de edad madura trajo el desayuno de Wentik, el hombre todavía dormía. La mujer apretó el botón de la pared y el sol inundó la habitación. Wentik abrió los ojos y vio la rama en flor al otro lado de la ventana. Flores rosas y puras.

La enfermera dejó la bandeja en la mesa y se fue rápidamente.

Wentik se quedó inmóvil dos minutos más, intentando restaurar el desvelo a su cuerpo. Sus músculos parecían desconectados de sus piernas. Las comodidades y vicios de la civilización ya le estaban minando la energía. La cárcel, con todo su rigor desagradable, había devuelto a sus movimientos un vigor desconocido para él desde la adolescencia.

Salió por fin de la cama y acercó la bandeja. Nada de ríñones hoy, comprobó. Un simple tazón de cereales, un huevo frito y café.

Cuando hubo terminado, se lavó y vistió, intentó devolver a las sábanas un aspecto de aseo y se sentó a la espera de los acontecimientos.

Karena había dicho que, por lo que ella sabía, lo iban a dar de alta por la mañana. El hospital estaba avergonzado por lo sucedido.

El reloj indicaba las diez y media, y Wentik estaba empezando a aburrirse otra vez, cuando se produjo un golpe en la puerta y la enfermera entró. Tras ella había un hombre alto que se dirigió hacia Wentik dando grandes zancadas y sin pensarlo demasiado.

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