—Pues tienes que creerlo —respondí.
Porque un secreto deja de serlo si lo compartes.
—Sabes que soy un cristiano a la antigua usanza, Scotty. No sé con certeza en qué creía Sue… a no ser que fuera en aquel estúpido Shiva hindú. De todas formas, era una buena persona, ¿verdad?
—La mejor.
—No consigo entender por qué me pidió que me quedara en la ciudad, ni por qué te llevó a Wyoming. No te ofendas, pero la verdad es que me molesta. Sin embargo, supongo que sirvió de algo que me quedara.
—Por supuesto, amigo mío.
—¿Crees que ya se lo imaginaba? Es decir, ¿crees que era capaz de ver el futuro?
Me eligió a mí, pensé, porque Morris no le habría ayud ado a cumplir con su propósito. Morris nunca habría permitido que metiera la cabeza en las fauces del lobo… y seguro que tampoco habría matado a Hitch Paley.
Morris era un buen hombre.
Últimamente he visitado dos lugares significativos.
Viajar no me resulta sencillo en estos días. Aunque la medicación mantiene a raya mis diversos achaques geriátricos (estoy más sano a los setenta años que mi padre a los cincuenta), la edad multiplica su propio cansancio. Con frecuencia tengo la impresión de que las personas somos cubos de sufrimiento que, a la larga, se llenan hasta rebosar.
Fui solo a Wyoming.
Hoy en día, el Cráter de Wyoming es un monumento menor, pero único, que conmemora la guerra. Para la mayoría de los americanos, Wyoming marcó el principio de la Guerra de los Cronolitos, que duró veinte años. Para esa generación (la de Kait y David), las batallas más memorables fueron las del Golfo Pérsico, Canberra, Pekín y la Provincia de Cantón. Al fin y al cabo… en Wyoming apenas hubo muertos.
Apenas.
Ahora, el cráter está cercado y administrado como monumento nacional. Los turistas pueden subir hasta la plataforma que hay en la cima del risco y contemplar las ruinas desde cierta distancia. Pero yo deseaba acercarme más, sentía que tenía derecho a hacerlo.
El guardia del Servicio de Parques que vigilaba la entrada principal me dijo que eso sería imposible, pero le expliqué que había estado en este lugar en el año 2039 y le mostré la cicatriz (que discurre desde la oreja izquierda hasta la línea del cabello, que sigue retrocediendo). El guardia, que era un veterano de guerra (caballería acorazada, Cantón, el sangriento invierno de 2050), me dijo que me quedara en los alrededores hasta que cerrara el centro de visitantes, a las cinco, y que ya veríamos qué podía hacer.
Y lo que hizo fue permitir que le acompañara durante la inspección de seguridad. Cogimos un vehículo del tamaño de un coche de golf y recorrimos un sendero pronunciado que nos llevó hasta el borde del cráter. Bajé del automóvil y paseé durante unos minutos bajo las largas sombras; mientras tanto, el guardia abrió un periódico y fingió leerlo con atención… aunque estoy seguro de que no me quitó los ojos de encima.
Este mes de mayo habían caído un par de centímetros de lluvia. El cráter era poco profundo y tenía un diminuto estanque marrón al fondo; la maleza crecía a lo largo de sus húmedas y erosionadas paredes.
Algunos fragmentos de la piedra de Kuin permanecían intactos.
Pero también mostraban señales de erosión. La inestabilidad tau, los complejos nudos Calabi-Yau que habían sido desenredados, habían convertido la materia del Cronolito en un simple silicato fundido: cristal azul arenoso, casi tan frágil como la piedra arenisca.
Durante la Secesión Oriental se produjeron diversos ataques aéreos en esta zona, que estuvo controlada por los kuinistas americanos. Las milicias que reivindicaron el estado de Wyoming durante las horas más oscuras de la Guerra intentaron (en teoría, puesto que ninguno de los testigos sobrevivió) cambiar la historia reconstruyendo el enorme Kuin de Wyoming y emitiendo su imagen al mundo entero. Sin embargo, alguien les aconsejó mal. Alguien les convenció para que rebasaran el límite de la estabilidad.
Pero la historia no registra el nombre de este benefactor.
Un secreto es un secreto.
Sin embargo, tal y como siempre le gustó decir a Sue, las coincidencias no existen.
Durante unos instantes, permanecí junto a un fragmento de la cabeza de Kuin, un trozo erosionado de ceja y un ojo intacto. La pupila del ojo era una depresión cóncava, tan ancha como el neumático de un camión, en la que se habían ido acumulando el polvo y la lluvia. En ella había brotado un cardo salvaje.
Los Cronolitos habían sido tan desconcertantes para la historia como para la lógica. Para crear estos monumentos se necesitan unos conocimientos tan profundos sobre la turbulencia tau y las paradojas absolutas (causa y efecto entremezclados) que nunca se ha publicado ningún artículo sobre el tema. El pasado es inmutable, pero de acuerdo con la teoría del “Hielo de Minkowski” de Ray, su estructura se había quebrado levemente, sus capas se habían compactado y descolocado, y ahora, ciertas zonas eran caóticas e imposibles de interpretar.
La piedra era fría al tacto.
Para ser sincero, no puedo decir que recé, pues no sé como se hace. Sin embargo, pronuncié algunos nombres en la intimidad de mi mente, algunas palabras que iban dirigidas a la turbulencia tau… si es que quedaba algo de ella. Entre otros, dije el nombre de Sue. Y le di las gracias.
Entonces, supliqué a los muertos que me perdonaran.
El guardia del parque, que empezaba a impacientarse, me escoltó hasta el coche mientras el sol se acercaba al horizonte.
—Supongo que tiene algunas historias que contar —dijo.
Algunas. Y algunas que no he contado. Hasta ahora.
¿Hubo alguna vez un Kuin real? Es decir, ¿un Kuin humano?
Si es así, sigue siendo una figura esquiva, eclipsada por los ejércitos que lucharon en su nombre e inventaron su ideología. Seguramente hubo un Kuin original, pero sospecho que fue destronado por una serie de sucesores. Puede que, tal y como había conjeturado Sue, cada Cronolito requería a su propio Kuin, de modo que acabó convirtiéndose en un nombre con el que rellenar el vacío del centro del remolino. El rey no ha nacido; larga vida al rey.
Cuando Ashlee murió a finales del año pasado, me vi obligado a poner en orden sus pertenencias. Encontré el certificado de nacimiento de Adam Mills en lo más profundo de una caja repleta de viejos papeles (cupones de racionamiento caducados, impresos fiscales, facturas antiguas de empresas de servicios).
Me sorprendió saber que el segundo nombre de Adam era Quinn… y que Ashlee nunca lo había mencionado.
De todas formas, creo que esto fue una verdadera coincidencia. Al menos, eso es lo que quiero creer. Ya soy lo bastante mayor como para creer en lo que me dé la gana, para creer sólo aquellas cosas que soy capaz de soportar.
Aquel verano, Kait dejó a David en casa y me acompañó a Boca Ratón. No nos habíamos visto desde el funeral de Ashlee, en diciembre. Había decidido pasar las vacaciones en Boca Ratón de forma repentina, por puro antojo: quería ver la Base Aeronaval cuando aún tenía fuerzas para viajar.
Hoy en día, todo el mundo habla de la recuperación de la posguerra. Somos como pacientes terminales a los que nos ha sido concedida una cura milagrosa. Ahora, la luz del sol nos parece más alegre, el mundo (tal y como es) es nuestro refugio y el futuro es infinitamente brillante. Supongo que llegara un día en que todos nos sentiremos decepcionados… pero espero que este desengaño no sea demasiado grande.
Además, existen ciertas cosas de las que estamos razonablemente orgullosos, como por ejemplo, de la Base Aeronaval Nacional.
Aproximadamente en la época de la llegada de Porrillo, recuerdo que Sue Chopra insistía en que la tecnología de la manipulación Calabi-Yau produciría maravillas más duraderas que los Cronolitos (“Podremos viajar a las estrellas, Scotty. ¡Será una posibilidad real!”)— Y como siempre, tenía razón. Sue poseía una aguda percepción del futuro.
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