—Señor, no puedo garantizar su seguridad…
—Lo sé —respondió. Nos pusimos en marcha de nuevo.
Estaríamos más seguros (sobre todo, Sue), bien lejos de este lugar. Para evitar la carretera, Hitch se dirigió hacia uno de los caminos locales… que en su mayoría eran senderos polvorientos que conducían hasta un rancho desolado o un depósito de agua seco y allí morían. Como ruta de escape, no resultaba demasiado prometedora, pero Hitch siempre había preferido los caminos secundarios.
A pesar de las precauciones, el motor había sufrido daños durante el choque térmico. Al anochecer, cuando la furgoneta ya estaba avanzando a trompicones, vimos un edificio de cemento cubierto por un tosco tejado de estaño y decidimos detenernos… no porque el edificio fuera en modo alguno acogedor (pues diversas estaciones de lluvia habían entrado por sus ventanas vacías y generaciones enteras de ratones habían construido y abandonado sus nidos en el interior), sino porque era un buen lugar donde esconder la furgoneta. Además, nos separaban algunos kilómetros del lugar de la llegada.
Como no teníamos nada que hacer y el sol se estaba poniendo más allá de la ahora distante pero aún imponente figura de Kuin, mientras un enérgico viento peinaba la hierba, nos amontonamos en el vehículo e intentamos dormir. No nos costó demasiado, pues todos estábamos exhaustos. Incluso Sue, que no había tardado demasiado en recuperarse de su desvanecimiento y se había mostrado vigilante durante todo el trayecto hacia el este, logró conciliar el sueño.
Durmió durante toda la noche y despertó al amanecer.
Cuando llegó la mañana, Hitch abrió el compartimiento del motor de la furgoneta y activó los diagnósticos residentes. Ray Mosely parpadeó ante el ruido, pero al instante se volvió a quedar dormido.
Me desperté muerto de hambre, seguí hambriento después de desayunar (sólo teníamos raciones de emergencia) y abandoné las descoloridas paredes del refugio para dirigirme a la zona de la pradera en la que Sue había vuelto a desplegar el trípode y el sextante.
El instrumento topográfico apuntaba hacia el lejano Cronolito. Sue había abierto un mapa y lo había dejado a sus pies, sujetándolo por las esquinas con rocas. Un fuerte viento desordenaba su cabello rizado. Llevaba la ropa sucia y sus enormes gafas embadurnadas de polvo pero, por increíble que parezca, esbozó una sonrisa al verme.
—Buenos días, Scotty —saludó.
El Cronolito era un pilar de hielo cuya silueta se perfilaba contra la neblina azulada del horizonte. Llamaba la atención como cualquier otro objeto incongruente o sobrecogedor, pero además, el Kuin de Wyoming, que miraba hacia el este desde su pedestal, parecía estar observándonos.
Está apuntando hacia nosotros, pensé, como una saeta.
—¿Has descubierto algo? —intenté que mi pregunta no pareciera irónica.
—Mucho —Sue me miró. Su sonrisa era peculiar, feliz y triste a la vez. Tenía los ojos húmedos y abiertos de par en par—. Demasiado. Creo que demasiado.
—Sue…
—No, no digas nada. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Me encogí de hombros.
—Si estuvieras haciendo la maleta para viajar al futuro, Scotty, ¿qué llevarías en ella?
—¿Qué llevaría? No sé… ¿Y tú?
—Yo me llevaría… un secreto. ¿Puedes guardar un secreto?
Esa pregunta me inquietó, pues era la que solía hacerme mi madre cuando empezaba a ser arrastrada hacia la locura. Revoloteaba a mi alrededor como una sombra maligna y me decía: “¿Puedes guardarme un secreto, Scotty?”.
Sus secretos siempre eran afirmaciones paranoicas: que los gatos podían leer en su mente; que mi padre era un impostor; que el gobierno intentaba envenenarla.
—Vamos, Scotty —dijo Sue—, no me mires así.
—Si me lo cuentas, dejará de ser un secreto —respondí.
—Bueno, eso es cierto, pero es necesario que lo comparta con alguien. No puedo contárselo a Ray porque está enamorado de mí. Y tampoco puedo compartirlo con Hitch porque él no quiere a nadie.
—Eso es críptico.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo —miró hacia el lejano pilar azul—. Puede que no nos quede demasiado tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—El Cronolito. No va a durar demasiado porque no es estable. Es demasiado grande. Míralo, Scotty. ¿Puedes ver cómo tiembla?
—No tiembla. Es una ilusión óptica creada por el calor de la pradera.
—En parte sí, pero no todo. He realizado los cálculos una y mil veces, con esas cifras tan elevadas del bunker. Esos números —cogió su cuaderno—. He triangulado su peso y su radio, al menos a grandes rasgos… y por muy tacaña que sea con las estimaciones, siempre rebasa con creces el límite.
—¿El límite?
—¿No lo recuerdas? Si un Cronolito es demasiado grande, se hace inestable. Supongo que si me hubieran dejado publicar el artículo, lo habrían llamado “el límite Chopra” —su extraña sonrisa se desvaneció y apartó la mirada—. Puede que sea demasiado arrogante para el trabajo que tengo que hacer, pero no debo dejar que eso suceda. Tengo que ser humilde, Scotty, porque Dios sabe que seré humillada.
—¿Estás diciendo que, en tu opinión, el Cronolito se derrumbará?
—Sí, durante el día de hoy.
—Pero eso no será ningún secreto.
—No, por supuesto que no, pero la causa sí que lo será. El Límite Chopra es mi trabajo. No lo he compartido con nadie y dudo que haya alguien más realizando triangulaciones. Además, ese Kuin no durará demasiado para poder hacer cálculos precisos.
Todo esto me estaba poniendo muy nervioso.
—Sue, aunque todo esto sea cierto, la gente sabrá…
—¿Qué va a saber la gente? Lo único que sabrá el mundo entero es que el Cronolito fue destruido y que nosotros estábamos aquí con ese propósito. Entonces, llegarán a la conclusión más obvia: que tuvimos éxito, aunque con un poco de retraso. Nuestro secreto será la verdad.
—¿Y por qué tiene que ser un secreto?
—Porque no debo contarlo, y tú tampoco. Es necesario que lo guardemos durante veinte años y tres meses. Si no, no funcionará.
—Joder, Sue… ¿Qué es lo que no funcionará?
Parpadeó.
—Pobre Scotty. Estás confundido. Deja que te lo explique.
Fui incapaz de comprender todos los detalles de su explicación, pero lo que entendí fue lo siguiente:
No habíamos sido derrotados.
Sin duda alguna, en el lugar de la llegada seguía habiendo montones de periodistas que presenciarían (en cuestión de horas o minutos), el espectacular derrumbamiento del Cronolito. Según Sue, cuando esa imagen hiera retransmitida al mundo entero, el bucle de retroalimentación se interrumpiría y el aura de invulnerabilidad de Kuin se rompería en pedazos. Ganara o perdiera, Kuin dejaría de ser el destino y se convertiría en nuestro enemigo.
Sin embargo, el mundo debía creer que habíamos tenido éxito y, por lo tanto, debíamos guardar bien el secreto del Límite Chopra…
Porque Sue consideraba que no se trataba de ninguna coincidencia que este Cronolito hubiera superado el límite físico de la estabilidad.
Según ella, era obvio que se trataba de un acto de sabotaje.
De un acto de sabotaje deliberado contra un Cronolito. ¿Quién pod la realizar un acto así? Evidentemente, una persona de confianza; alguien que no sólo comprendiera la física de los Cronolitos, sino también todos y cada uno de sus detalles. Alguien que conociera los límites físicos y supiera cómo forzarlos.
—Esa saeta —dijo Sue, casi con timidez, turbada por la temeridad de sus palabras y bastante asustada—. Esa saeta está apuntando hacia mí.
Por supuesto, era locura.
Era megalomanía, auto-engrandecimiento y auto-negación, todo al mismo tiempo. Sue se había elevado hasta el rango de Shiva, el creador y el destructor.
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