Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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—Existe todo tipo de límites en los Cronolitos —la voz de Sue era un canturreo adormecido—. Por ejemplo, su masa… o, para ser más concreta, su equivalencia de masa, puesto que la sustancia con la que han sido creados no es convencional. ¿Sabéis que ninguno de los Cronolitos ha tenido una equivalencia de masa mayor a doscientas toneladas métricas? Y seguro que no se debe a una falta de ambición por parte de Kuin, puesto que si fuera, posible, haría que llegaran hasta la luna. Como os iba diciendo, la energía necesaria se dispara de forma exponencial cuando se rebasa cierto punto. Además, la estabilidad se resiente y los efectos secundarios se hacen más notables. Scotty, ¿sabes qué le ocurriría a un Cronolito si rebasara mínimamente el límite teórico de masa?

Le dije que lo ignoraba.

—Se haría inestable y se destruiría… probablemente, de forma espectacular. Su geometría Calabi-Yau se desdoblaría. En términos prácticos, las consecuencias serían catastróficas.

Sin embargo, Kuin no había sido tan necio como para dejar que eso sucediera. Entonces me di cuenta de lo astuto que era… y de que eso no presagiaba nada bueno para nuestra quijotesca expedición a estas tierras occidentales devastadas por el sol.

—Me apetece una coca-cola —dijo de repente Sue—. Estoy tan seca como un hueso. ¿Puedes ir a la gasolinera y traerme una… si hay?

Asentí y, tras abandonar la furgoneta, avancé por el pedregoso margen de la carretera hasta que dejé atrás la larga hilera de camiones. La estación de servicio era un lugar solitario, una vieja cúpula geodésica que daba sombra a la tienda y a una hilera de depósitos moteados de óxido. En la puerta había un anciano que contemplaba la larga cola de vehículos protegiéndose los ojos con la mano. Aunque, en conjunto, debíamos ser más clientes que los que habían pasado por allí durante las últimas dos semanas, aquel tipo no parecía estar demasiado contento.

Observé que los módulos automatizados de servicio se movían bajo el primer camión del convoy, rellenando su depósito y limpiándolo. Los litros y el precio se mostraban en el gran panel superior, cuya pantalla había dejado de ser transparente debido al sol y ¡a arena.

—Hola. Parece que no ha llovido mucho por aquí últimamente.

El encargado de la estación de servicio apartó la mano de sus ojos y me miró de soslayo.

—No llueve desde mayo —respondió.

—¿Tiene bebidas frías?

Se encogió de hombros.

—Refrescos. Algunos.

—¿Puedo echar un vistazo?

Se movió hacía un lado de la puerta.

—Es su dinero.

Después do haber caminado bajo aquel sol abrasador, sentí frío en el oscuro interior de la tienda. En las estanterías no había demasiados productos y en el refrigerador sólo había coca-cola, cerveza y refrescos de naranja. Cogí tres latas al azar.

El encargado tecleó el importe de la venta mirándome la frente con tanta intensidad que empecé a pensar que llevaba algo escrito.

—¿Sucede algo? —pregunté.

—Sólo estaba buscando el Número.

—¿Qué número?

—El de la Bestia —respondió, señalando una pegatina que tenía pegada delante del mostrador: ¡ESTOY LISTO PARA ENTRAR EN ÉXTASIS! ¿Y TÚ?

—Supongo que estoy listo para tomar una bebida bien fría — respondí.

—Lo suponía.

Me siguió hasta el exterior de la tienda y miró hacia la hilera de camiones.

—Es como si el circo hubiera venido a la ciudad —escupió distraído al suelo.

—¿Me podría dejar la llave del servicio?

—Está colgada de un gancho al otro lado de la esquina —señaló con el pulgar hacía la izquierda—. Sea piadoso y tire de la cadena cuando termine.

El emplazamiento de la llegada (que había sido identificado por los satélites de vigilancia y concretado a partir de la radiación ambiental de la zona) era tan enigmático y tan poco esclarecedor como la mayoría de los lugares en los que habían aterrizado los Cronolitos.

Los monumentos que llegaban a zonas rurales o pueblos y, por lo tanto, no provocaban daños devastadores, solían etiquetarse como “estratégicos”, mientras que los que asolaban ciudades enteras, como los de Jerusalén o Bangkok, se consideraban “tácticos”. De todas i formas, el hecho de que esta distinción fuera significativa o fortuita estaba abierto al debate.

Era obvio que la piedra de Wyoming podía incluirse en la categoría de Cronoiitos “estratégicos”. Wyoming es, en esencia, una meseta elevada y árida interrumpida por montañas, “la tierra de las altitudes elevadas y las multitudes bajas”, según las palabras de un gobernador del siglo XX. La piedra de Kuin no afectaría demasiado a su economía, basada en las reservas de petróleo y la ganadería; además, la zona en la que estaba prevista ¡a llegada no había ninguno de estos recursos (de hecho, no había nada de nada, excepto perros de ladera y algunas granjas abandonadas). La localidad más cercana, situada a veinticinco kilómetros de distancia, era un pueblo provisto de oficina postal llamado Modesty Creek al que se llegaba por una carretera asfaltada de dos carriles que discurría entre pastos, lechos de basalto y tramos dispersos de álamos americanos. Mientras recorríamos esta carretera secundaria a una velocidad prudente y nos aproximábamos a nuestro destino, Sue se olvidó de su monólogo durante un rato para admirar las ondas que formaba el viento en las praderas de salvia y ortigas.

Le pregunté por qué motivo iba a aterrizar un Cronolito en un lugar como éste.

—No lo sé —respondió—, pero es una buena pregunta. Y razonable. Estoy segura de que tiene que significar algo. Es como cuando juegas al ajedrez y tu contrincante mueve el alfil hacia un lado sin razón aparente. Puede que se trate de un error estúpido… o de una estrategia.

Una estrategia, es decir, una distracción, una falsa amenaza, una provocación, un señuelo. De todas formas, Sue insistió en que eso no importaba, porque fuera cual fuera el propósito de ese Cronolito, nosotros íbamos a evitar su llegada.

—Sin embargo, la causalidad es demasiado confusa —admitió—. Se une y se enreda con fuerza. Kuin juega con la ventaja de la retrospectiva. Puede moverse en nuestra contra de formas que nos resulta imposible prever. No sabemos gran cosa de él, pero estoy segura de que él nos conoce perfectamente.

Al atardecer, nuestros vehículos ya habían abandonado la carretera. Días antes había llegado un grupo que se había encargado de hacer un reconocimiento del terreno y marcar el perímetro de la zona del aterrizaje con palos y cinta amarilla. Como el sol aún proyectaba suficiente luz, Sue nos condujo a unos cuantos hasta la cima de una loma, desde donde pudimos contemplar una pradera tan prosaica como un terreno en el que se han realizado las mediciones pertinentes para construir un centro comercial.

Nos encontrábamos en un terreno agreste que antaño había formado parte de una parcela privada que nunca había sido cultivada. Bajo la penumbra era un lugar solemne, una pradera ondulante cuyo lado oriental estaba bordeado por un escarpado risco. Su suelo pedregoso estaba cubierto de salvia, que empezaba a volverse gris después del árido verano. Si el personal de ingeniería no hubiera estado bombeando aire comprimido en los armazones de una docena de cabañas inflables, nos habría envuelto el más absoluto silencio.

Advertí que en la cima del risco se perfilaba la silueta de un antílope contra ci descolorido azul del cielo. El animal levantó su cabeza, nos olfateó y se alejó trotando hasta desaparecer de la vista.

Ray Mosely se acercó a Sue por la espalda y la cogió del brazo.

—Casi puede sentirse, ¿verdad? —dijo.

Supongo que se refería a la turbulencia tau,peroyo debía ser inmune a ella. Aunque puede que hubiera un ligero olor a ozono en el aire, lo único que sentía con certeza era la refrescante brisa que soplaba en mi nuca.

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