Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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Volví a lievarla a este lugar.

A principios de siglo, era tal la obsesión que existía por mejorar las zonas urbanas que, quizá, se crearon demasiados parques como éste. Muchos de ellos habían desaparecido para dar paso a albergues de indigencia, o estaban tan deteriorados que no tenían ninguna utilidad. Éste era una excepción, puesto que seguía siendo reivindicado por diversas familias del barrio, defendido por una horda de decretos locales y vigilado después del anochecer por diversos voluntarios de la comunidad. Llegamos a última hora de la tarde de un día más fresco que el anterior (que fue abrasador), un día de verano tan agradable que te gustaría doblarlo y guardarlo en el bolsillo. Había familias merendando junto al estanque y niños jugando en los columpios y toboganes recién pintados.

Nos sentamos en las vacías gradas de softball. De camino al parque habíamos comprado comida preparada, trozos diminutos de pollo rebozado. Ashlee empezó a comer con indiferencia, aunque cada uno de sus gestos ponía de manifiesto su inquietud. Supongo que a mí me sucedía lo mismo.

En un principio, había decidido que hoy le hablaría sobre Adam, pero me había dado cuenta de que no podía hacerlo. No se trataba de que me faltara valor, sino de una decisión que había tomado por defecto. Seguía creyendo que Ash merecía saber que Adam estaba vivo, pero Sue tenía razón: la noticia no le curaría las heridas, sino que las haría más profundas.

Por mucho que protestara mi contienda, me sentía incapaz de contarle algo que iba a causarle tanto dolor.

Supongo que el destino se construye con decisiones como ésta, a base de madera y clavos, como la horca.

—¿Te acuerdas de aquel niño? —preguntó Ashlee, pasándose una servilleta por los labios—. ¿Aquel que estaba jugando a softball?

Poco después de casarnos, habíamos pasado un sábado en este parque. Se estaba disputando un partido de la Liga Infantil, así que había dos entrenadores y algunos padres compartiendo las gradas con nosotros. El bateador era un niño que parecía haberse criado a base de filetes y esteroides, el tipo de chaval de once años que tiene que afeitarse antes de ir al colegio. En cambio, el pitcher era un niño rubio desnutrido pero con un enorme talento para lanzar la pelota, por desgracia, una de ellas fue directa a la base del bateador y, tras golpear el bate, regresó al montículo del lanzador antes de que el pitcher pudiera levantar el guante (se había distraído con algo que había en la primera base). Mientras giraba la cabeza, el pequeño recibió un fuerte golpe en la sien.

Se hizo el silencio; después, se oyeron jadeos y algunos gritos. El pitcher miró hacia el suelo y, tras caerse de bruces (pues fue incapaz de mover los brazos para atenuar el golpe), se quedó tendido y completamente inmóvil sobre el polvo de su montículo.

Lo extraño de esta historia viene ahora: nosotros no éramos padres ni participantes, sino simples observadores fortuitos que habían ido al parque para disfrutar de su día Ubre. Sin embargo, yo ya había llamado a los Servicios de Emergencia antes de que a cualquier persona de las gradas se le hubiera ocurrido llevarse la mano al bolsillo, mientras que Ashlee, que tenía conocimientos de primeros auxilios, llegó al montículo antes que el entrenador.

La lesión no era grave, así que Ash mantuvo estable al muchacho e intentó tranquilizar a su aterrada madre hasta que llegó la ambulancia. Lo único insólito que hubo en aquel incidente fue la rapidez con la que reaccionamos Ashlee y yo.

—Lo recuerdo —respondí.

—Aquel día aprendí algo. Aprendí que los dos estamos preparados para lo peor. Siempre. En cierto modo, puede que incluso lo estemos esperando. Supongo que, en mi caso, se debe a mi padre.

Su padre era alcohólico, circunstancia que suele obligar a un niño a madurar de forma prematura, y había muerto de cáncer de hígado cuando Ashlee tenía quince años.

—Y tú, por tu madre —continuó.

Siempre esperábamos lo peor… bueno, sí, por supuesto. (En aquel instante, la voz de mi madre sonó brevemente en mi cabeza: ¡ Scotty , deja de mirarme de esa forma .)

—Y eso me dice —añadió, sin mirarme a los ojos y escogiendo sus palabras con cuidado— que somos dos personas bastante fuertes. Hemos tenido que enfrentamos a ciertas cosas muy difíciles.

¿Tan difícil como un hijo asesino, resucitado de la muerte?

—Así que no te preocupes, Scott. Confío en ti. Tienes que hacer lo que consideres correcto. No es necesario que intentes decírmelo con suavidad. ¿Vas a irte con ellos, verdad?

—Sólo durante una breve temporada —respondí.

Veintidós

Cruzamos la frontera del estado de Wyoming el día que el gobernador dimitió.

Una de las supuestas milicias Omega había ocupado el parlamento durante casi una semana, tomando como rehenes a sesenta personas, entre las que se incluía el gobernador Atherton. La Guardia Nacional había despejado el edificio y Atherton había renunciado a su cargo en el mismo instante en que fue liberado, aludiendo a razones de salud (y el motivo era bueno: había recibido un disparo en la ingle y la herida se había infectado).

En otras palabras, las emociones estaban a flor de piel en este país montañoso; sin embargo, toda esta agitación política era invisible desde la carretera. Avanzamos por una autopista llena de baches, flanqueada por inmensos ranchos que habían quedado desérticos debido a la crisis del Acuífero de Oglalla. Pudimos ver diversas bandadas de estorninos descansando sobre las oxidadas varillas de los sistemas de irrigación.

—Parte del problema —estaba diciendo Sue— es que la gente considera que un Cronolito es algo mágico, pero eso no es cierto. Es tecnología y, por lo tanto, se comporta como la tecnología.

Sue, que llevaba cinco horas habiéndonos sobre los Cronolitos, había insistido en conducir la última furgoneta del convoy (que contenía nuestros efectos personales y sus proyectos), así que Hitch, Eay y yo nos íbamos turnando en el asiento del pasajero. Sue había añadido una especie de locuacidad nerviosa a su acostumbrada conducta obsesiva. Incluso teníamos que recordarle que comiera.

—La magia es ilimitada —explicó—, o, por lo menos, sólo está limitada por el talento de quien la practica o los caprichos del mundo sobrenatural. Sin embargo, los límites de los Cronolitos están impuestos por la naturaleza, de modo que son muy estrictos y perfectamente calculables. Kuin envía sus monumentos veinte años al pasado porque ése es el punto en el que las barreras prácticas se hacen infranqueables. Si retrocediera más, los requisitos de energía pasarían a ser logarítmicos… incluso para una masa minúscula se dispararían hasta el infinito.

Nuestro convoy estaba formado por ocho camiones de carga militares y el doble de furgonetas y vehículos para transporte de personal. Durante todos estos años, Sue había ido reuniendo un pequeño ejército de personas con una forma de pensar similar, entre las que se incluían los académicos y licenciados que habían creado el equipo de intervención tau. Como esta expedición contaba con la protección de las fuerzas armadas, todos nuestros vehículos habían sido pintados del color azul de Unifuerzas para que pareciera un convoy militar normal y corriente, como los que solían verse incluso por estas carreteras occidentales despobladas.

Tras recorrer algunos kilómetros, nos detuvimos en el arcén de la carretera formando una línea recta desde el camión que nos dirigía y esperamos a que nos llegara el turno de rellenar nuestro depósito de gasolina en la solitaria estación de servicio de Sunshine Volátiles. Sue desconectó el aire acondicionado y yo bajé la ventanilla. El cielo era inmensurablemente azul, aunque había alguna nube alta, y el sol estaba a punto de alcanzar su cénit. Había más gorriones revoloteando sobre una antigua torre de perforación de petróleo oxidada que se alzaba en un árido campo. El aire olía a calor y a polvo.

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