Atlantis fue una ciudad rom, ¿saben? Por muchas otras fábulas que hayan oído, la auténtica verdad es que nosotros la fundamos, nosotros creamos su maravillosa grandeza, nosotros fuimos quienes sufrimos cuando se hundió bajo el mar. Fue nuestro primer asentamiento en la Tierra, hace mucho tiempo, cuando llegamos ahí tras la destrucción de la Estrella Romani. Más tarde los griegos intentaron reclamarla para sí, pero ya saben cómo eran los griegos: un puñado de gente sombría, mitad ignorancia y mitad mentiras. Atlantis fue nuestra. Durante los cinco mil años siguientes a su destrucción no construyeron los gaje de la Tierra nada que se acercara ni remotamente a su esplendor arquitectónico. Fue la primera ciudad de la Tierra. Y con ello no quiero dar a entender simplemente magníficos edificios y columnas de mármol. Teníamos alcantarillado, y baños con agua corriente, mientras el resto de la población de la Tierra se vestía aún con pieles de animales y cazaba arrojando sus lanzas a sus presas.
Una gran ciudad, sí. Demasiado buena para durar. De todos modos, nunca fue nuestro destino ser un pueblo sedentario. Quizá fue presuntuoso por nuestra parte edificar algo tan maravilloso como Atlantis. Tenía que sernos arrebatada. El volcán rugió, la Tierra se desplazó, el mar engulló Atlantis, y nosotros huimos en barcos, unos pobres y golpeados supervivientes, para seguir nuestra suerte por los caminos del mundo. De ahí viene la conocida aversión de los gitanos a viajar por mar, ¿saben?: de los horrendos sufrimientos que experimentamos durante nuestra huida de Atlantis. Pero fue maravillosa mientras existió, y aquellos que conocen el secreto de espectrar vuelven a ella a menudo para mirar maravillados. Llegar hasta allí exige un cierto esfuerzo: Atlantis, descubrimos hace tiempo, se halla justo al límite de nuestro alcance espectral. Y nos resulta difícil ver las cosas con mucho detalle allí, porque, como han oído, cuanto más lejos espectra uno, más profundamente se ve rodeado todo por una especie de bruma. Pero seguimos yendo de todos modos.
Y Syluise, con su dorado pelo flotando al viento mientras se yergue en el carro de algún señor atlante…
Ninguna mujer ha ejercido en mi vida tanto poder sobre mí como Syluise. Para mejor o para peor. Nunca he podido escapar a su conjuro. Eso me enfurece, ese poder que tiene ella sobre mí, y sin embargo, si pudiera cambiar el pasado y extirpar de mi vida toda huella de su presencia, Dios sabe que no lo haría.
La conocí en Estrilidis. ¿Hace cincuenta años? Algo así. Cesaro o Nano era aún el rey, y yo era un enviado diplomático. Estrilidis es un mundo cálido y húmedo, con densos bosques jamás hollados y todo tipo de extrañas criaturas. Que recuerde, los felinos tienen dos colas allí. Y los insectos…, ¡ah, los insectos, qué cosa más sorprendente son! Como rubíes con patas, como esmeraldas, como diamantes azules. Estaba contemplándolos una noche ascender por las paredes del lugar donde me alojaba, una sorprendente procesión de grandes bichos resplandecientes, cuando de pronto vi algo aún más sorprendente: una mujer de oro, desnuda como el amanecer, flotando más allá de mi ventana. Unos perfectos pechos rosados, unas amplias caderas, unas largas y bien torneadas piernas. Resplandeciendo como el fuego, parpadeando como un espectro. Pero, ¿cómo podía ser un espectro? Evidentemente no era rom, no con aquel esplendoroso pelo amarillo, no con aquellos sorprendentes ojos azules. Y sólo los roms pueden espectrar. Por supuesto que era rom, aunque totalmente transformada por pura vanidad a aquella deslumbrante forma gaje. Lo descubrí más tarde. Pero, pese a todo, no era un espectro. Lo que vi era la real y auténtica Syluise, manteniéndose como por arte de magia suspendida en el aire. Me hizo señas con la cabeza. La seguí a la noche, ella flotando como un fuego fatuo, yo corriendo tras de ella. Ella sonriendo, yo mirando. Con la boca abierta. Maravillado.
Se detuvo en las profundidades del bosque y se volvió hacia mí, y cuando corrió a mis brazos tuve la sensación de haber capturado una llama, Nos hundimos juntos en el cálido y húmedo suelo. Ella rió; arañó mi desnuda espalda con sus uñas; arqueó su cuello como un gato.
—¿Quieres que te haga rey? —preguntó.
Llovía, pero el calor de nuestros cuerpos era tal que evaporaba el agua antes de que pudiera golpearnos. Era como una fiebre.
Se rió de nuevo. Apoyé mis manos en sus pechos: sus pezones eran ardientes y duros, pulsaban contra mis palmas. Acaricié sus sedosos muslos y se abrieron para mí. Y entonces me aferró. ¡Oh, la dulzura de aquel abrazo! Cerré los ojos y vi la luz de un millar de estrellas de un millar de colores. Y sentí el calor de aquel millar de soles abrasarme. Ustedes pensarían que era mi primera mujer, tan aniquilador fue aquel momento para mí. Entonces yo tenía ya veinte años, más o menos. Pero en aquel momento, como golpeado por un rayo, todas las demás mujeres que la habían precedido a lo largo de toda mi vida fueron erradicadas de mi memoria. Sólo quedó aquélla. ¿Quién era? ¿Importaba? ¿Me importaba? Me sentía perdido en ella.
Mientras nos movíamos empezó a hablar, un suave y bajo canturreo; y al cabo de un momento me di cuenta de que estaba hablando en romani, que de aquellos labios perfectos brotaba un sorprendente flujo de las palabras más obscenas que pueden pronunciarse en nuestra lengua. ¿Cómo podía conocer aquellas palabras esa mujer gaje? Bien, de acuerdo, de acuerdo, ella era tan rom como yo, bajo aquella fachada asumida. Mientras me murmuraba y canturreaba aquel sorprendente fluir de obscenidades, la miré maravillado, y entonces se echó a reír, y lo mismo hice yo. Y entonces me arrastró con ella hasta la cúspide del placer.
—Me llamo Syluise —dijo luego.
Aquél fue el principio. Cuando regresé a Galgala ella vino conmigo. Cuando me convertí en rey un poco más tarde, pensé en hacerla mi esposa; pero cuando fui a hablar con ella de tales asuntos, había desaparecido, y transcurrió todo un año antes de que volviera a verla. Así fue como empecé a comprender lo que era realmente Syluise. Pero entonces ya era demasiado tarde.
Puesto que Mulano no es un mundo del Imperio, no hay un servicio regular de astronaves. La única forma de llegar o salir de él es por el relé de tránsito, que es un poco como intentar viajar arrojándote el mar con un gancho en el cuello y esperar que algún pájaro gigante te agarre y te transporte allá donde deseas ir. Chorian, una vez entregado el mensaje de Damiano y obtenida mi respuesta, estaba preparado para irse, pero necesitó la mayor parte de una semana antes de poder agarrar su tránsito y partir. Así que fue mi huésped durante todo ese tiempo. No es que me queje. Había llegado a gozar con mi soledad, y deseaba que volviera tan pronto como fuera posible; pero un huésped es un huésped. Quizá los gaje echen sin contemplaciones a alguien que se presente a su puerta; un rom, nunca.
En realidad no era tan malo tenerlo por los alrededores. Aparte el hecho de pasarse un poco más de lo necesario con su adoración —y realmente no podía impedirlo; yo era cinco veces más viejo que él, y además un rey, o al menos un antiguo rey, y legendario en cincuenta o sesenta mundos—, era una compañía bastante agradable. No era ni con mucho tan ingenuo como parecía a primera vista; lo que había tomado por ingenuidad era en su mayor parte su estilo de inocencia de ojos muy abiertos, que probablemente no era más que una pose debida a su juventud. Y no era justo culparle por el hecho de ser joven. No era culpa suya, y pronto debería prescindir de ello. Había felicidad en él, y fuerza, y un buen corazón rom. Además, conocía todos los chismorreos de la corte. Me sorprendió descubrir lo ansioso que me sentía de ser puesto al corriente de todas las intrigas triviales e insignificantes de los círculos internos de la Capital; y él parecía saberlo todo, los nombres de las actuales amantes del emperador, la situación exacta en esos momentos de Lord Sunteil, Lord Naria y Lord Periandros en el favor del emperador, la última escapada no eclesiástica del archimandrita Germanos, y todo lo demás.
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