Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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Hubo un tiempo en la Tierra un pueblo gaje llamado los judíos, que creían que eran el pueblo especial de Dios. Él los arrojó también de una patada en el culo, simplemente para enseñarles que Él no tiene preferidos, o que, aunque los tenga, puede someterlos a penalidades más duras que aquellas a las que somete a sus enemigos. Es una historia muy similar, en ciertos aspectos: sufrimientos, persecución, pobreza, exilio. Pero no fue tan duro con ellos como lo fue con nosotros. A ellos los hizo abogados, doctores, profesores. A nosotros nos hizo afiladores y adivinos. ¿Qué tipo de lección quería enseñarnos? Al menos se apaciguó un poco con el correr del tiempo, y nos ofreció algunas ocupaciones con un poco más de clase. Todavía hay algunos judíos por ahí, pero no creo que muchos de ellos sean pilotos de astronaves. Y estoy casi completamente seguro de que ninguno de ellos es rey.

Bien, quizá todo eso haya valido la pena, me dije. El arrojarnos al exilio, el vagar, los sufrimientos. Así que respondí a mi propia pregunta con un sonoro: Sí. Por supuesto que había valido la pena. ¿Quién era yo para quejarme? Ahí estaba Chorian, contemplándome con adoración, a mí, el hombre sabio, el viejo rey, la encarnación de nuestra raza, y me estaba diciendo con los ojos: Cuéntame, cuéntame, cuéntame, Yakoub. Háblame de nuestra gran y maravillosa historia. De cómo ocurrió todo, de cómo empezó. Me sentí avergonzado de haber dudado aunque sólo fuera por un instante, de que hubiera empezado a sentirme resentido, a hacerme preguntas.

Y mientras permanecíamos allá en la oscuridad y el frío, le conté la antigua leyenda, la más antigua de todas nuestras leyendas, la Leyenda del Sol Dilatado, del mismo modo que me la había contado a mí mi padre mientras estábamos de pie juntos en aquella empinada ladera del monte Salvat una noche en Vietoris hacía mucho tiempo, y del mismo modo que yo se la había contado a mis muchos hijos, a lo largo de muchos años, en muchos mundos distintos.

10

Le hablé de nuestros antiguos días de grandeza, de las maravillosas ciudades de la Estrella Romani, los resplandecientes palacios y las espléndidas torres, los enormes paseos y las amplias avenidas, las brillantes columnas y plazas. Le conté cómo el cielo sobre la Estrella Romani brillaba siempre con la luz de todos los cielos. Le hablé de las once lunas que se extendían como brillantes joyas de horizonte a horizonte. Le describí los ríos que rielaban como vino nuevo, las montañas que desafiaban a las estrellas, las doradas praderas y los deslumbrantes lagos. Y le hablé de la gente apuesta y feliz.

Luego le conté cómo llegamos a saber que todo aquel esplendor iba a sernos arrebatado. Primero Mulesko Chiriklo, el pájaro de los muertos, haciendo su nido en el más alto contrafuerte del Gran Templo. Después la voz de mujer gritando la canción fúnebre por la noche, que pudimos oír en todas las ciudades a la vez. Y luego el viento que soplaba desde el sur, donde van a vivir las almas de los muertos, y que no se detuvo durante catorce meses. Y otros presagios después de eso: un año en el que no hubo verano, y un día en que el sol no se alzó, y una noche en la que no pudieron verse las estrellas en ninguna parte del mundo.

No teníamos forma de comprender esos presagios, porque no habíamos conocido más que la felicidad en la Estrella Romani. Nunca había habido una sequía, ni un terremoto, ni una inundación, ni una epidemia. Las estaciones iban rodando a su debido tiempo y la tierra era fértil. No había enfermedades entre nosotros, y cuando nos llegaba la muerte era repentina y limpia, en la extrema vejez. Así que cuando los presagios empezaron a presentarse llamamos a los sabios que podían interpretarlos por nosotros; y vinieron de todas partes del mundo, y se reunieron en la gran plaza de la capital. Conferenciaron durante noventa y nueve meses, y estudiaron, y apelaron a la guía de los dioses. Luego, en el mes que hacía cien, el rey los encerró a todos en el Salón Largo del Gran Templo, y les hizo saber que no tendrían ni comida ni bebida hasta que nos dijeran qué era lo que iba a ocurrir y cómo debíamos enfrentarnos a ello; y no se supo nada de ellos durante noventa y nueve horas, pero a la hora que hacía cien indicaron que les había sido concedida una revelación, y entonces se les permitió salir.

Nuestra dulce Estrella Romani, declararon, había decidido arrojarnos al universo para que nos abriéramos camino por nosotros mismos, y no serviría de nada llorar y quejarse o rezar, porque el tiempo era corto y era preciso emprender acciones rápidas.

Pronto, dijeron, iba a producirse un cambio en el sol que era nuestra madre. Iba a dilatarse y hacerse más grande, y en vez de su cálido resplandor rojo dador de vida arrojaría un salvaje brillo de luz azul que arrojaría un terrible calor que ningún ser vivo podría resistir. En un monstruoso y asesino mediodía, nos dijeron los sabios, el fuego mortal cruzaría los campos y las praderas, las montañas y los valles, las ciudades y las llanuras. El mundo se volvería negro y los mares hervirían, y toda la vida terminaría en torno a la Estrella Reman. Y luego el sol reduciría su volumen tan rápidamente como había entrado en erupción, y su suave luz roja regresaría, pero ahora no iluminaría más que las ruinas destrozadas y carbonizadas de nuestro mundo muerto.

Inmediatamente hubo llantos y hubo quejas y hubo rezos, y la gente le pidió desesperadamente al rey que nos salvara; y el rey dijo:

—Esto es algo que el destino arroja sobre nosotros, y no podemos hacer nada por impedirlo. Pero hay una forma de salvarnos. —Y el rey propuso que construyéramos tantas naves espaciales como pudiéramos, y las llenáramos con gente y animales y plantas y todos los tesoros de nuestro mundo, y partiéramos a la Gran Oscuridad con ellas, y aguardáramos ahí fuera hasta que el cataclismo hubiera desandado su camino; y entonces volveríamos a la Estrella Romani y reedificaríamos nuestra vida. De este modo cesaron los llantos, y las quejas y las plegarias; y la construcción de las naves empezó. Pero muy pronto resultó claro que no podíamos construir las suficientes. Porque el momento del cataclismo estaba ya casi encima de nosotros, y apenas teníamos suficientes naves para llevar a una persona de cada mil al espacio. Y entonces llegaron noticias que aún eran peores: que el sol no se dilataría una vez sino tres, durante el transcurso de los próximos diez mil años, de modo que no serviría de nada intentar regresar a la Estrella Romani; cualquier cosa que pudiéramos reconstruir sería destruida de nuevo en la próxima dilatación, y de nuevo en la otra después de ésa.

Así supimos que la mayor parte de nosotros roamos a morir, y que el resto iba a verse arrojado de nuestro hogar para morar durante largo tiempo en el exilio. No podíamos comprender por qué Dios había elegido hacernos esto, pero sabíamos que no era cosa nuestra hallar razones a los designios de Dios.

—¿Pero sólo uno de cada mil pudo huir? —preguntó Chorian, horrorizado.

—Ni siquiera tantos como ésos —dije —. Uno de cada cinco mil, quizás, Uno de cada diez mil. Teníamos sólo dieciséis naves. Se hizo un sorteo, y fueron elegidos nombres, y las dieciséis naves partieron hacia la Gran Oscuridad. Y un día miraron tras ellos y vieron una nueva estrella en el cielo que resplandecía con un brillante blanco azulado, y el resplandor rojo de la Estrella Romani ya no podía verse por ninguna parte; y ese día lloraron y se quejaron y rezaron, y después volvieron sus rostros hacia delante, porque sabían que no había nada tras ellos que desearan volver a ver.

—¿Y ésos fueron los roms que se asentaron en la Tierra?

—Sí —dije —. Aunque primero fuimos a algunos otros lugares; pero la Tierra era lo más parecido a la Estrella Romani, y ahí fue donde decidimos vivir.

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