—¿Pese a que los gaje estaban ya en ella?
— Porque los gaje estaban ya en ella. Los gaje estaban moldeados de una forma muy parecida a los roms, tanto que una raza podía incluso mezclarse y procrear con la otra, ¿entiendes?; y ésa fue la prueba de que los roms podían vivir y prosperar en la Tiene. Así que nos asentamos en ella, en una gran isla deshabitada hasta nuestra llegada, donde los gaje no podrían molestarnos; porque los gaje eran un pueblo rudo y estúpido y primitivo y nosotros sabíamos que nos incordiarían y nos molestarían y nos harían la guerra si intentábamos vivir entre ellos. Ocupamos esa isla, ellos no podían impedírnoslo, y a su debido tiempo edificamos en ella una gran ciudad y llegamos a vivir casi tan espléndidamente como lo habíamos hecho en la Estrella Romani; pero cuando caía la noche mirábamos a los cielos y podíamos ver la luz roja de la Estrella Romani brillar allí, y sonábamos en todo lo que una vez había sido nuestro, y nos decíamos a nosotros mismos que algún día volveríamos a nuestro mundo natal y lo convertiríamos de nuevo en lo que había sido antes de que nosotros fuéramos expulsados de él.
—¿La Estrella Romani se había vuelto roja de nuevo? —preguntó Chorian.
—Sí; exactamente tal como los hombres sabios habían predicho, así ocurrió; se hizo más brillante, muy repentinamente, y llameó con rápidas y letales exhalaciones, y luego volvió a su aspecto normal, y todo volvió a ser como antes.
—Pero ni siquiera entonces volvimos.
—Ésa fue sólo la primera dilatación del sol. Sabíamos que habría dos más.
—¿Y las ha habido?
—Una —dije —. Casi seis mil años después de que nos fuéramos. Lo vimos en el cielo, un gran estallido blanco azulado. Eso fue en la época del nacimiento de Jesu Cretchuno, el niño Cristo que algunos dicen que es el hijo de Dios; y quizá conozcas la leyenda de los tres reyes que acudieron a adorarle en su cuna. Uno de esos reyes era rom; y sabía que la estrella que anunciaba el nacimiento del niño era la estrella que nos había dado también nacimiento a nosotros, y que estaba llameando por segunda vez, tal como nuestros sabios habían predicho.
Chorian contempló el cielo durante largo rato. Luego dijo:
—¿Y la tercera dilatación?
—Pronto —dije —. Otros mil años. O quinientos. O quizá mañana. Ése es el signo que hemos estado aguardando, la llamada, esa tercera dilatación. Y entonces al fin los roms podrán volver con seguridad a su auténtico hogar. Si tu precioso emperador nos lo permite, por supuesto. Lo cual es nuestra principal tarea en el universo, luchar por volver a tomar posesión de nuestra estrella; y te digo, muchacho, que yo estaré aquí para ver ese día.
Una repentina sombra oscureció la oscuridad, arrojando una gran guadaña contra las estrellas. Por un instante la Estrella Romani desapareció de la vista; y oí la profunda y ululante voz del pájaro de los muertos, que acababa de pasar sobre nuestras cabezas y se estaba perchando ahora en un árbol cercano. Sus enormes alas negras lo envolvieron como un sudario, y sus ojos zafiro brillaron en la noche.
—Mulesko Chiriklo —dije —. Un pájaro de buen agüero. Sigue a los roms de mundo en mundo.
Agité la mano hacia él, haciendo el saludo rom; y Mulesko Chiriklo ululó su saludo de respuesta. Sabía lo que me estaba diciendo. Era lo que me había dicho siempre. Estaba ofreciéndole al Rey de los Gitanos las bendiciones de la noche y la esperanza de un rápido regreso al antiguo país natal. Miré a Chorian. Parecía aterrado. Castañeteaba los dientes y estaba de pie, con los hombros hundidos de una forma peculiar, en absoluto adecuada para alguien tan joven y fuerte como él.
Le di una palmada en el hombro.
—Vamos, muchacho. Entremos y veamos si queda un poco de vino decente.
Mientras nos encaminábamos a mi burbuja de hielo, oí la risa de los espectros roms en el viento nocturno.
Al cuarto día Chorian tenía su antena de tránsito sintonizada a su vector más alejado, y ya era el momento de irse. Empaquetó las escasas pertenencias que había traído consigo en el espacio más pequeño posible y desdobló su casco de viaje, esa suave red de malla cobriza, no más grande que un pañuelo cuando está doblada para almacenaje, que le protegería durante su solitario vuelo a través de los espacios interestelares.
Unos momentos antes de ponerse el casco se volvió hacia mí, y le vi forcejear consigo mismo para decir algo, pero las palabras no llegaron a salir de su boca. Aquello me turbó. Un rom nunca debería sentir miedo de decirle a otro las cosas que tiene auténticamente en su corazón.
Me acerqué a él y apoyé mis manos en sus hombros. Tuve que alzarlas, pese a que no soy bajo.
—¿Qué ocurre, primo? ¿Qué es lo que quieres decirme?
—Que…, que voy á irme ahora…
—Eso ya lo sé, primo —dije muy suavemente.
—Y deseaba decir…, sólo decir…
Vaciló. Dejé que mis manos siguieran sobre sus hombros y aguardé.
—He sido un problema para vos, ¿verdad, Yakoub?
—¿Un problema?
—He venido a este lugar que habíais elegido para estar solo, y os he molestado cuando no deseabais ser molestado. Y me habéis aceptado porque la ley rom dice que no hay que echar a los huéspedes, pero os enfurecía el que yo estuviera aquí.
—Mierda de dinosaurio —dije, y lo dije con vigor, y lo dije en romani, lo cual no fue fácil, porque si bien hay muchas palabras para «mierda» en romani, no hay ninguna que signifique «dinosaurio» De todos modos lo dije, y él comprendió lo que había dicho.
—Habéis sido muy amable, Yakoub.
—Ya basta de preámbulos, muchacho. Los dos somos roms. Dime lo que hay en tu corazón.
Bajó la vista y rascó la nieve fresca con la puntera de su bota. Era muy joven, y a cada minuto que pasaba se hacía aún más joven. Mientras le observaba, intenté comprender cómo era el ser tan joven, intenté recordar cómo había sido cuando yo lo era. ¡Dios mío, hacía tanto tiempo de eso! Existir en el momento, no envuelto todavía en capa tras opaca capa de experiencia. Ser transparente, con los huesos visibles a través de la piel, con cada motivación claramente a la vista justo debajo de la superficie. No había sentido nada parecido desde hacía ciento cincuenta años. Quizá ni siquiera entonces.
—Esos últimos días… —empezó, y se interrumpió de nuevo.
—¿Sí?
—Nunca conocí a mi padre, Yakoub. Fui vendido y separado de mi kumpania cuando sólo tenía siete años.
—Lo sé, muchacho. Y sé lo que es eso. Yo también fui vendido a los siete años, la primera vez.
—Lord Sunteil ha sido lo más parecido a un padre para mí, en este sentido. No es malo, ¿sabéis? Es un gaje y es la mano derecha del emperador, pero no es malo, y si alguien se ha portado alguna vez en mi vida como un padre conmigo ha sido Lord Sunteil. Pero no es lo mismo. Él no es de la sangre.
—Entiendo lo que quieres decir.
—Y estos últimos días…, estos últimos días, Yakoub…
Se volvió y miró hacia su izquierda, muy lejos en el campo de nieve, como si pensara que tenía que ocultar de mí las lágrimas que amenazaban con romper la barrera de sus párpados y estallar en sus ojos. Fingió buscar el aura del tránsito, pero yo sabía lo que estaba haciendo en realidad, y sentí tristeza por él por pensar que tenía que ocultar de mí su alma. Esto es lo que ocurre por crecer entre los gaje, pensé.
—Escucharos mientras me contabais las historias del Swatura…, oír de vuestros propios labios la historia de la Estrella Romani, la Leyenda del Sol Dilatado… —Inspiró profundamente y se volvió de nuevo, mirándome ahora directamente, y sí, sus ojos estaban húmedos, y que me vendan de nuevo como esclavo si los míos no estaban igual que los suyos, sólo un poco. Luego dijo, todo de corrido —: Por un tiempo durante esos últimos días comprendí lo que debe ser tener un auténtico padre, Yakoub.
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