Finalmente llegó un tiempo en que dejaron de creer en ello. Eso fue en el siglo XX o quizás en el XXI, cuando todo el conocimiento estuvo al alcance de todo el mundo con sólo apretar un botón, y hasta el mayor tonto del culo empezó a creer que ya lo sabía todo.
Éste es el mundo moderno, se decían solemnemente unos a otros los tontos del culo. Y se sentían muy orgullosos de sí mismos por vivir en el mundo moderno. Ya nadie era ignorante, nadie era supersticioso, nadie podía ser engañado por la jerga ni las buenas palabras. Entre las cosas que todo el mundo sabía ahora estaba el que nunca había habido nada parecido a un Rey de los Gitanos, que la misma idea no era más que un engaño, uno de los innumerables fraudes que esos ladrones vagabundos, los gitanos, habían maquinado para confundir y engañar a los pobres y crédulos patanes a los que convertían en sus presas.
Toda esa gente bien informada que vivía en el mundo moderno no sólo dejó de creer en el Rey de los Gitanos, sino que supongo que incluso dejó de creer en los gitanos. No había lugar para los gitanos en ese reluciente mundo moderno suyo. Los gitanos eran harapientos y desaseados e indomables; los gitanos eran impredecibles; los gitanos eran simplemente un concepto desagradable.
Así que empezaron a pensar que nos habíamos extinguido. Que éramos mero folklore antiguo, esos curiosos y abigarrados gitanos, oh. Oh, sí, había habido un tiempo en que habían existido los gitanos, del mismo modo que había existido la viruela y los ahorcamientos públicos y las sangrientas guerras religiosas; pero todo eso había desaparecido. Después de todo, éste era el mundo moderno. Los gitanos, decían, se han instalado todos en casas normales y se han casado con gente normal y llevan vidas normales. Votan, y pagan los impuestos, y van a la iglesia, y no hablan más que el idioma del país donde residen. Los gitanos a la antigua han desaparecido por completo, tragados por la civilización moderna, decían. Qué lástima, decían, que los viejos y pintorescos gitanos ya no estén aquí.
Y más o menas por ese tiempo, cuando nos habíamos vuelto invisibles para la sociedad gaje debido a que parecía que habíamos empezado a pertenecer a ella, cuando desaparecimos de la vista, entonces fue cuando comprendimos que necesitábamos organizarnos adecuadamente y seguir adelante como una auténtica nación. Fue entonces cuando empezamos a formar realmente nuestro gobierno gitano —no una fantasía esta vez, sino auténtico—, y a elegir a nuestros primeros reyes de verdad.
Teníamos que hacerlo. La invisibilidad tiene sus ventajas, pero a veces puede ser un inconveniente. El mundo estaba cambiando muy aprisa. Aquellos fueron los años cuando los gaje empezaron a abandonar su pequeña Tierra y a dirigirse a los planetas más cercanos. Antes de mucho, sabíamos, iban a estar viajando a las estrellas. Si seguíamos invisibles seríamos dejados atrás. Así que teníamos que emerger de nuestro camuflaje gaje. En eso residía nuestra única esperanza de alcanzar de nuevo nuestro hogar. La Tierra no era nuestro hogar, aunque nunca nos habíamos atrevido a decirles eso a los gaje; nuestro auténtico hogar estaba muy lejos, lo que más ansiábamos era regresar a él y terminar de una vez por todas con nuestra vida errante.
Así fue como empezamos a tener reyes. Eso ocurrió hace mil años en la Tierra, en los primeros días del viaje estelar, antes de que nadie supiera que seríamos nosotros los que conduciríamos a la humanidad de la Tierra a los cielos. Chavula fue el primer rey, y después de él Ilika, y luego Terkari, y más adelante… bueno, todo el mundo conoce los nombres de los reyes. Fueron los hombres que nos llevaron a las estrellas y nos convirtieron en lo que somos hoy, dueños de muchos mundos, señores de las rutas de la noche.
Y finalmente, en la plenitud de los tiempos, vinieron a mí y me dijeron:
—El rey ha muerto, Yakoub. ¿Serás tú nuestro rey?
¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? Nadie en su sano juicio desea ser rey; y pese a todo lo demás que haya podido ser, siempre he estado en mi sano juicio. Créanme en eso. Pero también soy hombre de mi gente y, por poderosos que seamos ahora, todavía somos, pese a todo, un pueblo en el exilio. Eso te impone ciertas responsabilidades. Yo nací en el exilio y también mi padre, y también los padres de mis padres durante cincuenta generaciones hacia atrás. Si yo era el hombre que podía conducir ese largo exilio a su final, ¿cómo podía negarme? En cualquier caso había vivido toda mi vida bajo el yugo del conocimiento de mi destino; y mi destino era ser rey.
Cuando era un muchacho mi padre me llevó al mirador cerca de la alta cima del monte Salvat en Vietoris, que es el mundo donde nací, y me preguntó:
—¿Cuál es tu hogar, muchacho?
Y yo le dije que mi hogar estaba en tal y tal calle de la ciudad de Vietorion, en el mundo Vietoris. Entonces me señaló el brillante ojo rojo de la Estrella Romani que resplandecía sobre el negro telón de fondo del cielo y me dijo:
—¿Tú crees que este lugar que tienes bajo tus pies es tu hogar? No, muchacho. Ese lugar es tu hogar. Y algún día nuestro rey nos llevará hasta allí de nuevo.
Y me miró, y la expresión en sus ojos me dijo, más claramente de lo que hubiera podido hacerlo cualquier palabra, que esperaba que yo fuera ese rey. Yo nunca le había hablado de las visiones que había tenido cuando era muy pequeño, el espectro de la vieja que había venido hasta mí y había plantado la semilla del futuro en mi alma; y me sentí incapaz de decírselo ahora, porque no tenía forma de decirle: Sí, padre, sí, seré ese rey. Seré el que os conducirá al hogar, no hay ninguna duda sobre ello; el espectro de una vieja me lo dijo, me trajo la noticia desde el futuro. Ahora desearía haber tenido la oportunidad de decírselo. Pero no lo hice, ni a él ni a nadie. Supongo que ésa es la esperanza de todo padre rom, que su hijo sea el elegido. Entonces él era un esclavo y también lo era yo, y no mucho después fui vendido y apartado de él en la plaza del mercado de Vietorion, y nunca volví a verle. Pero he contemplado la Estrella Romani cada noche de mi vida, desde el mundo en que me halle en aquellos momentos, y he sentido el calor de su luz sobre mis mejillas sin importar lo fría que haya sido la noche; porque es la luz de nuestra estrella, nuestro hogar. Y cuando vinieron a mí y dijeron: «¿Quieres ser nuestro rey, Yakoub?», ¿cómo podía decir que no, cuando tal vez yo fuera ese rey que nos conduciría de vuelta a casa? Así que permití que el reino cayera sobre mí, y a su debido tiempo renuncié a él, y sé que volveré a aceptarlo de nuevo si es necesario, porque hay grandes logros que es preciso conseguir y sé que yo soy el vehículo para lograrlos.
Mientras el muchacho Chorian estaba todavía conmigo, el espectro de Polarca vino a visitarme. Chorian estaba fuera en el hielo en aquellos momentos, cazando anguilas nube con mi lazo y mi tridente: era joven y ágil y lleno de energías, y enviarlo fuera a cazar era una buena manera de quitármelo de encima cuando empezaba a cansarme de toda aquella interminable adulación suya.
Hubo un sisear y un crepitar en el aire y Polarca dijo, en el manto de radiación verde con el que le gustaba envolverse cuando espectraba.
—¿Te está molestando? Lo asustaré para que se vaya.
—Pronto se irá por voluntad propia.
—Parece un buen chico. ¿Para qué vino?
—Creo que para decirme que me lo pensara mejor y volviera a Galgala para ser de nuevo rey.
Polarca meditó aquello. Nos conocemos desde hace más de cien años, desde que ambos éramos meros galeotes en el pozo de sinapsis de Nikos Hasgard en Mentiroso. Polarca es un rom de la estirpe lowara, y afirma proceder de una larga dinastía de emperadores, papas y tratantes de caballos de la Tierra. Solamente creo la parte de los tratantes de caballos, pero nunca expresaría mis sospechas acerca del resto. Espectra más que nadie a quien conozca; es un hombre realmente inquieto.
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