—¿Yakoub? ¿Podéis oírme, Yakoub?
—¿Qué crees? Por supuesto que puedo, muchacho.
—No sabía qué os estaba ocurriendo. Pensé que tal vez os hubierais ido muy lejos espectrando.
Sacudí la cabeza.
—No, muchacho. Los espectros acudieron a mí. Que no es lo mismo.
—No compr…
—Ni tienes por qué. La cena está lista. Vayamos dentro y disfrutemos de nuestro festín real.
El muchacho permaneció conmigo durante otros cuatro días o así, y tuve que soportar constantemente su asombro y su reverencia. Aquella expresión de absoluta adoración, el bajo tono deferente de su voz, su no disposición a permitirme realizar ni siquiera la tarea más sencilla sin saltar a ofrecerme su ayuda, llegó a un punto en que deseé darle de patadas para hacerle volver a entrar en razón. Incluso mis eructos eran un éxtasis para él. Nadie se había comportado nunca así conmigo cuando era realmente rey. Por la forma en que actuaba aquel muchacho, cualquiera hubiera pensado que yo era algún frágil y mimado lord del Imperio, algún pálido y decadente príncipe gaje, y no un auténtico rom.
Bien, era muy joven. Y, aunque fuera rom, supuse que había pasado la mayor parte de su corta vida en los altos círculos imperiales y no entre su propia gente. De modo que tal vez tenía la sensación de que así era como debía comportarse en presencia del Rey de los Gitanos. O quizá —¡Dios maldiga el pensamiento!— sea así como el Imperio ha corrompido y pervertido a los jóvenes roms de nuestros días, de tal modo que todos van por ahí haciendo reverencias y tocando el suelo con la frente y arrodillándose delante de cualquiera con superior rango y poder.
¡Rey de los Gitanos! ¡La idea en si no era más que estupideces gaje! Nunca hubo ningún Rey de los Todos los Gitanos en los viejos días de la Tierra. Eso no era más que un mito, una fábula inventada por el folklore rom a fin de engañar a los gaje, o tal vez los gaje lo inventaron para engañarse a sí mismos, puesto que así es a menudo como actúan. Teníamos reyes, de acuerdo, estábamos llenos de ellos, uno para cada tribu, cada kumpania, cada grupo vabagundo. Tenía que haber un jefe de algún tipo después de todo, alguien con inteligencia, fuerza, sentido de lo que es justo, a fin de mantener la autoridad dentro de la tribu y mantenerla unida frente a todos los desafíos mientras viajaba a través de tierras hostiles con extrañas leyes. ¿Pero un rey? ¿Un solo y poderoso Rey de los Gitanos que gobernara a millones de roms vagabundos esparcidos por los seis continentes de la Tierra? Nunca hubo nada así.
Por aquel entonces éramos un pueblo pobre. La escoria de la Tierra, eso éramos, sucios y harapientos vagabundos en quienes nadie confiaba. Los gaje nos temían tanto y desconfiaban tanto de nosotros que siempre estaban vigilándonos, incordiándonos, haciéndonos montones de preguntas estúpidas y miserables. Era su forma de intentar hacer que encajáramos en su estúpida y miserable forma de vida. Cuando llegábamos a un nuevo lugar teníamos que pedir permisos de residencia, documentos de ciudadanía, pasaportes, todo tipo de papeles absurdos. No sentíamos respeto hacia esas peticiones, porque, ¿por qué debíamos someternos a las leyes gaje cuando disponíamos de unas leyes propias perfectamente buenas? Sin embargo, la Tierra era territorio gaje, y ellos eran muchos y nosotros pocos, ellos eran ricos y nosotros pobres, ellos tenían el poder y nosotros no teníamos nada, de modo que aceptábamos su juego, y lo jugábamos, y respondíamos a sus preguntas. Les decíamos lo que deseaban oír, porque ésa era la manera más simple y más eficiente de tratar sus idioteces.
Y una de las cosas que más deseaban oír cuando una de nuestras caravanas llegaba a su ciudad era que teníamos un líder, un hombre de gran autoridad que podía mantener alguna especie de control sobre nosotros e impedir que difundiéramos el caos entre ellos. Si descubrían quién era nuestro líder, entonces tendrían a alguien con quien tratar, y de esa forma podrían controlarnos. O eso imaginaban.
¿Quién está a cargo aquí?, nos preguntaban. Bueno, nuestro rey, les decíamos. (O nuestro duque, o nuestro conde, o nuestro marqués, según el título que pareciera complacerles más.) Es ese hombre de ahí.
Y el rey o el duque o el conde o el marqués daba un paso adelante y les decía, hablando en su propio idioma, todo lo que deseaban oír. Normalmente no era el auténtico jefe de la tribu. El auténtico jefe tendía a mantenerse en segundo plano, de modo que los gaje no pudieran tomarle como rehén o interferir de ninguna otra forma con él, si eso era lo que pretendían hacer, y algunas veces eso era precisamente lo que pretendían. En vez de ello enviábamos a alguien que parecía un rey, algún rom alto de anchos hombros con unos ojos brillantes y un gran bigote, que tal vez no fuera nadie en la tribu pero que disfrutaba fanfarroneando y hablando con voz fuerte y representando el papel de un gran hombre. Él les decía a los gaje todo lo que deseaban oír. Sí, decía, somos buenos cristianos respetuosos de la ley y no deseamos causar ningún problema. Sólo nos quedaremos un tiempo aquí, remendando vuestros potes y afilando vuestros cuchillos, y luego seguiremos nuestro camino.
Así que pronto se difundió la noticia de que la forma de tratar con una tribu de gitanos que llegara a tu ciudad era buscar al rey de la tribu —porque cada tribu tenía un rey— y tratar con él; de otro modo era como intentar tratar con el viento, las olas, la arena de una playa. Y más pronto o más tarde a alguien se le ocurrió preguntar: ¿No hay un rey de reyes, un rey que esté por encima de todas vuestras tribus? Y nosotros les dijimos: Sí, sí, tenemos un gran rey. ¿Por qué no? Les complació oír aquello. Sentían una fuerte necesidad de creerlo: que éramos una nación esparcida por todas las demás naciones, que teníamos un rey del mismo modo que ellos tenían un rey, y esa palabra se hizo ley en todas las tribus de todos los países. Para ellos era excitante y amedrentador creer en eso. Éramos extraños y misteriosos, éramos alienígenas. Teníamos nuestras propias costumbres y teníamos nuestro propio lenguaje e íbamos y veníamos por la noche, y leíamos la buenaventura y vaciábamos los bolsillos y robábamos pollos y si se presentaba la oportunidad nos llevábamos a los niños más hermosos y los convertíamos en gitanos. Y teníamos un rey que gobernaba sobre todos nosotros y nos dirigía en la guerra secreta que estábamos librando contra toda la humanidad civilizada. Les gustaba creer eso; necesitaban creer eso.
Dale a un gaje cualquier estúpida fantasía y la abrazará y la embellecerá hasta que se convierta para él en algo más verdadero que la verdad. Cada vez que cinco de nuestras tribus se reunían en el mismo lugar para celebrar un festival, los gaje imaginaban que estábamos preparándonos para elegir un nuevo rey. ¿Es eso lo que estáis haciendo, elegir un nuevo rey? Y nosotros decíamos, poniendo caras largas: Sí, sí, nuestro viejo rey ha muerto, ahora estamos eligiendo al mejor y más sabio y más fuerte de entre todos nosotros para que nos gobierne. A veces incluso efectuábamos alguna especie de elecciones, si veíamos que podíamos ganar algo con ello. Y entonces les decíamos a los gaje: Este es nuestro nuevo rey, el Rey Karbaro, el Rey Mijloli, el Rey Porado, o cual fuera su nombre. Todas ésas eran palabras obscenas en lengua romani, pero, ¿qué sabían los gaje? Cuanto más obsceno era el nombre que inventábamos, mejor el chiste. Y buscábamos algún miembro de la tribu apuesto y bien parecido, con más vanidad que sesos, y lo proclamábamos Rey de los Gitanos, y él se pavoneaba sonriendo y aceptando el vasallaje de todos, y los gaje se sentían tremendamente impresionados. Pagaban buen dinero para asistir a la fiesta de la coronación, y pagaban más dinero aún para tomar fotos de nosotros bailando y cantando en nuestros curiosos trajes tribales, y mientras ocurría todo esto nos deslizábamos entre ellos y vaciábamos sus bolsillos, no porque fuéramos criminales innatos sino simplemente para castigarles por su estupidez. Y los gaje se marchaban sintiéndose complacidos consigo mismos porque habían visto la coronación del nuevo Rey de los Gitanos. Y luego nosotros seguíamos también nuestro camino y nadie volvía a pensar en el Rey Karbaro. Pero los gaje seguían creyendo que éramos súbditos de un supremo gobernante cuyo poder era absoluto y cuyas órdenes viajaban misteriosamente por todo el mundo a través de misteriosos correos.
Читать дальше