Son monedas espectrales, sin sustancia, sin peso. Se desvanecerán como la nieve en el verano en el momento en que me marche. Pero los muchachos las contemplan maravillados. Conocen el oro, al menos.
—De Galgala —les digo —. De las estrellas, del tiempo que aún ha de venir. —Deposito las monedas en las palmas de sus manos. Intentan tocarlas, con el ceño fruncido. Pero para ellos las monedas no son más que aire dorado —. Desearía poder ofreceros un regalo más duradero. Soy vuestro primo Yakoub.
—Yakoub —murmura el muchacho más pequeño.
Los remolinos han comenzado de nuevo. Empiezo a desvanecerme. Los muchachos parecen tristes. Las monedas se desvanecen también.
—¡Yakoub! —grita el más pequeño de los muchachos —. ¡Yakoub!
—Ashen Devlesa —dice de pronto el muchacho mayor, en un claro romani, en el momento en que desaparezco —: ¡Ve con Dios!
Fuera de control. Hacia delante. Girando. Girando. Casi era como si me hallara de viaje con el relé de tránsito. Tenía la misma sensación de colgar suspendido sobre todo el universo, volando rápidamente de algún lugar a algún otro lugar a través de una enorme sopa de nada, sin otra cosa que me proteja del negro y extraño movimiento del cosmos más que una imaginaria pared de fuerza ni siquiera tan gruesa como una burbuja. Y no podía controlar la dirección de mi vuelo más de lo que podía controlar los movimientos de los soles.
Pero este viaje era mío ahora, estaba en caída libre tanto a través del tiempo como del espacio. Estaba yendo a todas partes. No estaba yendo a ninguna parte. Nada me retenía en ningún lugar: carecía de amarras; era una paja arrastrada por el soplo de los dioses.
Necesitaba recuperar el control. ¿Pero cómo? ¿Cómo?
Mentiroso ahora. Incuestionablemente Mentiroso. Esa sensación de inexplicable e ineludible miedo, burbujeando a través de tus venas, agitándose en tus entrañas. La proximidad de dioses hostiles conjurando el pánico sin ninguna razón. El cálido aroma del terror en la densa brisa.
Mira, ahí: el pozo de sinapsis de Nikos Hasgard. Esos hombres sentados los unos al lado de los otros en su agitación, el pequeño y retorcido Polarca, el alto y robusto Yakoub. Ambos parecen exhaustos. Doblados sobre sí mismos, temblorosos, pálidos. Me mantengo oculto de ellos mientras desciendo flotando. Me sitúo a sus espaldas y dejo que mi mano derecha descanse sobre el hombro de Yakoub y mi izquierda sobre el de Polarca. Intentaré transmitirles mis fuerzas a ambos. ¿Es eso posible? ¿Un espectro ayudando a dos hombres vives? Bien, lo intento. Lo intento. Busco en mí mismo y hallo el núcleo de mi vitalidad y aspiro de él, y hago que recorra mi cuerpo, y la derramo a través de mis brazos y de mis dedos, e intento irradiarla a ellos.
¿Funciona? Parecen sentarse un poco más erguidos. Recuperan algo de su color. Sí. Sí. Toma, Yakoub, toma, Polarca. ¡Tomad, tomad, tomad!
Se miran el uno al otro. Está ocurriendo algo, pero no tienen la menor idea de lo que es.
—¿Lo sientes? —dice Polarca.
—Sí. Como si del equipo nos estuviera llegando energía en vez de arrebatárnosla.
—No. No es de nuestro equipo. De alguna otra parte. Del espacio.
—¿Del espacio? —dice Yakoub.
Polarca asiente.
Del aire. De la bruma. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Permaneceré con ellos tanto como pueda. Un día, una semana; un mes…, es lo mismo para mí. Vivo fuera del espacio y del tiempo. Y ellos me necesitan.
Pero el miedo…, el miedo…
Incluso los espectros lo sienten.
Y noto que me alcanza, ascendiendo a través de ellos con una fuerza amplificada. El miedo que hace que castañeteen tus dientes y se te contraigan los testículos y tu orina se convierta en hielo. Ese miedo es el pegamento que mantiene unido el cosmos. La sustancia fundamental, la matriz del universo. Conquístalo a tus expensas; porque si lo haces, hundes una cuña entre átomo y átomo, y el universo empieza a desmoronarse. Sin embargo, lucho contra él. No permitiré que el terror me abrume. Lucho y lucho bien, y lo devuelvo; lo golpeo de vuelta; lo pateo, lo aplasto, lo destruyo. Estoy en Mentiroso y no tengo miedo. Y en ese momento de ausencia de miedo veo la pequeña línea negra que es la primera grieta en los cimientos de los mundos. Lo he conseguido, yo, yo, Yakoub Nirano, he clavado la primera cuña, y ahora se ensancha, ahora parece una boca bostezante, ahora es un amplio y oscuro abismo que se tiende hacia fuera, devorando todo lo que toca…
Soy barrido lejos de allí pos los vientos del caos.
Megalo Kastro… Duud Shabeel… Alta Hannalanna…
Trinigalee Chase…
Vietoris, el monte Salvat, de pie al lado de mi fornido padre Romano Nirano…
Megalo Kastro…
Alta Hannalanna…
Xamur… Galgala… la Tierra… la Tierra… la Tierra…
Mulano…
Alta Hannalanna…
La Tierra… la Tierra… la Tierra…
Girando… girando… impotente… fuera de control…
Termina el invierno. Los cálidos vientos soplan del sur. Los roms emprenderán pronto de nuevo su camino. Verdes pastos. campos de avena y cebada allí delante. Frescos y claros arroyos de montaña. Los cascos de los caballos resonando contra los caminos aún húmedos de la nieve fundida, las ruedas del carromato chirriando, la embriagadora alegría del movimiento, el aire fresco, el renacer de la vida.
Llegamos al campamento de nuestros primos, camino abajo. No los conocemos, pero son nuestros primos. Sesenta fogatas arden aquella noche. El aroma de la carne asándose flota por todas partes. Es un glorioso patshiv, una fiesta de fiestas, dos kumpanias que se encuentran en el gran camino del mundo. Nuestros hombres están cantando junto al fuego, brindando por nuestros primos, nuestros anfitriones. Antiguas canciones, canciones de los abuelos de nuestros abuelos, que hablan de viajes hechos hace mucho tiempo.
Una muchacha avanza, muy morena, muy joven. Tiene los ojos cerrados; parece en trance. Canta, y un muchacho apenas un año mayor que ella avanza también y se detiene delante de ella: ha entrado en su trance. Cuando ella termina él empieza a bailar a su alrededor, los pies golpeando casi furiosamente el suelo, pero no hay rabia en él, sólo deleite y exuberancia. Su cuerpo salta, pero sus brazos y torso permanecen casi inmóviles. Le canta a ella. Ella ríe. Su canción termina y se detiene, mirándola, pero no dice nada. Intercambian tímidas sonrisas y nada más. Y luego se retiran, ella a su kumpania, él a la suya; pero quizás él la encuentre de nuevo antes de que termine la noche.
Ternera asada, pollo, lechón. Un viejo abuelo es quien baila ahora, palmeándose las rodillas, golpeando sus tacones entre sí. Más aprisa, más aprisa, las manos palmeando, los brazos girando. Y ahora los muchachos; y ahora los hombres; y ahora todo el mundo, primero en círculo, luego formando un amplio óvalo, luego sin ningún esquema, porque hay demasiados para mantener cualquier esquema.
¡Ah, esto es la vida! ¡La vida del camino!
De pronto ladran los perros. Repentinas exclamaciones de alarma desde la oscuridad al borde del campamento. Gritos, el sonido de un disparo, otro disparo.
—¡Shangle! —grita alguien —. ¡Policía! ¡Policía! —Montados en caballos, venidos para echarnos. ¿Qué hemos hecho? Sólo acampar aquí, y dar una fiesta para nuestros primos, y cantar, y bailar. Quizá cantar y bailar esté prohibido en este lugar —. ¡Shangle! ¡Shangle! —Caballos. Perros policía. Tiros al aire. Hombres gritando furiosos. Maldiciendo, escupiendo. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho? Debe haber sido el cantar. Debe haber sido el bailar. Cabalgan entre nosotros, y no nos atrevemos a alzar una mano contra ellos. Porque son la policía gaje; y nosotros, nosotros sólo somos los sucios gitanos sin hogar, que debemos movernos con cuidado en su mundo. Así que nos dispersamos, y se acaba la fiesta.
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