Polarca seguía echando humo. No podía apartar su mente de aquello.
—¿No te sientes furioso de ser tratado así, Yakoub?
—¿Furioso? ¿De qué sirve ponerse furioso? ¿Lo hará eso más cortés? Naria se comporta como Naria.
—El muy bastardo. El muy cerdo.
—Si permitiera dejarme ganar por la furia —dije —, perdería de vista el formidable adversario que es.
—¿Crees realmente que lo es?
—¿Puedes dudarlo?
—Sólo es un muchacho arrogante, hinchado con su propia importancia. ¿Qué edad tiene? ¿Cincuenta años? ¿Sesenta? Ni siquiera eso. Sentado ahí en esa caja de cristal, exhibiéndose como la maravilla de las galaxias. Llamándose e sí mismo «nos» y dando órdenes a los reyes. Actuando así para hacernos saber lo importante que es. Jugando contigo, tirando de ti de la nariz. Me sorprende que lo hayas permitido, Yakoub.
—Es el emperador —le recordé.
—¿Ese alcahuete? ¿Ese mequetrefe? ¿Tú llamas a eso un emperador?
—Posee el palacio y el ejército —señalé —. Y muy pronto va a empezar el trabajo de consolidar su poder. Periandros está muerto, y Sunteil, que todo el mundo pensaba que iba a tender la mano y agarrar el trono como si fuera una fruta madura en el momento en que el Decimoquinto rindió su alma, echa a correr y se esconde. Y Naria sabe cuántos dobles de Periandros hay; sabe que Sunteil vino a visitarnos en secreto esta madrugada. Creo que necesitamos tratarlo como si fuera realmente el emperador, Polarca.
—¿Qué piensas hacer, entonces? ¿Lo reconocerás? ¿Y qué hay de Sunteil?
—¿Qué hay de Sunteil? —pregunté a mi vez.
—Él, al menos, pretende tratar con nosotros como iguales. Naria nos trata como perros.
—¿Prefieres los fingimientos?
—Vivimos de fingimientos —dijo Polarca —. Y fingimos que los gaje nos respetan, cuando sabemos que simplemente nos temen, porque nos necesitan, porque dependen de nosotros. Pero el fingimiento del respeto sienta mucho mejor que la realidad del desprecio. Me gusta mucho más el estilo de Sunteil que el de Naria.
—A mí también —dije —. Pero puede que no tengamos elección.
—¿Vas a entregarle Sunteil a Naria como pide?
Me encogí de hombros.
—No lo sé, Polarca. No es una idea que me seduzca mucho.
Nuestra caravana de coches se detuvo. Estábamos en el palacio del rey rom, en la Plaza de las Tres Nebulosas. De pronto sentí un profundo deseo de estar a solas. Por un instante casi deseé hallarme de vuelta en el blanco y resplandeciente Mulano, acuclillado junto al glaciar Combo, intentando atrapar un pez especia turquesa con una red de vibraciones. Lejos de todo aquello, lejos de todos, las malas lenguas, las clamorosas ambiciones, los planes asesinos, el ruido, la sangre, la idiotez.
Chorian acudió corriendo a recibirme. Estaba agitado: una bomba de implosión había estallado en la puerta contigua al palacio hacía media hora. Señaló hacia las paredes del edificio: grandes y feas grietas corrían del suelo al techo. Aquellos lunáticos no se sentirían satisfechos, pensé, hasta que hubieran destruido toda su absurda Capital. Bien, que lo hicieran. Que lo hicieran. Las ciudades de la humanidad son cosas temporales. Dejemos que todo se derrumbe, pensé. Dejemos que los gaje arruinen todos los mundos. Y luego nos alzaremos de entre ellos y regresaremos a la Estrella Reman¡ para vivir en paz. Tan pronto como recibamos la llamada.
Tan pronto como recibamos la llamada.
Chorian intentaba decirme que debía abandonar inmediatamente la Capital, mientras aún partían las astronaves; que debía regresar a Galgala y aguardar la resolución de la guerra civil imperial en una relativa seguridad.
—No hay seguridad en ninguna parte —le dije —. Me quedaré aquí.
Todos me rodeaban, burbujeando con consejos conflictivos. Los despedí a todos y fui a mi suite privada, mi único refugio en aquel maremágnum, Necesitaba descansar, pensar, sopesar alternativas. Pero ni siquiera allí podía estar a solas.
Apenas me había acomodado cuando la figura familiar del espectro de Valerian apareció flotando a través de la pared. Llevaba un magnífico atuendo de piel de pelo roja ribeteado de armiño, y siseaba y crepitaba con la suficiente intensidad eléctrica como para iluminar medio planeta. Derivó erráticamente en medio del aire a la auténtica manera Valerian, flotando hacia uno y otro lado.
No sentí ninguna alegría al verle.
—¿Tú? ¿Aquí? —fue lo mejor que pude decir como saludo.
—Tenía que venir. Aunque tú no me quisieras aquí. Necesitas salir inmediatamente de este lugar, Yakoub. Este planeta no es seguro.
—¿Y tú me lo dices?
—Por el amor de Dios, va a estallar aquí una guerra en cualquier momento, Yakoub. ¿Quieres que te maten? Esos locos bastardos gaje van a bombardearse los unos a los otros hasta aniquilarse.
—Estás fuera de fase, Valerian. La guerra ya ha empezado. Mira, ¿no ves las grietas aquí, en la pared? Una bomba de implosión al otro lado de la calle, hace media hora.
—Será mucho peor. Estoy intentando advertirte.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que va a ocurrir?
—Todos van a morir, Yakoub. Márchate cuando aún puedes. Llévate a todo el mundo contigo. Escucha, sólo estoy a dos semanas de distancia de ti en el futuro. Eso es todo, dos semanas, y en esas dos semanas el infierno se desencadenará en la Capital. Ni siquiera estoy seguro de lo que va a ocurrir. Vine inmediatamente, tan pronto supe lo que se preparaba. Tienes que irte. Ahora.
—No eres el primero que me dice esto hoy.
—Bien, quizá sea el último, si no te marchas rápido.
— Tú vas a marcharte, Valerian —dije cansadamente —. Ve a espectrar a Megalo Kastro, ¿quieres? A Iriarte. Atlantis. Necesito estar a solas por un tiempo. Necesito pensar detenidamente las cosas.
—Yakoub…
—Vete. Vete. ¡En el nombre de Dios, Valerian, déjame tranquilo!
Me lanzó una larga mirada de reproche, agitando tristemente la cabeza. Y luego se fue. Dejándome atrás su sisear, dejándome atrás su crepitar. No en la habitación, sólo en mi cerebro. Empecé a darme cuenta de que me acercaba al nivel de sobrecarga.
Un buen baño caliente, pensé…, un sueño…, una botella o dos de coñac…, un poco de tiempo para mí mismo…
Había tanto que decidir. ¿Abandonar la capital como Chorian y Valerian me urgían, y dejar a los lores gaje que hicieran lo que quisieran entre ellos? ¿O quedarme, y seguir intentando modelar los acontecimientos? ¿Coger a Sunteil, y entregárselo a Naria? ¿O enviar aviso a todos los pilotos estelares roms en todas partes de que las naves no debían moverse en tanto que Naria ostentara el trono, como Sunteil me había pedido? ¡Ah, Mulano, Mulano! ¡Paz! ¡Tranquilidad! ¡Soledad!
Hubo un estallido colosal justo fuera del palacio. Todo el edificio tembló, y pensé que iba a derrumbarse; pero de alguna forma se mantuvo fume.
—¿Yakoub? ¡Oh,Yakoub!
¿Y ahora qué? Cené los ojos, y de pronto sentí la presencia de todos los reyes gitanos agitándose de nuevo dentro de mí, toda la horda, empujándose y dándose codazos para llamar mi atención. Ilika con su barba roja, y el pequeño Chavula, y Cesaro o Nano, y todos los demás, reyes de los desaparecidos reinos roms y reyes de los dominios aún por nacer, algunos susurrándome, otros gritándome. Me contaban historias del pasado y del futuro, me llenaban con visiones de glorias desaparecidas y glorias aún por venir, pero todos me hablaban a la vez, y me resultaba imposible comprender nada. Sus ojos estaban muy abiertos, sus frentes brillaban de sudor. Les supliqué que me dejaran en paz. Pero no: se volvían más y más apasionados, daban vueltas y vueltas en torno mío, tiraban de mis mangas como mendigos, diciéndome esto y aquello y esto y aquello, cosas incomprensibles, hasta que al final estuve a punto de aullar y rugir presa de una loca angustia.
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