En medio de aquellas escenas de devastación subsistían, sin embargo, incongruentes signos del esplendor imperial. Estandartes celestes, símbolo de la presencia del emperador en la Capital, llameaban al este, al sur y al norte. Pero era un despliegue de estandartes como nunca antes se había visto allí, porque resplandecían en tres combinaciones distintas de colores, una para Periandros, una para Naria, una para Sunteil. Allá donde aquellas chillones luces se encontraban y chocaban sobre nuestras cabezas se producía un torbellino en el cielo que hería y cegaba los ojos.
Y más lejos al norte, en el anillo exterior de la ciudad…, ¿qué era aquella brillante columna de luz púrpura? ¡Oh, era nada menos que la lanza de luz del baro rom, colocada de nuevo finalmente en el lugar que le correspondía! ¿Obra de Naria? ¿De Sunteil? Bien, en estos momentos era un halago inútil. ¿Creían que podían conseguir mi alianza con un simple despliegue de luz?
El palacio estaba custodiado, nivel tras nivel. por fantásticas defensas. Un anillo de pantallas deflectoras primero, tiñendo todo el lugar de un resplandor púrpura. Dentro de él, una hilera de resplandecientes tanques, todos ojos y cañones. Luego una falange de robots. Una milicia androide. Una enorme hueste de soldados humanos también…, o más bien dobles de soldados, acuñados rápidamente para cubrir la emergencia. Detectores. Ojos celestes. Flotantes nubes de letales proyectiles antipersonas mantenidos en suspensión por redes de fuerza magnética. Y más, mucho más. Lo último, lo más nuevo, un maravilloso y ridículo despliegue de magia tecnológica. El increíble despliegue defensivo de Naria me dijo tanto sobre Naria como sobre el estado actual de las defensas del Imperio.
Nos tomó más de una hora ser escoltados a través de todos los controles. Pero finalmente nos hallamos en presencia del hombre que por el momento ostentaba el título de Decimosexto emperador.
No había ninguna plataforma del trono, la escalinata cristalina había desaparecido. En su lugar había sido erigido un inmenso cubo de algo que parecía cristal, pero probablemente no lo era, en medio de la enorme sala de consejos del palacio, bajo la alta bóveda. Una línea de advertencia de fuego azul se alzaba sobre el suelo de piedra en todos sus cuatro lados. Muy arriba, rayos detectores rastreaban constantemente el aire. Y en el interior del cubo, entronizado como un faraón de antigua y absoluta inaccesibilidad, se sentaba el autoproclamado emperador Naria, inmóvil como una estatua, delgado y tenso como un látigo, solemne como un dios. Estaba rodeado de oscuridad, pero él permanecía iluminado por una confluencia de focos que proporcionaban un fuerte resplandor a su pelo escarlata que le llegaba hasta los hombros, su piel púrpura oscuro, sus implacables ojos amarillos. Llevaba un lujoso atuendo de brocado hecho con algún tipo de rígida tela verde que se alzaba por detrás de su cabeza como el capuchón de una cobra, y la corona imperial flotaba sobre él en proyección holográfica.
Todo muy impresionante. Todo muy ridículo.
Vi a Polarca luchar por reprimir una sonrisa irónica. La phuri da¡ sonreía seráficamente; pero eso es algo que hace a menudo, en todo tipo de situaciones.
—Agradecemos que hayáis venido aquí, baro rom —declaró Naria con una vez lenta, medida, de tonos absurdamente pretenciosos. Su voz emergió de detrás de las cristalinas paredes de aquel cubo a través de un millar de altavoces a la vez, y resonó mareante por toda la habitación.
¡Qué ridícula teatralidad! ¿A quién pensaba que estaba hablando? Y de nuevo el nos real. Siglo tras siglo el Imperio había conseguido sobrevivir e incluso medrar sin esas afectaciones idiotas. Pero de pronto aquellos lores inseguros de sí mismos estaban reviviéndolas, como si pudieran ayudarles a alcanzar y ser dignos del trono. Sentí lástima por ellos. Por el hecho de que necesitaran hinchar sus egos de aquella forma.
De todos modos, ofrecí a Naria el gesto formal de sumisión que un baro rom hace tradicionalmente al emperador. Pese a que él no me había ofrecido el vino tradicional. No me costaba nada, y me podía hacer ganar un punto o dos con él. Y raras veces sirve de nada mostrarte descortés con los megalomaníacos cuando te hallas en su sala de estar.
Luego dije, haciendo un gesto al cubo de cristal y a todo lo que lo rodeaba.
—Qué triste que todo esto sea necesario, Majestad.
—Una medida temporal, Yakoub. Esperamos que la paz sea restablecida en cosa de días, incluso horas. Y entonces no volverá a ser rota nunca más, una vez hayamos completado la tarea de imponer nuestra autoridad sobre todo el Imperio.
—Esperemos que así sea, Majestad —dije con el tono más piadoso de voz —. Esta guerra es una agonía para todos nosotros.
¡El solemne bastardo! Considerarse a sí mismo como un salvador. Bien, enfrenta hipocresía con hipocresía, si es necesario.
Me lanzó su grave y pensativa mirada de preocupado gobernante.
—Se han producido muchos daños en la ciudad, ¿no es cierto?
—Demasiados, me temo.
—La Capital es sagrada. ¡Que se hayan atrevido a dañarla…! Bien, les haremos pagar por ello, hasta el último mínimo, hasta el último óbolo. —Me estudió en helado silencio por un tiempo. Le devolví su mirada, sin parpadear. No era un hombre en quien pudiera confiarse, aquel escarlata y púrpura Naria. Reptilesco. Peligroso. Al fin y al cabo, era el hombre que había asumido por su cuenta el ratificar la ilegal apropiación de Shandor de mi trono, cuando el viejo emperador aún vivía. ¿Qué había en nuestra infeliz época que producía seres como Shandor y Naria?
Luego dijo, cambiando enteramente de tono, pasando de la rígida pompa imperial a una taimada y casi íntima insinuación.
—¿Sabéis dónde se esconde Sunteil?
Aquello fue un golpe realmente inesperado. Me temo que dejé ver mi sorpresa.
—¿Sunteil? —dije, como un idiota.
—El antiguo gran lord, sí. Que se halla ahora en rebelión, como seguramente sabéis, contra el gobierno legalmente constituido del Imperio. Está aquí en la Capital. Me preguntaba si vos no sabríais dónde.
—Ni un indicio, Vuestra Majestad.
—¿Ni siquiera uno o dos rumores sin fundamento?
—He oído que está en alguna parte al sur de la ciudad. Más que eso no puedo decir.
Me miró como una bomba que está decidiendo si debe estallar o no. —O más bien elegido no decir.
—Si el emperador piensa que le estoy ocultando cosas…
—Entonces, ¿no habéis tenido ningún tipo de trato con Sunteil?
El interrogatorio estaba empezando a deslizarse hacia un territorio nuevo y peligroso. Dije cuidadosamente.
—No tengo ni la menor idea de dónde puede estar Sunteil.
Lo cual era cierto. Pero no era la respuesta a la pregunta que me había hecho Naria.
Dejé que mi pequeña evasiva pasara sin ningún comentario. Volvió a su antigua voz imperial para decir:
—Cuando Sunteil acuda de nuevo a vos, Yakoub, lo detendréis y nos lo entregaréis. ¿Queda entendido? —Sorprendente. Abrumándome como una avalancha —. Esto es la guerra, y no podemos permitir consideraciones. Tendréis una segunda oportunidad de capturarle, y esta vez lo capturaréis. — ¿Cuando acuda de nuevo a vos? ¿Cuánto sabía Naria? Oí el jadeo de sorpresa de Polarca, y Bibi Savina perdió su sonrisa . ¿Lo detendréis y nos lo entregaréis? Había esperado ver a Naria suplicar algún tipo de alianza, no darme órdenes.
Le miré fijamente. Por un momento no supe qué decir. ¡Enmudecido! ¡Yo!
Naria prosiguió serenamente:
—Sunteil ha alzado la mano contra su emperador, lo cual es lo mismo que decir que la ha alzado contra todos los ciudadanos del Imperio. Es el enemigo de todos nosotros. Es tanto el enemigo de vosotros los roms como el enemigo de…, de…, ¿cómo nos llamáis?
Читать дальше