Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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La estrella de los gitanos: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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—Gaje, Majestad.

—Gaje. Sí.

—¿Y qué hace pensar a Vuestra Majestad que seré visitado de nuevo por Lord Sunteil? —dije.

—Porque vos lo arreglaréis para que así sea.

Así de simple. Yo lo arreglaría.

La respuesta de Yakoub fue dejar caer la mandíbula, abrir una colgante boca. Sólo metafóricamente, por supuesto. Sé mantenerme superficialmente tranquilo. Tomarlo todo de una forma enteramente casual. No le dejemos darse cuenta de lo asombrado que estoy. Qué maravilla eres, Naria.

—Ah. Porque yo lo arreglaré.

Lo dije de una forma casi intrascendente. Como si simplemente repitiera algo que debería haber sido evidente para cualquier imbécil. Atraerás a mi rival a tus garras, Yakoub, y entonces saltarás sobre él. Por supuesto, Vuestra Majestad. Por supuesto.

—Habrá una reunión —dijo —, en algún punto neutral cuidadosamente escogido. A invitación vuestra. En otra parte del planeta, o quizás en un mundo completamente distinto. En la que vos y él discutiréis la perspectiva de una alianza entré el reino rom y el Imperio gobernado por Sunteil. Lo atraeréis, eso es algo que sabéis hacer muy bien. Lo cogeréis con la guardia baja. Y lo capturaréis y nos lo entregaréis.

Casi sentí deseos de aplaudir. ¡Bravo, Naria!

Me estaba hablando, a mí, al Rey de los Roms, como si no fuera más que algún falangarca menor de sus fuerzas. Eso requería atrevimiento. Audacia. Estupidez.

—¿Y Periandros? —dijo de pronto Polarca, con un astuto brillo en los ojos —. ¿También debemos capturarlo para vos, Vuestra Majestad?

Dentro del cubo de cristal, Naria permaneció tan inmóvil como antes, pero sus ojos se volvieron hacia Polarca, y no hubo ningún asomo de regocijo en ellos. Tuve la impresión de que un viento helado había empezado a soplar por toda la sala del concejo.

—¿Periandros? —dijo Naria —. No existe Periandros. No hace muchos días, el cadáver de Periandros se hallaba expuesto en este misma estancia.

—Pero su doble…

Naria le hizo callar con un gesto.

—Hay tres dobles de Periandros. Causan trastornos por el momento, pero no son nada. El tiempo se encargará de sus vidas y las devolverá a la arcilla de la que fueron moldeados. Sunteil es el enemigo. Debéis tratar con Sunteil. —Fulminó a Polarca con la mirada. Polarca tuvo el buen sentido de no hacer ninguna otra observación. Al cabo de un rato Naria miró a Bibi Savina, que parecía perdida en sueños, o quizás espectrando —. ¡Y tú, vieja! Permaneces aquí sin decir nada, y tu mente está lejos. ¿Qué estás haciendo? ¿Atisbando el futuro?

La phuri dai rió con una risa sorprendentemente juvenil.

El pasado, Vuestra Majestad. Estaba pensando en una ocasión en la que yo era muy joven, y participaba en una carrera de natación con los muchachos, de una a otra orilla del río.

—Pero puedes ver el futuro, ¿no?

Bibi Savina sonrió placenteramente.

—Claro que puedes. El mañana es tan claro para ti como el ayer, ¿eh, vieja? Vieja bruja. Y el pasado mañana también, y el día después del pasado mañana. ¿Te atreves a negarlo? ¿Cómo puedes? Todo el mundo conoce los poderes de las adivinadoras roms.

—Sólo soy una vieja, Vuestra Majestad.

—Una vieja para quien el futuro es un libro abierto. ¿No es así?

—A veces veo algo del camino, quizá. Cuando la luz brilla para mí.

—¿Y la luz está brillando ahora? —preguntó Naria.

Bibi Savina sonrió de nuevo. Una dulce sonrisa, como la de una niña.

—Dinos esto, al menos —indicó Naria —. ¿Habrá paz en el Imperio?

—Oh, no puede haber duda sobre ello —dijo rápidamente la phuri dai —. Cuando termina la guerra, siempre vuelve la paz.

—¿Y el nuevo emperador? ¿Será feliz su reinado?

—El nuevo emperador reinará en grandeza y prosperidad más allá de toda medida, y los mundos se regocijarán.

—¡Ah, vieja bruja gitana! —dijo Naria, casi con afecto —. Dices cosas que hacen que uno se alegre. Pero no nos dejamos engañar. El juego es tan viejo como tu. raza, ¿no? Diles a tus oyentes lo que desean escuchar, y toma su dinero, y deja que se marchen felices. Los tuyos han estado jugando a esto desde hace miles de años, ¿eh? ¿Eh?

—Estás equivocado, Vuestra Majestad. Las cosas que os he dicho no son necesariamente las cosas que vos deseabais oír.

—¿Que habrá paz? ¿Que nuestro reinado será glorioso? ¿Qué mejores profecías podías haberme ofrecido?

La phuri dai sonrió y no respondió, y una vez más su mirada vagó hacia distantes galaxias. Naria, sin dejar de observarla, pareció seguirla por un momento hasta allí. Hubo el sonido de más explosiones fuera del palacio, algún largo y ahogado trueno, como distante, y luego otro ruido. más cercano, seco y rápido y percusivo. Naria no dio ninguna señal de haberlos oído. Al cabo de un tiempo volvió su atención de nuevo hacia mí.

—¿Y bien, Yakoub? Ahora nos comprendemos enteramente el uno al otro, ¿no es así?

Periandros me había hecho la misma pregunta, recordé, el día que había subido la escalinata cristalina para mi audiencia con él en la plataforma del trono. Le di a Naria, sin vacilar, la misma respuesta que le había dado a su antecesor.

—Perfectamente, Vuestra Majestad —dije. Aunque lo dudaba tanto como la otra vez. Pero al menos a él le comprendía, mucho mejor de lo que nunca antes le había comprendido.

—Entonces no es necesario que sigamos hablando. Podéis iros. Cuando tengáis a Sunteil, regresad a nos.

¡Esto, dicho a un rey!

Increíble. Absolutamente increíble.

—Y entonces tendremos mucho de qué hablar —prosiguió —. El nuevo orden de las cosas, ¿eh? El emperador y el baro rom. Es nuestra intención hacer muchos cambios, a medida que el Imperio entre en la época de prosperidad y grandeza que la vieja phuri dai ha predicho. Y necesitaremos vuestra cooperación, ¿eh, Yakoub? Emperador y baro rom, trabajando juntos por el bien de la humanidad.

—Como siempre, Vuestra Majestad —dije, obsequioso.

—Bien. Vuestra primera tarea será traernos a Sunteil. Ninguna otra cosa importa hasta que hayáis hecho esto. Marchaos. Podéis iros.

Con un gesto grandioso —sí, imperioso—, nos indicó que saliéramos de la estancia.

—¿Puedes imaginar esto? —exclamó Polarca. Regresábamos a través de la destrozada ciudad. Sonaban sirenas, se oían disparos por todas partes al azar —. Te dice lo que tienes que hacer, y luego te dice que puedes irte. Un ligero signo de su dedo imperial. Despidiendo a un rey de la misma forma que despediría a un mozo de cuadras.

Habla cráteres de explosiones por todas partes. De tanto en tanto estallaba una bomba trazadora, cubriendo toda una zona de la ciudad con negras nubes que dificultaban toda comunicación. O una explosión, muy arriba en el aire, proyectaba lluvias de brillantes hilos metálicos dorados, como si aquello no fuese una guerra sino una especie de gran fiesta pirotécnica.

—Rey, mozo de cuadras…, todo eso significa muy poca diferencia para mí, Polarca —dije.

¡Menos que un mozo de cuadras! ¡Tú ni siquiera le hablarlas de este modo a un mozo de cuadras!

—No, no lo haría —reconocí —. Pero yo no soy Naria.

Los hilos eran racimos de psicosensores: dispositivos de espionaje, registrando todo tipo de información mientras flotaban en medio del aire. ¿Pequeños espías de Sunteil? ¿De Naria? ¿Quién podía decirlo? Quizás eran los dobles de los generales del doble de Periandros los que habían ordenado lanzarlos.

Y los estandartes celestes de los tres emperadores seguían brillando como auroras sobre nuestras cabezas. Y en el horizonte, también, la brillante lanza de luz púrpura que era la marca del baro rom le decía a todo el mundo que ese gran personaje residía en la Capital en aquellos momentos. Lo cual estaba empezando a desear fervientemente que no fuera el caso.

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