Está hablándole a su pueblo. No puedo comprender ninguna de las palabras que dice; y sin embargo, tengo la impresión de que de él emana una seguridad: capto su fuerza, su calma. Habla gravemente, y le escuchan gravemente también. Es un largo parlamento, y todo el mundo permanece perfectamente inmóvil cuando termina. Luego, en silencio, uno a uno, van hasta él y unen con él sus manos. La ceremonia prosigue durante horas, una interminable procesión de gente a su monarca. Lo encuentro tremendamente emocionante y soy incapaz de marcharme; la fila avanza y yo avanzo con ella, hasta que veo que me hallo cerca de la parte frontal, que dentro de otro momento estaré a su cabeza. No hay forma de que pueda echarme atrás. Soy visible a todos ellos. Sería un terrible insulto rechazar ahora la bendición de aquel hombre, signifique lo que signifique. Así que sigo adelante y tiendo mis manos, y él las toca con las suyas. Pese a que aquí sólo soy un fantasma, toca mis manos, del mismo modo que ha tocado las de su propio pueblo.
Para todos los demás, el contacto sólo ha sido de un momento. Pero a mí me sujeta las manos, me detiene. Noto que su tremenda vitalidad fluye dentro de mí. Veo la gran tristeza y sabiduría de su espíritu brillar en sus ojos. Sí, es un auténtico rey. Sólo nacen unos pocos reyes en cada época, y ellos saben desde su nacimiento quiénes son. Yo soy uno, aunque no siempre haya vivido regiamente. Este hombre es otro. Somos una sola alma, él y yo. Le quiero por su fuerza; le quiero por su tristeza; le quiero por su sabiduría. Le quiero como uno quiere a un rey. Le quiero como uno quiere a un padre. Le quiero como uno se quiere a sí mismo.
Me sujeta durante largo rato. Parecen horas.
No dice nada, pero siento como si lleváramos mucho tiempo conversando. Está pasando mucho de él a mí, y de mí a él. A mis espaldas no se mueve nadie; igual podríamos estar solos en el gran salón. En la chispa que viaja de sus manos a las mías y de las mías a las suyas están todos los roms que hayan vivido nunca: cruzamos el puente de la raza de extremo a extremo, este rey y yo. Dentro de él hay una sensación de todo nuestro destino por venir, y dentro de mi hay una sensación de todo lo que nos ha precedido; y nos pasamos estas cosas del uno al otro. Tiempos pasados, tiempos futuros, todo señalando hacia un punto. Que es siempre el presente.
Me ofrece valor. La simple muerte no es el fin de nada, dice. Es sólo una interrupción. Los hombres mueren, las mujeres mueren, los planetas mueren: pero algunas cosas continúan. Lo que importa es continuar: y hay muchas formas de continuar. Hemos enviado nuestras dieciséis naves a la Gran Oscuridad. Ésa es nuestra forma de continuar.
Y yo, como retorno, le doy esperanzas. Habéis conseguido lo que deseabais conseguir, le digo. Nos habéis permitido continuar; y nosotros hemos hecho el trabajo. Mira, estoy aquí para mostrarte que aún existimos en el otro extremo del tiempo. Todos somos parte de la gran kumpania, todos los roms, tu pueblo y el mío. Una sangre, un pueblo. Una gran kumpania. Te hemos continuado. Hemos vagado hasta muy lejos, como fue el decreto de los dioses para nosotros, pero no hemos perdido nuestro sentido de quiénes somos. Y —mira—, estoy aquí para jurarte que pronto nosotros los vagabundos regresaremos a casa, a este lugar que siempre ha sido nuestro. Yo soy tú, le digo. Y tú eres yo.
Yo soy tú, me dice.
Y tú eres yo.
Me suelta. Cuando retrocedo, llevo en mi interior la plenitud de esta gran civilización rom de la Estrella Romani: su grandeza, su tragedia, su sabiduría, su poesía. Su grandeza es su tragedia; su sabiduría es su poesía. Esa gente está aguardando morir. Sé ahora en qué momento he llegado. Los presagios han sido dichos, la lotería se ha efectuado, las dieciséis naves han sido construidas y han partido ya hacia la Gran Oscuridad. Ésos son los que han quedado atrás. Morirán. Todo el mundo muere, y para cada uno de ellos es el fin del mundo; pero para esos millones de aquí la muerte de uno significará la muerte de todos. Han hecho las paces con la muerte. Han hecho las paces con el fin del mundo.
Y en su final está su principio. Porque yo soy el emisario de los mundos por venir, testigo de su continuidad a lo largo de los pasillos del tiempo. He acudido a decirles que el círculo se cerrará, que el exilio terminará pronto, y que yo soy el que traerá a nuestro pueblo de vuelta a casa.
Me descubro de nuevo fuera de aquel gran edificio de cañas entrelazadas, aquel palacio del último rey de la Estrella Romani. Miro al rojo sol que casi llena el cielo, hasta que mis ojos empiezan a pulsar y a doler.
¡Ah, tú, rojo sol, tú eres la Estrella Romani, y yo te estoy mirando directamente! Tiemblo. O Tchalai, la Estrella de Maravilla. O Netchaphoro, la Corona Luminosa, la Mensajera de Luz, el Halo de Dios. ¡Aquí estás, colgando en los cielos ante mí! Estrella de maravilla, estrella de la noche. Y estrella del día también. Estrella de los Gitanos, hacia la que hemos dirigido nuestros anhelos a lo largo de todos nuestros días. Aquí estás.
Tiemblo, y la estrella roja tiembla conmigo.
Tengo la impresión de que su color se ha oscurecido y de que en su superficie se agitan manchas y torbellinos. Éste es el último día. El aire se hace más cálido. Sí, sí, la estrella roja es más cálida ahora. Dilatándose. Hirviendo. ¡O Tchalai! ¡O Netchaphoro! ¡Éste es el momento, sí, el momento de la dilatación del sol, el momento de la Estrella Romani! Los roms han salido a miles de sus casas, a millones, y permanecen de pie a mi lado en las calles, uniendo sus brazos, mirando. Esperando. Alguien empieza a cantar. Alguien más recoge la canción. Y luego otro, y otro. El lenguaje en el que cantan es desconocido para mí, aunque debe ser algún abuelo del romani que yo hablo. No conozco la letra de la canción, ni la melodía. Todos están cantando ahora, y me uno a ellos. Echo la cabeza hacia atrás, abro la boca, y mi corazón lanza la canción; y canto, fuerte y claro. Puedo oír mi propia voz encima de todas las demás por un momento, y luego se funde con ellas en una perfecta armonía, mientras el sol rojo crece y crece y crece aún más en el cielo.
Entonces una dislocante, retorcida, dolorosa sensación de ser brutalmente arrancado…
De movimiento a través del tiempo, a través del espacio…
El olor a quemado perduraba en mis fosas nasales cuando abrí los ojos. Como si estuviera respirando cenizas; como si el propio aire estuviera chamuscado. Me sentía perdido. ¿Dónde estaba el rojo resplandor de la Estrella Romani? Se había ido, ido. El sonido del canto en aquel último día resonaba aún en mis oídos; ¿pero dónde estaban los cantantes? ¿Dónde estaba yo? ¿Por qué no se me había permitido permanecer con ellos durante su último momento?
Quizá lo había hecho, y había muerto con ellos, y había ido al infierno. ¿Era eso? ¿Estaba ahora en el infierno? Había viajado hasta tan lejos, a tantos lugares; ¿por qué no el infierno también?
Estaba tendido, quizás en una cama; había gente a mi alrededor; sus rostros eran indistintos, indistinguibles. Sus voces eran vagos murmullos. Los ojos me estaban traicionando. Los oídos. Todo era impreciso. La Estrella Romani había desaparecido. Ésa era la única realidad. La Estrella Romani había desaparecido. Y aquel olor a quemado…, aquel horrible sabor a cenizas que me invadía a cada nueva inspiración…
—¿Yakoub?
Una voz suave, muy lejana. Conocía aquella voz. Polarca, mi pequeño tratante de caballos lowara.
—Yakoub, ¿estás despierto?
Entonces, no era el infierno. A menos que Polarca estuviera en el infierno conmigo.
Conseguí fruncir el ceño y echarme a reír.
—¡Claro que estoy despierto, idiota! ¿No puedes ver que tengo los ojos abiertos?
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