—Vuelve a la cama, Yakoub.
—Ningún emperador…
—Ése no es nuestro problema. Vuelve a la cama, Acuéstate. Descansa —dijo Polarca.
Le miré con ojos llameantes.
—¿A quién crees que le estás dando órdenes?
Syluise cogió mi mano.
—Por favor, Yakoub. Has estado seriamente enfermo. Apenes hace un momento que has recuperado el conocimiento. No debes fatigarte ahora. Por favor. Sólo descansa un poco más.
—Estuve espectrando —murmuré —. No estuve enfermo.
—Por favor, Yakoub.
—¿Sabes dónde estuve? ¿Sabes lo que vi?
—Hazlo por mí —murmuró ella —. Échate de nuevo. Así no estaré preocupada. No podemos permitirnos el perderte ahora. Sin emperador, sin rey…
Miré a mi alrededor. Sentía furiosos deseos de gritar, de estallar. ¿Era yo tan frágil? ¿Era tan decrépito? ¡Míralos a todos ellos! ¡Observándote con la boca abierta! Todos eran como pálidos fantasmas para mí. Irreales. Todo aquel lugar parecía irreal. La Estrella Romani seguía brillando en mi mente. Aquel palacio de cañas, aquella larga hilera de tranquilos ciudadanos, aquel rey en su enorme y solemne dignidad…, aquel gran sol rojo, dilatándose, dilatándose, haciéndose más y más y más grande…
— Mon ami, te lo suplico —era Julien —. Mañana estarás bien. Pero no debes esforzarte así, no debes exigirte más de lo que eres capaz de afrontar. Te lo suplico.
—Tú —dije.
Su rostro enrojeció.
—Haya servido a quien haya servido en el pasado, Yakoub, ahora no tiene ninguna importancia. Ahora sólo te sirvo a ti. Y te lo suplico, Yakoub. Descansa. El miserable pretendiente se lo suplica al auténtico rey. Necesitas tus fuerzas para mañana.
—¿Mañana? ¿Qué ha de ocurrir mañana?
Miró hacia los demás. Vi que Damiano asentía con la cabeza, y Polarca también.
—La audiencia de mañana —dijo Julien —. Los pares del Imperio, los nuevos, los que han sobrevivido al holocausto. Durante días han estado merodeando el palacio, suplicando hablar contigo en el momento en que recuperaras la conciencia. Se trata de un asunto de la máxima urgencia, dijeron. Tú eres el rey, y no hay emperador: necesitan verte. Necesitan tu ayuda. Están completamente desconcertados.
Les miré fijamente.
—¿Los pares del imperio? ¿La máxima urgencia? ¿Totalmente desconcertados?
—Puede que mañana sea demasiada pronto —dijo Damiano. Siempre cauteloso —. No deseamos abrumarte. Han aguardado todo este tiempo; dejemos que aguarden otro par de…
—No —dije —. Mañana puede que sea demasiado tarde. Necesitan mi ayuda. ¿Cómo puedo ignorar eso? ¡Que vengan aquí esta misma noche. hombre!
—Mon vieux , mon ami ! —exclamó Julien —. ¡No hoy! ¡No tan pronto! Apenas acabas de despertarte. Aguardemos.
—Envía a por ellos.
Polarca alzó las manos, desesperado. Damiano, con el rostro contraído, furioso, apretó los puños. Syluise se me acercó más. suplicante. Vi el rostro preocupado de Chorian, e incluso un muchacho de pie al lado de Chorian, alguien en quien no había reparado antes y del que no sabía absolutamente nada, estaba agitando la cabeza como si dijera: No, no, Yakoub, no tan pronto no hasta que te sientas más fuerte.
Estaba decidido. Ya había habido suficiente anarquía; si yo era un rey, y era un rey, entonces debía reasumir mis tareas. De inmediato. De inmediato.
—¡Enviad a por ellos! —troné.
Pero fue el último trueno que emití aquel día. Al tiempo que las palabras escapaban de mi garganta, la fuerza de mi propio grito cae venció. Vacilé y sentí un maree, y me derrumbé contra el lado de la cama. Creo que por un momento mi alma intentó liberarse de mi cuerpo. La obligué a regresar. Preguntándome si aquél no sería el último momento de Yakoub, de una forma estúpida, prematura, justo cuando quedaba aún tanto por completar. ¡No! ¡No! ¡Por las sagradas heces de todos los santos y demonios, todavía no, todavía no, todavía no!
Un mal momento. Un estúpido momento.
—Tranquilo —murmuró Valerian, ayudándome a reposar mi cabeza contra una almohada —. Te pondrás bien en un instante. ¡Tranquilo, Yakoub! ¡Dadme algo de beber, aprisa! ¡No, no agua, idiota! Eso, sí. Toma. Aquí está. Bebe un poco de esto, Yakoub. Así. Un poco más. Es el más fino de los coñacs de Julien, ¿sabes? Da otro sorbo.
Sentí que la vida volvía a mí, mientras el intenso y ardiente coñac se abría camino, cauterizando, por mi garganta. Pero aun así me tomó un momento embarazosamente largo recuperarme un poco: treinta segundos, quizá un minuto. Luego sonreí. Parpadeé. Eructé. Hice el buen signo rom que dice: Todavía no estoy muerto, primos, ¡todavía no! Pero sabía que los pares del Imperio, fueran quienes fuesen y desearan lo que deseasen de mí, tendrían que esperar. Iba a tener que refrenar mi rugiente impaciencia. Hoy me sentía un tanto frágil. Necesitaba un poco más de descanso. Habían sido unos momentos duros para mí, y ya no soy joven, supongo. Sí, ésa es la verdad: de hecho, ya no soy joven.
No al día siguiente, ni al otro. Quizá me había tomado cerca de doscientos años, pero después de todo había aprendido un poco de paciencia. Aguardé hasta que me sentí de nuevo un poco fuerte. Entonces envié a llamarlos. Y vinieron.
Estaba en la sala de audiencias del palacio que los gaje me habían proporcionado tan amablemente, hacía todos aquellos cientos de años, para ser utilizado por el baro rom cuando residía en la Capital. Pero creo que nunca habían esperado ver aquella sala de audiencias dedicada a algo así. No, ni en un millón de años podían haber anticipado un día como aquél.
Fue una ceremonia muy formal. Me vestí con mis más espléndidas ropas, y me subí a mi trono, y me senté entre todos los objetos ceremoniales de mi poder: el lustroso pergamino de mi cargo; mi cetro de plata que lleva los cinco símbolos santos del hacha, el sol, la luna, la estrella, la cruz; mi estatuilla de la Virgen Negra Sara; mi rueda de las maravillas; mi vara del misterio. Un enorme y primitivo despliegue. Aquí se sienta el rey gitano en toda su majestad, sí. ¡Viva el rey!
—Hacedlos entrar —dije.
Una figura demoníaca en la puerta, extrañamente enmascarada. Pajiza barba roja, protuberantes ojos verdes, blancos cuernos. Capa de brillantes franjas, una docena de colores. Se detiene, hace un gesto de respeto, se inclina rígidamente desde las caderas. Toma posición a mi izquierda, cerca de la ventana.
Otra. Una mujer esbelta, sinuosa. Máscara dorada, unas rendijas por ojos. Firme mentón visible por debajo, pintado con líneas alternas azules. Una túnica que reluce como fuego frío. El mismo gesto. Se detiene junto al primero.
¿Qué es esta mascarada? ¿Quiénes son todos estos demonios y brujas?
Un tercero. Salvajes púas en el collar; gigantesca cornamenta negra alzándose muy por encima de una cabeza en forma de domo. Hace una reverencia. Ocupa su lugar. La habitación está completamente silenciosa. Los ojos de Polarca brillan como faros. Damiano mira fijamente, los labios apretados, convertidos en una línea. Valerian espectra nerviosamente dentro y fuera de la escena, veo las energías parpadear a su alrededor.
El cuarto par del Imperio. Cabeza de cocodrilo, cortas y recias piernas velludas como las de un animal. Una horca en la mano.
El quinto. Alas de murciélago, colmillos, una antorcha humeando en su negra mano de largas garras.
Monstruos y demonios. ¿Son ésos los pares del Imperio?
Una mujer pez, escamas y pechos. Un hombre chivo, bufando y pavoneándose. Uno con un gran pico de pájaro y brillante plumaje que resplandece con luz propia.
Una cabeza de león. Una cabeza de sapo.
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