Estaba inclinado sobre mí, muy cerca, casi tocándonos nariz contra nariz. Verle me ayudó a enfocar a los otros, aquellas formas indistintas a sus espaldas. Damiano, mi primo. Thivt. Chorian. Y otros, más alejados, no tan fáciles de distinguir. ¿Bibi Savina? Sí. ¿Era aquélla Syluise? ¡Sí! Biznaga, Jacinto, Ammagante. ¿Estaba todo el mundo allí? Sí, eso parecía. Incluso Julien, el traidor; incluso él, al lado de mi cama. Bien. Podía perdonarle. Era mi amigo; que se quedara allí. ¿Y quién era ése? ¿Valerian? ¿No el espectro de Valerian, sino el auténtico Valerian? ¿Cómo era eso posible? Ya nadie veía al auténtico Valerian. ¿Estaba soñando que se encontraba aquí?
He estado en el amanecer del tiempo. He visto la Estrella Romani. Y ahora he vuelto .
—¿Qué es todo esto? —gruñí —. ¿Por qué estáis todos a mi alrededor? ¿Qué ocurre?
—Llevas semanas durmiendo —dijo Damiano.
—¿Semanas? —Me senté, o intenté hacerlo, y me descubrí enfurecedoramente débil. Mis brazos y mis codos se negaban a obedecerme. Eran como tiras de spaghetti. ¡Malditos fueran! Me alcé de todos modos.
—¿Qué mundo es éste?
—La Capital —dijo Polarca.
Agité la cabeza, dejando que las cosas fueran penetrando en ella.
—He dormido durante semanas, y esto es la Capital. Ah. Ah. ¿Cómo pueden haber sido semanas? Estuve espectrando…, sólo uno o dos minutos, el espectrar nunca toma mucho tiempo…
Miré a mi alrededor. Había equipo médico por todas partes.
—¿He estado enfermo?
—Un largo sueño —dijo Polarca —. Como un coma. Sabíamos que estabas ahí. Podíamos ver moverse tus ojos. A veces gritabas cosas en extrañas lenguas. En una ocasión cantaste, pero nadie pudo entender nada de las palabras.
—Estuve espectrando. A muchos lugares.
Syluise avanzó y tomó mi mano. Parecía tan hermosa como siempre, pero más vieja, más melancólica, con el brillo y el resplandor desaparecidos de su belleza.
—¡Yakoub, Yakoub! ¡Estábamos todos tan preocupados! ¿Dónde fuiste?
Me encogí de hombros.
—Atlantis. Mentiroso. Xamur. Todo tipo de lugares. Eso no importa. — He visto la Estrella Romani — . ¿Por qué huele de este modo aquí? ¿O lo estoy imaginando? Todo huele a quemado.
—Todo está quemado —dijo Chorian.
—¿Todo?
—Los daños han sido grandes —dijo Polarca —. Los lunáticos gaje han reducido su Capital a escombros en su lunática guerra. Pero ahora ya ha terminado. Todo está tranquilo. Deberías ver el aspecto que tiene todo ahí fuera, Yakoub.
—Déjame ver.
—Dentro de un momento. Cuando hayas recuperado las fuerzas suficientes como para levantarte.
—Estoy lo bastante fuerte como para levantarme.
—Yakoub…
—Ahora —dije.
Intercambiaran turbadas miradas. Como si trataran de imaginar alguna forma de impedírmelo. ¿Que no estaba lo bastante fuerte? Al infierno con ellos. Bajé mis piernas de la cama y apoyé algo de mi peso sobre ellas. La primera presión contra el suelo fue pura agonía; pensé que mis pies se consumían en llamas, que mis tobillos estallaban. No dejé que se dieran cuenta de ello. Seguí empujando hacia delante, hacia delante, haciendo palanca sobre mi cuerpo para ponerme en pie. Me tambaleé un poco, cambié mi peso de uno a otro pie. Ahora eran mis rodillas las que gritaban. Las caderas, la pelvis. No me había puesto en pie desde hacía semanas. Tendido allí en coma, soñando que estaba en Atlantis, soñando que estaba en la Estrella Romani.
No. No soñando. Espectrando. Real y literalmente allí.
He visto la Estrella Romani.
Caminé hacia la ventana, y accioné el mando a visión total.
—Dios mío —dije, abrumado —. ¡Dios mío!
Fuera todo no era más que un inmenso campo de escombros que se extendía hasta tan lejos como podía ver: monumentos rotos, pavimentos hundidos, edificios caídos, paredes carbonizadas. Era una visión irreal, un decorado de devastación. Aquí y allá, un edificio se alzaba intacto en medio del paisaje de pesadilla. Incongruente, inexplicable. Parecía un error que algo pudiera seguir manteniéndose en pie y de una sola pieza en medio de aquel mundo. Los edificios no dañados estaban fuera de lugar en aquella arquitectura de destrucción. No había visto nada tan aterrador en toda mi vida.
Me aparté de aquella visión, aterido, estremecido.
—¿Qué han hecho aquí? —pregunté.
—Fue una guerra de todo el mundo contra todo el mundo —dijo Polarca —. Al principio tres ejércitos distintos. Periandros, Sunteil, Naria. Y luego hizo su aparición un segundo doble de Periandros y le declaró la guerra al primero. Y después de eso fueron las fuerzas de Noria las que se dividieron en varias facciones; y luego apareció un nuevo ejército que no parecía pertenecer a nadie. Después de eso, ya nadie podía sacarle sentido a nada. La lucha estaba en todas partes y todo era destruido. Sobrevivimos porque no se atrevieron a apuntar directamente al palacio del baro rom, y nosotros teníamos nuestros estandartes bien alzados, y estaba tu lanza de luz. Pero aun así recibimos algunos impactos bastante malos. Toda un ala del edificio fue destruida. Creímos que íbamos a morir. Pero no había forma alguna de abandonar la Capital. El astro-puerto está cerrado. Ninguna nave parte hacia ningún destino.
—Gaje —murmuró —. ¿Qué puedes esperar de ellos?
—De alguna forma, mientras ocurría todo esto, tú dormiste. Creímos que nunca ibas a despertar.
—¿La lucha ha terminado ahora?
—Totalmente —dijo Polarca —. Ya no queda nadie para luchar.
—¿Y quién acabó como emperador, cuando terminó la lucha?
Hubo silencio en la habitación. Parecían sorprendidos y desconcertados, todos ellos. Polarca, Damiano, Chorian, Valerian y todos los demás, silenciosos, desconcertados.
—¿Y bien? —dije —. ¿Es una pregunta tan difícil? ¿Quién es el emperador ahora? Decídmelo. ¿Todavía es Naria?
—Nadie —dijo Damiano.
—¿Nadie?
—No hay emperador.
Aquello no tenía sentido. ¿No había emperador? ¿No había emperador?
Dije.
—¿Cómo es posible que no haya emperador? ¡Tiene que haberlo!
—Los dobles de Periandros —dijo Damiano — fueron destruidos por las propias tropas de Periandros. Hubo una confrontación en el cuartel general de Periandros, dos de sus dobles frente a frente. Todo el mundo pudo ver entonces que no existía Periandros, que eran meros dobles. Así que los destruyeron a los dos, y luego persiguieron al tercero y acabaron con él también.
Asentí lentamente.
—¿Y Naria? ¿Qué pasó con él? Tras ese anillo de defensas. Sus pantallas deflectoras, sus tanques, sus robots. Su cubo de cristal.
—Muerto —dijo Polarca —. Una bomba de plasma, un impacto directo sobre el palacio imperial. Treinta segundos de mil grados de calor. El palacio apenas resultó dañado, pero todo el mundo que estaba dentro murió instantáneamente. Noria fue cocido en su propio cubo de cristal.
—Eso deja a Sunteil.
—Acudió a tomar posesión del palacio después de la muerte de Naria —dijo Chorian —. Noria había puesto una trampa mortal en la plataforma del trono. Tres lásers rebanaron a Sunteil a rodajas en el momento en que ocupó el trono imperial. Un scanner oculto, codificado para Sunteil y sólo para Sunteil, y que no responderla a las especificaciones semánticas de ninguna otra persona. —Apartó la vista —. Yo estaba allí cuando ocurrió —dijo suavemente.
—¿Muertos? —murmuré, sin creerlo —. ¿Los tres grandes lores? ¿Todos tres muertos? ¿No hay ningún emperador?
—No hay ningún emperador —confirmó Polarca.
—¿Qué van a hacer entonces? ¡Tiene que haber un emperador!
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