Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— La Memorabilia.

— A eso me refería. — Suspiró y le sonrió ausente a la imagen del santo, que estaba en un rincón —. ¿Mañana será demasiado pronto?

— Si así lo desea, puede empezar de inmediato — dijo el abad —. Puede sentirse libre de hacer lo que guste.

Las bóvedas estaban escasamente provistas de velas y sólo unos pocos monjes estudiosos de hábito oscuro se movían entre los bancos. El hermano Armbruster inspeccionaba ceñudamente sus papeles en un círculo de luz, en su cubículo al pie de la escalera de piedra, y una lámpara ardía en el hueco de la teología moral, donde una figura cubierta con el hábito se inclinaba sobre un antiguo manuscrito. Era después de la prima, cuando la mayor parte de la comunidad trabajaba en sus deberes en la abadía, la cocina, la clase, el jardín, establo y la oficina, dejando la biblioteca casi vacía hasta media tarde y momento de la lectio divina. Aquella mañana, sin embargo, las bóvedas estaban, en comparación, atestadas.

Había tres monjes reclinados en las sombras detrás de la nueva máquina. Tenían las manos metidas entre las mangas y observaban a un cuarto monje que estaba al pie de la escalera. El cuarto monje miraba pacientemente hacia un quinto monje que estaba en el rellano y vigilaba la entrada que conducía a la escalera.

El hermano Kornhoer había meditado sobre su aparato como un padre ansioso, pero cuando ya no pudo encontrar cables que mover o ajustes que hacer y volver a hacer, se retiró al hueco de teología natural a leer y esperar. Dirigir una serie de instrucciones de última instancia a sus ayudantes le era permitido, pero prefirió guardar silencio y si cualquier pensamiento del momento de culminación personal que se acercaba cruzó su mente mientras esperaba, la expresión del inventor monástico no dio muestra de ello. Teniendo en cuenta que el abad ni siquiera se había tomado la molestia de mirar una demostración de la máquina, el hermano Kornhoer no exteriorizó ningún signo de aguardar aplausos de ninguna parte y consiguió vencer su tendencia a mirar con aire de reproche a dom Paulo.

Un tenue siseo procedente de la escalera alertó de nuevo al sótano, aunque ya se habían producido anteriores falsas alarmas. Era evidente que nadie le había informado al ilustre thon que una invención maravillosa le esperaba en su inspección del sótano. Evidentemente, si alguien le habló de ella, su importancia fue le minimizada. Según parecía, el padre abad disfrutaba haciéndolos esperar. Aquéllas eran las palabras no pronunciadas que evidenciaban las miradas de los que esperaban.

Esta vez el siseo de aviso no había sido en vano. El monje que vigilaba desde lo alto de la escalera se volvió solemnemente y le hizo una inclinación al monje que había en el siguiente rellano.

— In Principio Deus — dijo suavemente.

El quinto monje dio la vuelta y se inclinó hacia el cuarto monje al pie de la escalera.

— Caelum et terram creavit — murmuró a su vez.

El cuarto monje se volvió hacia el tercero, de pie junto a la máquina.

— Vacuus autem erat mundus — anunció.

— Cum tenebris in superficie profundorum — le hizo coro el grupo.

— Ortus est Dei Spiritus supra acquas — gritó el hermano Kornhoer, devolviendo su libro a la estantería con un traqueteo de cadenas.

— Gratias Creatori Spiritui — respondió todo el equipo.

— Dixitque Deus: «FIAT LUX» — dijo el inventor en tono de mando.

Los vigías de las escaleras descendieron para ocupar sus puestos. Cuatro hombres gobernaron la noria. El quinto monje se inclinó sobre la dinamo. El sexto monje subió a la escalera de mano y se sentó en el travesaño más alto, con la cabeza contra la parte superior de la arcada. Se colocó una máscara de pergamino oleoso ennegrecido con humo para protegerse los ojos, después extendió las manos en busca del brazo de la lámpara y su tornillo, mientras el hermano Kornhoer le miraba nervioso desde abajo.

— Et lux ergofacta est — dijo cuando hubo encontrado el tornillo.

— Lucem esse bonam Deus vidit — le gritó el inventor al quinto monje.

El quinto monje se inclinó sobre la dinamo con una vela para una última mirada a los contactos de las escobillas.

— Et secrevit lucem a tenebris — dijo finalmente, siguiendo con la lección.

— Lucem appellavit «diem» — le hizo coro el grupo de la noria —, et tenebras «noctes».

Después de lo cual afianzaron sus hombros a las palancas del torniquete.

Los ejes crujieron y gruñeron. La rueda de carro de la dinamo empezó a girar, su sordo zumbido se convirtió en un quejido y después en un plañido mientras los monjes se esforzaban y gruñían en el impulsor de la máquina. El encargado de la dinamo observaba ansiosamente mientras las escobillas se mezclaban con la velocidad y se convertían en vaivén.

— Vespere occaso — empezó, y después hizo una pausa para lamerse los dedos y unirlos a los contactos. Saltó una chispa.

— ¡Lucifer! — gritó echándose hacia atrás. Después terminó de decir ineficazmente: Mortus est et primo die.

— ¡Contacto! — dijo el hermano Kornhoer cuando dom Paulo, thon Taddeo y su ayudante bajaban la escalera.

El monje de la escalera golpeó el arco. Un agudo ¡spfft!, y una luz deslumbrante llenó las bóvedas con un resplandor que no se había visto en doce siglos.

El grupo se detuvo en la escalera. Thon Taddeo dijo ahogadamente un juramento en su lengua nativa. Dio un paso atrás. El abad, que no había sido testigo de la prueba, ni dio crédito a informes extravagantes, palideció y se detuvo sin habla en plena conversación. El ayudante quedó momentáneamente helado por el pánico y de pronto salió corriendo y gritando: «¡Fuego!».

El abad hizo el signo de la cruz.

— ¡No lo sabía! — susurró.

El estudioso, después de sobreponerse a la primera impresión del destello, recorrió el sótano con la mirada, descubriendo la máquina de inducción, a los monjes esforzándose sobre la palanca. Sus ojos recorrieron los cables enrollados, al monje de la escalera midió el significado de la dinamo de rueda de carro y al monje que estaba de pie esperando, con los ojos bajos al pie de la escalera.

— ¡Increíble! — susurró.

El monje que se hallaba al pie de la escalera hizo una inclinación de reconocimiento y desprecio. El reflejo blanco azulado lanzaba sombras alargadas en la sala y la luz de las velas se convirtió en manchas opacas en la marea de luz.

— Brillante como mil antorchas — dijo el erudito sin aliento —. Debe de ser antiguo… pero ¡no! ¡Inconcebible!

Bajó por la escalera como un hombre en trance. Se detuvo al lado del hermano Kornhoer y lo miró con curiosidad durante un momento, después empezó a dar vueltas por el sótano. Sin tocar nada, lo observaba todo, se paseaba entre las máquinas, inspeccionaba la dinamo, los cables, la propia lámpara.

— No parece posible, pero…

El abad se recobró y bajó la escalera.

— ¡Se le dispensa el silencio! — le susurró al hermano Kornhoer —. Hable con él, yo estoy un poco mareado.

El monje se animó.

— ¿Le agrada, padre abad?

— Horrible — jadeó dom Paulo.

La expresión del inventor denotó contrariedad.

— ¡Es un modo espantoso de tratar a un huésped! ¡Dejó completamente aterrorizado al ayudante del thon! ¡Me ha mortificado!

— Bueno, es bastante brillante.

— ¡Demoníaco! Vaya a hablar con él mientras yo pienso en un modo de disculparnos.

Pero aparentemente el estudioso había hecho un juicio según sus propias observaciones, porque fue hacia ellos vivamente. Su cara parecía contenerse y sus modales eran agitados.

— Una lámpara de electricidad — dijo —. ¡Cómo se las han arreglado para mantenerla oculta durante tantos siglos! Después de tantos años tratando de llegar a una teoría de… — se atragantó ligeramente y pareció luchar por contenerse, como si hubiese sido víctima de una monstruosa novatada —. ¿Por qué la han ocultado? Tiene alguna significación religiosa… Y qué… — Completamente confuso se detuvo. Movió la cabeza y miró a su alrededor como buscando una salida por donde escapar.

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