— Pero no puede ignorar a los oficiales y sus cuadernos de apuntes — le recordó Gault.
Desde el facistol del refectorio, el lector entonaba los anuncios. La luz de las velas empalidecía las caras de las legiones de hábito que permanecían sin movimiento detrás de sus banquillos y esperaban el principio de la comida de la noche. La voz del lector resonaba profundamente en el comedor de altas bóvedas, cuyo techo se perdía en las sombras tendidas como alas sobre las manchas de luz que se esparcían sobre las mesas de madera.
— El reverendo padre abad me ha ordenado anunciar que la regla de abstinencia queda dispensada en la cena de esta noche — dijo el lector —. Tendremos huéspedes, como deben haber oído, y todos los religiosos pueden tomar parte en el banquete de esta noche en honor a thon Taddeo y su grupo; podrán comer carne. La conversación, si se hace en voz baja, será permitida durante la comida.
Sonidos vocales contenidos, no muy diferentes de ahogadas exclamaciones de alegría, salieron de las filas de novicios. Las mesas estaban servidas. La comida todavía no había hecho su aparición, pero grandes bandejas sustituían a las usuales tazas de gachas, encendiendo los apetitos con las trazas de un festín. Los familiares jarros de leche quedaron en la despensa, y fueron reemplazados aquella noche por las mejores copas de vino. Encima de las mesas habían colocado algunas rosas.
El abad se detuvo en el pasillo esperando a que el lector terminase. Miró hacia la mesa preparada para él, el padre Gault, el huésped de honor y su grupo. En la cocina se habían equivocado de nuevo, se dijo. Habían puesto ocho platos. Los tres oficiales, el thon y su asistente y los dos sacerdotes hacían siete…, a menos, aunque no era probable, que el padre Gault hubiese invitado al hermano Kornhoer a que se les uniese. El lector terminó sus anuncios y dom Paulo entró en la sala.
— Flectamus genua — entonó el lector.
Las legiones de hábito doblaron la rodilla con precisión militar mientras el abad bendecía a su rebaño.
— Levate.
El grupo se levantó. Dom Paulo ocupó su lugar en la mesa y miró hacia la entrada. Gault debía acompañar a los demás. Las veces anteriores, sus comidas habían sido servidas en la casa de huéspedes en vez del refectorio para evitar sujetarlos a la austeridad de la comida frugal de los monjes.
Cuando los huéspedes entraron, los observó intentando descubrir al hermano Kornhoer, pero éste no estaba con ellos.
— ¿A qué se debe el octavo plato? — le preguntó en voz baja al padre Gault cuando se sentaron.
Gault pareció sorprenderse y se encogió de hombros.
El intelectual se sentó a la derecha del abad y los demás se fueron sentando dejando desocupado el lugar que quedaba a su izquierda. Se volvió para pedirle a Kornhoer que se les uniese, pero el lector empezó a entonar el prefacio antes de que pudiese llamar la atención del monje.
— Oremus — contestó el abad, y el grupo se inclinó.
Durante la bendición, alguien se deslizó quietamente en el asiento que había a la izquierda del abad. Éste frunció el ceño, pero no levantó la vista durante la oración para identificar al culpable.
— …et Spiritus Sancti, Amen.
El abad miró con dureza a la figura de su lado.
— ¡Poeta!
El lirio blanco se inclinó extravagantemente y sonrió.
— Buenas noches, caballeros, erudito thon, huéspedes distinguidos — dijo ampulosamente —. ¿Qué tenemos para esta noche? ¿Pescado asado y panales de miel en honor de la resurrección temporal que planea sobre nosotros? ¿O es que por fin el padre abad ha podido asar el ganso del alcalde del pueblo?
— Me gustaría asar…
— ¡Ja! — dijo el poeta, y se volvió afablemente hacia el estudioso —. ¡Qué culinaria excelencia se goza en estos lugares, thon Taddeo! Debería unírsenos más a menudo. Supongo que en la casa de huéspedes sólo le alimentan a base de faisán asado y simple carne. ¡Una vergüenza! Aquí se alimenta uno mejor. Espero que el hermano Chef tenga esta noche su gusto acostumbrado, su llama interior, su toque encantado. Ah… — El poeta se frotó las manos y sonrió afectando apetito —. Quizá tengamos su inspirado «Falso tocino con maíz a lo fraile Juan», ¿eh?
— Parece interesante — dijo el maestro —. ¿Qué es?
— Armadillo grasiento con maíz tostado, hervido con leche de burra. La comida acostumbrada de los domingos.
— ¡Poeta! — exclamó el abad, después le dijo al thon -: Le ruego disculpe su presencia; no ha sido invitado.
El erudito observó divertido al poeta.
— Mi señor, Hannegan, también mantiene a varios bufones en la corte — le dijo a Paulo —. Estoy familiarizado con esta clase de gente. No tiene que disculparse por él.
El poeta se levantó de un salto de su banquillo y se inclinó profundamente ante el thon.
— ¡Permítame en vez de ello que pida disculpas por el abad, señor! — exclamó con sentimiento.
Durante un momento mantuvo la inclinación. Esperaron a que terminase con sus tonterías. En vez de ello se encogió de hombros súbitamente, se sentó y alanceó una humeante ave que un postulante había depositado en un plato frente a él. Le arrancó una pata y mordió con gusto. Lo miraron extrañados.
— Supongo que tiene razón al no aceptar mis excusas por él — le dijo finalmente al thon.
El erudito enrojeció ligeramente.
— Antes de que lo eche, insecto — dijo Gault —, vamos a examinar a fondo esta inquina.
El poeta agitó la cabeza y masticó pensativamente.
— Es bastante profundo, sí — admitió.
«Algún día, Gault se ahogará a sí mismo con esa manía que tiene», pensó dom Paulo.
Pero el sacerdote más joven estaba visiblemente molesto y buscó el medio de apartar el incidente del absurdo para poder encontrar un medio de aplastar al loco.
— Discúlpese por su anfitrión, poeta — ordenó —, y explíquese antes de irse.
— Déjelo, padre, déjelo — dijo Paulo, apresuradamente.
El poeta sonrió graciosamente al abad.
— Está bien, reverendo — dijo —. No me importa disculparme por usted. Usted lo hace por mí y yo lo hago por usted, ¿no es ésta una perfecta maniobra de caridad y buena voluntad? Nadie necesita disculparse por sí mismo… lo cual es siempre tan humillante. Con mi sistema, sin embargo, todo el mundo queda disculpado y nadie tiene que disculparse por sí mismo.
Sólo los oficiales parecieron encontrar divertidas las palabras del poeta. Aparentemente, la perspectiva del humor era suficiente para producir la ilusión de humor y el comediante podía arrancar risas con el gesto y la expresión, sin importar cuáles fuesen sus palabras. Thon Taddeo sonreía secamente, pero era la clase de mirada que un hombre podía dedicar a una torpe exhibición de un animal entrenado.
— Y así — siguió diciendo el poeta —, si me permitiese servirle como humilde ayudante, reverendo, nunca tendría que cantar la palinodia. Como su «abogado de las excusas», por ejemplo, podría delegarme para ofrecer contrición a los huéspedes importantes por la existencia de chinches, y a las chinches, por el abrupto cambio de alimento.
El abad enrojeció y resistió un impulso de pisar los dedos descalzos del poeta con el talón de su sandalia. Le dio un golpe en el tobillo, pero el loco insistió.
— Yo cargaré con toda la culpa, claro está — dijo masticando ruidosamente la carne blanca —. Es un buen sistema, uno que estoy dispuesto a poner también a su disposición, eminente maestro. Estoy seguro de que lo habría encontrado conveniente. He podido comprender que los sistemas de lógica y metodología deben ser planeados y perfeccionados antes de los avances de la ciencia. Y mi sistema de excusas negociables y transferibles le habrían sido a usted de particular valor, thon Taddeo.
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