Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— ¿Habrían sido?

— Sí, es una lástima. Alguien me robó mi cabra de cabeza azul.

— ¿Cabra de cabeza azul?

— Tenía una cabeza tan calva como la de Hannegan y azul como la punta de la nariz del hermano Armbruster. Quería regalársela a usted, pero algún vil me la birló, antes de su llegada.

El abad apretó los dientes y dejó su talón apoyado sobre el dedo del poeta. Thon Taddeo fruncía ligeramente el ceño, pero pareció decidirse a no desenredar el oscuro significado del poeta.

— ¿Necesitamos una cabra de cabeza azul? — le preguntó a su ayudante.

— No veo que nos urja mucho tenerla — dijo éste.

— ¡Pero su necesidad es evidente! — dijo el poeta —. Dicen que está usted escribiendo ecuaciones que un día reharán al mundo. Dicen que se gesta un nuevo amanecen Si es necesario que haya luz, entonces a alguien habrá que culpar de la oscuridad pasada.

— Ah, de ahí la cabra. — Thon Taddeo miró al abad —. No tiene gracia. ¿Es lo mejor que sabe hacer?

— Se dará cuenta de que no tiene empleo. Pero hablemos de algo sensa…

— No, no, no, ¡no! — objetó el poeta —. No ha comprendido lo que he querido decir, ilustre señor. ¡La cabra tiene que ser puesta en una capilla y honrada, no hay que maldecidla! Corónela con la corona que san Leibowitz le envió y déle las gracias por la luz que se está alzando. Entonces culpe a Leibowitz y condúzcalo al desierto. De este modo no tendría que llevar la segunda corona. La que tiene espinas. Responsabilidad, la llaman.

La hostilidad del poeta había salido a la luz y ya no se esforzaba en aparecer humorístico. El thon lo miró fríamente. El talón del abad fue de nuevo hacia el pie del poeta y de nuevo, de mala gana, sintió piedad.

— Y cuando — dijo el poeta — el ejército de su patrón venga a apoderarse de esta abadía, la cabra puede ser colocada en el patio y enseñársele a balar: «No ha habido nadie aquí sino yo, nadie aquí sino yo», cada vez que aparezca un extraño.

Uno de los oficiales empezó a levantarse de su banquillo con un furioso gruñido, y alargando su mano en busca del sable. Sacó la empuñadura de la vaina y quince centímetros de acero brillaron como un aviso hacia el poeta. El thon le asió la muñeca y trató de meter de nuevo la hoja en su funda, pero era como tirar del brazo de una estatua de mármol.

— ¡Ah, espadachín igual que dibujante! — se burló el poeta, aparentemente sin temer a la muerte —. Sus dibujos de las defensas de la abadía muestran una promesa tan artística.

El oficial lanzó un juramento y la hoja salió completamente de su vaina. Sus camaradas lo detuvieron, sin embargo, antes de que pudiese arremeterle. Una exclamación de sorpresa se produjo entre la congregación cuando los sorprendidos monjes se levantaron. El poeta seguía sonriendo suavemente.

— Artísticamente perfecto — siguió diciendo —. Puedo adelantar que algún día sus dibujos de los túneles subterráneos colgarán en algún museo de bellas…

Un apagado plaf se dejó oír debajo de la mesa. El poeta se detuvo a medio masticar, se quitó un hueso de la boca y lentamente fue palideciendo. Masticó, tragó y siguió perdiendo color. Miró abstraídamente hacia delante.

— Me lo está arrancando — murmuró por la comisura de los labios.

— ¿Ha terminado de hablar? — le preguntó el abad mientras seguía presionando.

— Creo que tengo un hueso en la garganta — admitió el poeta.

— ¿Desea retirarse?

— Me temo que debo hacerlo.

— Lástima. Le echaremos de menos. — Paulo le dio al dedo un último pisotón como medida de seguridad —. Puede irse.

El poeta suspiró de alivio, se secó la boca y se levantó. Vació su copa de vino y la dejó boca abajo en el centro de la bandeja. Algo de sus modales obligaba a mirarle. Se levantó el párpado con su dedo, inclinó la cabeza sobre la palma de la mano e hizo presión. El ojo de cristal cayó en su mano, produciendo un sonido ahogado por parte de los texarkanos, que según parecía no estaban al corriente del ojo artificial del poeta.

— Vigílalos cuidadosamente — le dijo el poeta al ojo artificial, y después lo depositó boca arriba sobre la base de su copa de vino, desde donde contempló malignamente a thon Taddeo —. Buenas noches, caballeros — dijo alegremente hacia el grupo y se marchó.

El furioso oficial murmuró una maldición y se debatió para liberarse del dominio de sus camaradas.

— LlevadIo a su cuartel y mantenedIo quieto hasta que se calme — les dijo el thon —. Y vigilad que no tenga oportunidad de toparse con ese lunático.

— Me siento mortificado — le dijo al abad cuando el guardián, lívido, fue arrastrado de allí — No son mis sirvientes y no puedo darles órdenes, pero puedo prometerle que él pagará por esto. Y si se niega a pedir disculpas y a partir de inmediato, tendrá que cruzar su rápida espada con la mía antes de mañana al mediodía.

— ¡Que no haya derramamiento de sangre! — rogó el sacerdote —. No ha sucedido nada importante. Olvidémoslo. — Sus manos temblaban y su cara estaba grisácea.

— Pedirá disculpas y se marchará — insistió thon Taddeo — o tendré que ofrecer matarle. No se atreverá a luchar conmigo porque, si gana, Hannegan lo hará ejecutar por el piquete público mientras obligan a su mujer a… bueno, olvídelo. Se excusará y se marchará. De todas maneras, estoy terriblemente avergonzado de que tal cosa haya podido suceder.

— Debí expulsar al poeta tan pronto como apareció. Él lo provocó todo y no supe detenerle. La provocación fue muy clara.

— ¿Provocación? ¿Por la mentira imaginativa de un loco? losar reaccionó como si los cargos del poeta fuesen verdaderos.

— ¿Entonces no está usted al corriente de que preparan un informe referente al valor militar de nuestra abadía como fortaleza?

La mandíbula del intelectual cayó. Miró primero a un sacerdote y después al otro con visible incredulidad.

— ¿Es cierto esto? — preguntó después de un prolongado silencio.

El abad asintió.

— Y nos ha permitido que nos quedemos.

— No tenemos secretos. Sus camaradas son libres de hacer tal estudio si así lo desean. Yo no me atrevería a preguntar para qué quieren la información. La conclusión del poeta, claro, fue mera fantasía.

— Claro — dijo el thon, débilmente, sin mirar a su anfitrión.

— No creemos que su príncipe tenga ambiciones agresivas sobre esta región, como insinuó el poeta.

— Claro que no.

— Y aunque así fuese, estoy seguro de que tendrá la sensatez o al menos los consejeros sensatos que le hagan comprender que el valor de nuestra abadía como almacén de antigua sabiduría es muchas veces mayor que el que pueda tener como ciudadela.

El thon captó la nota de súplica, la corriente oculta de súplica de ayuda, en la voz del sacerdote y pareció pensar en ella, tocando ligeramente su comida y sin decir nada durante un rato.

— Hablaremos de nuevo de este asunto antes de volver al colegio — prometió suavemente.

Un palio había caído sobre el banquete, pero empezó a alzarse durante el canto del grupo en el patio después de la comida y desapareció del todo cuando llegó la hora de la conferencia del intelectual en el gran vestíbulo. El embarazo parecía haber desaparecido y el grupo mostraba una cordialidad superficial.

Dom Paulo condujo al thon al facistol; Gault y el ayudante del thon los siguieron, uniéndoseles en la plataforma. Los aplausos sonaron unánimes cuando el abad hizo la presentación del intelectual; la quietud que siguió sugería el silencio de una corte esperando un veredicto. El erudito no tenía el don de la oratoria, pero el veredicto fue satisfactorio para el grupo monástico.

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