Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— ¿Benjamín?

La figura se agitó. Se apretó más el manto sobre sus delgados hombros y avanzó cojeando hacia la luz. Se detuvo de nuevo, murmurando para sí mientras miraba a su alrededor en la habitación; entonces su mirada se detuvo en el conferenciante que permanecía en el facistol.

Apoyándose en un báculo maltrecho, la vieja aparición cojeó lentamente hacia el facistol sin apartar su mirada del hombre que estaba detrás. Thon Taddeo pareció humorísticamente perplejo al principio, pero cuando nadie se movió o habló, cuando la decrépita aparición se le fue acercando, pareció palidecen La cara de la barbuda antigüedad brillaba con una feroz esperanza de alguna pasión subyugante que ardía más furiosamente en él que el principio de la vida, que debía haberlo abandonado hacía tiempo.

Se acercó más al facistol, se detuvo. Su mirada se posó en el sorprendido orador. Su boca tembló. Sonrió. Extendió una mano temblorosa hacia el estudioso. El thon se echó hacia atrás con una exclamación de repulsión.

El ermitaño era ágil. Dio la vuelta a la tarima, evitó el facistol y asió al estudioso por un brazo.

— ¡Qué locura…!

Benjamín apretó el brazo mientras miraba esperanzado los ojos del erudito.

Su cara se nubló, el brillo desapareció y dejó caer el brazo. Un gran suspiro amargo salió de los viejos y secos pulmones cuando la esperanza se desvaneció. La eterna y sabia sonrisa del viejo judío de la montaña volvió a su cara. Miró hacia la comunidad, extendió las manos y se encogió elocuentemente de hombros.

— Todavía no es Él — dijo amargamente y se alejó cojeando.

Después de aquello, se rompió todo convencionalismo.

21

Hacía diez semanas que habían recibido a thon Taddeo cuando el mensajero trajo malas noticias. La cabeza de la dinastía reinante de Laredo había pedido que las tropas texarkanas fuesen evacuadas de inmediato del reino. Aquella noche, el rey había muerto envenenado y el estado de guerra se había proclamado entre los reinos de Laredo y Texarkana. La guerra sería corta. Podía afirmarse con seguridad que la guerra había terminado al día siguiente de haber estallado y que ahora Hannegan controlaba todas las tierras y pueblos desde el Red River a Río Grande.

Aquello lo esperaban, pero no las noticias que siguieron.

Hannegan II, por la gracia de Dios alcalde virrey de Texarkana, defensor de la fe y vaquero supremo de las Llanuras, después de encontrar a monseñor Marcus Apollo culpable de «traición» y espionaje, había hecho colgar al nuncio papal, y más tarde, cuando aún estaba vivo, lo había descolgado, destripado, descuartizado y despellejado como ejemplo para cualquiera que tratase de socavar el Estado del gobernador. Cortado en pedazos, el cuerpo del sacerdote fue lanzado a los perros.

Al mensajero casi no le fue necesario añadir que Texarkana estaba bajo absoluto interdicto por un decreto papal que contenía ciertas vagas, pero ominosas alusiones a Regnans in Excelsis: una bula del siglo xvi ordenando la deposición de un monarca. Todavía no había noticias de las contramedidas de Hannegan.

En las Llanuras, las fuerzas laredanas tendrían ahora que abrirse paso, luchando con las tribus nómadas, para abandonar las armas en sus propias fronteras, pues su nación y sus allegados eran rehenes.

— ¡Es una noticia trágica! — dijo thon Taddeo, con un visible grado de sinceridad —. Debido a mi nacionalidad, ofrezco marcharme enseguida.

— ¿Por qué? — preguntó dom Paulo —. No aprueba los actos de Hannegan, ¿verdad?

El intelectual dudó y después meneó la cabeza. Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les escuchaba.

— Personalmente los condeno. Pero en público… — Se encogió de hombros —. Tengo que pensar en el colegio. Si sólo se tratase de mi propia vida, pues…

— Comprendo.

— ¿Puedo aventurar confidencialmente una opinión?

— Claro que sí.

— Creo que alguien debería prevenir a Roma de que no hiciese amenazas ociosas. Hannegan es capaz de crucificar a varias docenas de Marcus Apollo.

— Entonces algunos nuevos mártires alcanzarán el cielo; Roma no hace amenazas ociosas.

El thon suspiró.

— Supuse que lo vería de este modo, pero le renuevo mi ofrecimiento de marcharme.

— Tonterías. Pese a su nacionalidad, su categoría de ser humano le hace bienvenido.

Pero se había abierto una grieta. A partir de aquel momento, el erudito se mantuvo aislado y hablaba en muy pocas ocasiones con los monjes. Sus relaciones con el hermano Kornhoer se hicieron notablemente ceremoniosas, aunque el inventor pasaba una hora o dos cada día al servicio e inspección de la dinamo y la lámpara, y se mantenía informado de los progresos de los trabajos del thon, que avanzaban ahora con velocidad desacostumbrada. Los oficiales rara vez se aventuraban fuera del pabellón de huéspedes.

Había noticias de éxodo en la región. Rumores desalentadores llegaban de las Llanuras. En el pueblo de Sanly Bowitts, la gente empezó a encontrar razones para partir en súbitas peregrinaciones o para visitar otras tierras. Hasta los mendigos y vagabundos abandonaban el pueblo. Como siempre, los mercaderes y artesanos se enfrentaban a la desagradable disyuntiva de abandonar su propiedad a los ladrones y asaltantes o quedarse para verla saqueada.

Un comité de ciudadanos encabezado por el alcalde del pueblo visitó la abadía para pedir asilo para los pueblerinos en caso de invasión.

— Mi oferta final — dijo el abad, después de varias horas de discusiones — es ésta: aceptaremos, sin lugar a dudas, a todas las mujeres, niños, inválidos y ancianos, pero en cuanto a los hombres capaces de empuñar un arma, consideraremos cada caso de modo individual y quizá no aceptemos a algunos.

— ¿Por qué? — preguntó el alcalde.

— ¡Debería ser evidente incluso para usted! — dijo secamente dom Paulo —. Puede ser que nos ataquen, pero a menos que lo hagan de un modo directo, nos mantendremos al margen. No permitiré que nadie emplee este lugar como guarnición para lanzar un contraataque si el único ataque es sobre el propio pueblo. Por ello, en el caso de los hombres capaces de manejar armas, tendremos que insistir en un juramento: defender la abadía bajo nuestras órdenes. Y decidiremos en cada caso si el juramento es o no digno de confianza.

— ¡No es justo! — chilló uno de los miembros del comité —. Discriminarán…

— Sólo a los que no sean dignos de confianza. ¿Cuál es el problema? ¿Planeaban esconder aquí una fuerza de reserva? Pues no les será permitido. No van a estacionar aquí ninguna de las partes de la milicia del pueblo. No hay nada más que hablar.

En aquellas circunstancias, el comité no podía dejar de aceptar cualquier ayuda que le fuese ofrecida. No se habló más de ello. Dom Paulo tenía la intención de, llegado el caso, aceptar a todo el mundo; pero por el momento pensaba anticiparse a los planes del pueblo de implicar a la abadía en cualquier planificación militar. Más tarde llegarían oficiales de Denver con peticiones semejantes; estarían menos interesados en salvar vidas que en salvar su régimen político. Pensaba darles una respuesta similar. La abadía fue construida como una fortaleza de fe y conocimiento, y pensaba conservarla como tal.

El desierto fue invadido por los vagabundos procedentes del este. Comerciantes, tramperos y pastores avanzando hacia el oeste trajeron noticias de las Llanuras. La plaga del ganado aniquilaba rápidamente los rebaños de los nómadas; el hambre parecía inminente. Las fuerzas laredanas sufrieron una escisión subversiva desde la caída de la dinastía laredana. Parte de ellos volvían a su tierra natal como se les ordenaba, mientras que el resto proyectaba bajo un voto implacable marchar hacia Texarkana y no detenerse hasta haber obtenido la cabeza de Hannegan 11 o morir en el empeño. Debilitados por su división, los laredanos eran aniquilados gradualmente por los asaltos sorpresa de los guerreros de Oso Loco, que estaban sedientos de venganza contra aquellos que habían traído la plaga. Se rumoreaba que Hannegan había prometido generosamente convertir a la gente de Oso Loco en sus súbditos protegidos si juraban fidelidad a la ley «civilizada», aceptaban a sus oficiales en sus consejos y abrazaban la fe cristiana. «Sométanse o mueran», fue la condición que el destino y Hannegan les ofrecieron a los pueblos pastores. Muchos escogerían la muerte antes que jurar obediencia a un Estado agrario — mercantil. Se dijo que Hongan Os lanzaba su desafío hacia el este, el oeste y el cielo; esto último lo realizó haciendo quemar a un hechicero para castigar a los dioses de la tribu por haberle traicionado. Amenazó con convertirse al cristianismo si los dioses cristianos le ayudaban a eliminar a sus enemigos.

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