Walter Miller - Cántico a San Leibowitz

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Cántico a San Leibowitz: краткое содержание, описание и аннотация

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Después de la hecatombe nuclear el Venerable Leibowitz, muerto seiscientos años antes, va a ser canonizado. De la antigua civilización no quedan otros vestigios que los conservados por la Orden Albertiana, cuyos monjes consumen sus vida en la interminable tarea de iluminar e interpretar las obras del Venerable para reconstruir sobre ellas el mundo tal como fue.
Son muchos los misterios que perduran. Por ejemplo, el documento que reza:
. Es un enigma. Pero los monjes saben que la luz se hará algún día y que, con ella, la antigua cultura retornará.
¿Ridículo? ¿Grotesco?
Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

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— Pero, aunque así sea — dudó el abad —, los nómadas…

— El plan de Hannegan para ellos es diabólico. Los guerreros de Oso Loco pueden contender fácilmente con la caballería de Laredo, pero con lo que no pueden contender es con la plaga del ganado. Las tribus de las Llanuras todavía no lo saben, pero cuando Laredo esté preparado para castigar a los nómadas por sus incursiones fronterizas, los laredanos llevarán varios centenares de cabezas de ganado enfermo para que se mezclen con los rebaños nómadas. Fue idea de Hannegan. El resultado será el hambre, y entonces será fácil lograr un enfrentamiento de las distintas tribus. Como es natural no sabemos todos los detalles, pero la meta es una región nómada bajo un jefe «de paja» armado por los texarkanos, leal a Hannegan, dispuesto a barrer el oeste hasta las montañas. Si logra pasar, esta región recibirá las primeras andanadas.

— Pero…, pero ¿por qué? ¡Con seguridad, Hannegan no espera que los bárbaros formen tropas dignas de confianza o capaces de conservar un imperio una vez que hayan terminado de mutilarlo!

— No, reverendo. Pero las tropas nómadas serán desbaratadas. Denver será destruido. Entonces Hannegan podrá recoger los restos.

— ¿Para qué? No podrá ser un imperio muy rico.

— No, pero seguro en todos los flancos, estará en mejor posición para atacar hacia el este o el nordeste. Claro que antes de llegar a esto, sus planes pueden fracasar. Pero fracasen o no, esta región corre peligro de ser arrasada en un futuro no muy lejano. Durante los próximos meses precisará dar los pasos necesarios para asegurar la abadía. Tengo orden de tratar con usted el problema de poner la Memorabilia a salvo.

Dom Paulo sintió que la oscuridad empezaba a concentrarse. Después de doce siglos, una pequeña esperanza había surgido en el mundo… y entonces venía un príncipe analfabeto a imponérseles con una horda bárbara y…

Su puño se estrelló contra la mesa.

— Los hemos mantenido fuera de nuestros muros durante mil años — gruñó —, y podremos seguir manteniéndolos del mismo modo durante mil años más. Esta abadía se vio sitiada tres veces durante el flujo Bayring y una vez más durante el cisma vissarionista. Mantendremos los libros seguros. Hace bastante tiempo que lo hacemos así.

— Pero en estos días hay un nuevo riesgo, reverendo.

— ¿Cuál?

— Un abundante abastecimiento de pólvora y metralla.

La Festividad de la Asunción había llegado y pasado, pero todavía no se tenían noticias del grupo de Texarkana. Misas votivas privadas para peregrinos y viajeros empezaban a ser ofrecidas por los sacerdotes de la abadía. Dom Paulo renunció a tomar su ligero desayuno y se murmuraba que lo hacía como penitencia por haber invitado al intelectual a sufrir los actuales peligros de las Llanuras. Los vigías permanecían constantemente en su puesto. El propio abad trepaba, a menudo, a los muros para atisbar hacia el este.

Poco antes de las vísperas de la Festividad de San Bernardo, un novicio informó haber visto una débil y distante nube de polvo, pero estaba oscureciendo y nadie más había sido capaz de volver a verla. Pronto se cantaron las completas y la Salve Regina, pero no apareció nadie en los portalones.

— Quizá se tratase de una avanzadilla de exploradores — sugirió el prior Gault.

— Quizás haya sido la imaginación del hermano vigía — le contradijo dom Paulo.

— Pero si han acampado a diez o doce kilómetros camino abajo…

— Habríamos visto su fuego desde la torre. La noche es clara.

— De todas maneras, dómine, cuando se alce la Luna, podríamos enviar a un jinete.

— Oh, no. Es el mejor sistema para que le maten a uno por equivocación. Si en realidad son ellos, probablemente hayan puesto vigilancia a lo largo de todo el camino, especialmente por la noche. Podemos esperar a que amanezca.

Fue hacia el final de la mañana siguiente cuando el esperado grupo de jinetes apareció en el este. Desde arriba del muro, dom Paulo parpadeó y entornó los ojos y observó el terreno ardiente y seco, tratando de enfocar con sus ojos miopes la distancia. El polvo de los cascos de los caballos era llevado por el viento hacia el norte. El grupo se había detenido a parlamentar.

— Me parece que son veinte o treinta — se quejó el abad frotándose molesto —. ¿De verdad son tantos?

— Aproximadamente — dijo Gault.

— ¿Cómo podremos encargarnos de todos?

— No creo que tengamos que cuidar a los que llevan piel de lobo, reverendo — dijo ahogadamente el joven sacerdote.

— ¿Piel de lobo?

— Nómadas, reverendo.

— ¡Envíe hombres a los muros! ¡Cierren portalones! ¡Coloquen las protecciones! ¡Rompan el…!

— Espere, no todos son nómadas, dómine.

— ¡Oh! — dom Paulo se volvió para atisbar de nuevo.

La discusión había terminado. Los hombres hicieron señas y se dividieron en dos grupos. El mayor galopó de nuevo rumbo al este. Los jinetes restantes se quedaron mirándolos durante un rato, dieron vuelta a sus monturas y trotaron rumbo a la abadía.

— Son seis o siete… algunos van uniformados — murmuró el abad cuando estuvieron más cerca.

— El thon y su gente, estoy seguro.

— ¿Pero con nómadas? Me alegro de no haberle permitido enviar a un jinete anoche. ¿Qué hacen con los nómadas?

— Según parece vinieron como guías — dijo oscuramente el padre Gault.

— ¡Qué amistoso es el león tendiéndose junto al cordero!

Los jinetes se acercaban a la entrada. Dom Paulo tragó saliva.

— Será mejor que salgamos a darle la bienvenida, padre — suspiró.

Cuando los sacerdotes hubieron descendido del muro, los viajeros soltaban las riendas en el exterior del patio. Uno de los caballistas se separó de los demás, trotó hacia ellos, desmontó y presentó sus documentos.

— ¿Dom Paulo de Pecos, abad?

El abad hizo una inclinación.

— Tibis adsum. Bienvenidos en nombre de san Leibowitz, thon Taddeo. Bienvenidos en nombre de su abadía, en nombre de cuarenta generaciones que han esperado su llegada. Siéntase como en su casa. Somos sus servidores.

Las palabras eran sinceras, las palabras habían sido guardadas durante años en espera de aquel momento. Oyendo un monosílabo susurrado como réplica, dom Paulo levantó lentamente la cabeza.

Por un momento su mirada se enfrentó con la del estudioso. Sintió que la tibieza se desvanecía rápidamente. Aquellos ojos helados — fríos — y de un gris inquisidor, escépticos, hambrientos y orgullosos, lo estudiaron como se estudia a una curiosidad sin vida.

Paulo había rogado fervientemente porque aquel momento fuese como un puente a través de un vacío de doce siglos — rogando también que a través de él los últimos científicos martirizados le estrechasen la mano al mañana —. Ciertamente había un vacío; esto estaba claro. El abad súbitamente se dio cuenta de que él no pertenecía a esa época, que en cierto modo había sido dejado aislado en un banco de arena en el río del tiempo y que en realidad jamás existió tal puente.

— Vengan — dijo amablemente —, el hermano Visclair se encargará de sus caballos.

Cuando vio a los huéspedes instalados en sus aposentos, se retiró a la soledad de su despacho. La sonrisa de la cara del santo de madera le recordaba inexplicablemente la sonrisa afectada de Benjamín Eleazar al decir: «Los hijos del mundo también son consecuentes».

18

«Ahora, al igual que en tiempos de Job», empezó el hermano lector desde el facistol del refectorio:

Cuando los hijos de Dios comparecieron ante el Señor, Satanás estaba entre ellos.

Y el Señor le dijo: «¿De dónde vienes tú, Satanás?».

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